Di Benedetto y el Mundo animal
Nido en los huesos
Yo no soy el mono. Tengo ideas distintas, aunque se nos haya puesto, por lo menos al principio, en la misma situación.
Mi padre lo trajo como a la palmera. Le sobra tierra, le sobra dinero. Puso la palmera y le pareció muy bien mientras permaneció joven y primorosa. Pero cuando se fue estirando, estirando, se fastidió de ella, por desgarbada y barbuda, por inadaptada, dice él. Porque la perdió de vista, creo yo, pues no acostumbra llevar la mirada al cielo, al menos, hacia el lado donde se erguía la palma. Mira hacia la boca del río, donde se forman las tormentas, ya que de las lluvias depende, para bien o para mal, la cosecha.
Tampoco cayó en la cuenta de que el monito no se adaptaría, no sólo por cuestiones de clima, sino porque le sería imposible adaptarse a la familia, y él quería que fuese como un miembro de la familia. Quizás no andaba del todo desacertado, pues, favorecido por ciertas consideraciones, en las que mi padre ocasionalmente se mostraba intuitivo, el pequeño simio hacía algo por ganarse el lugar que se le prometiera. Pero su sitio, en definitiva, fue la palmera. No siempre empleaba mi padre la fiesta, el alimento y la caricia; por sobre todo, lo privaba de comida y no se cuidó de educarlo verdaderamente. El mono huyó, refugiándose en la palmera, como el hijo vuelve a la madre. Bajaba sólo para hurtar o para tomar la comida que la compasión de alguien le hubiese dejado al pie de su vivienda. Vivió solo, tal como se veía la copa raquítica del árbol en su altura. Se puso huraño y meditabundo, torpe para todo lo que no fuera procurarse el sustento. Quizás por malhumor -porque el invernáculo anunciado nunca se construyó- mi padre hizo limpiar de vegetales todo el sector donde se estiraba lentamente, como un suspiro nostálgico, la palmera. Cayeron palmera y mono, y el mono se escondió entre algunos cajones y baúles hasta que los perros, enardecidos por la sangre de un pollo que dio degollado unos pasos agónicos, se le echaron encima sin que nadie se los impidiera.
* * *
Yo no soy el mono, pero también, por orden de mi padre, a causa de infracciones leves, en la niñez muchas veces tuve prohibido el acceso a la mesa. No tengo palmera, sin embargo hice de mi casa una palmera, mejor dicho, de los cuartos y de los cuadros de tierra que podían serlo, de algún paseo, de algún libro y de algún amigo. Mi palmera poseía, en verdad, muchas ramas, y por eso, quizás, tuve la posibilidad de pensar que yo no debía ser como el mono. Tal vez todo dependiese, como en el caso del simio y de la palma, del lugar de nacimiento y del ulterior destino inadecuado. No sé. Tal vez debí nacer en otras tierras y tal vez no sea así.Es posible que yo no debiese haber nacido en este tiempo. No quiero decir con ello que mi alumbramiento hubo de producirse en la Edad Media ni en el mismo año que el de Dostoyevski. No. Tal vez yo debí nacer en el siglo xxi o en el xxii. No tampoco porque crea que entonces será más fácil vivir, aunque es posible que lo sea. Para que sea posible, ya que es imposible que yo nazca transcurrida una centuria, he querido, en la medida de mis fuerzas, ser de alguna utilidad.
Cuando comprendí la inutilidad del mono pude acercarme a lo que me pareció hacerse un destino útil, siquiera sea para los demás. Su cabeza hueca me sugirió el aprovechamiento de la mía. Quise hacer de ella, y fue sencillo hacerlo, un nido de pájaros. Mi cabeza se colmó de pájaros, voluntaria y gozosamente, de mi parte y la de ellos. Gozaba, sí, por la felicidad del nido firme, seguro y abrigado que podía darles, y gozaba de otras maneras distintas. Cuando, por ejemplo, aquella vez hice mi aparición, físicamente sombría, en el semialborozo, con urdimbre de cálculo e inquietud transfigurados, del té-canasta de mi madre, y ella tuvo que decirme, retadora y perdiendo aplomo, que cómo hacía eso de ponerme a silbar en medio de la reunión de señoras. Y yo decía, con mi boca de labios desunidos nada más que por una sonrisa de lástima de su ignorancia, que no era yo mismo quien silbaba, y en aquella muchacha suscité el asombro candoroso de quien presencia el tránsito de un-dios musical, tangible y perecedero.
* * *
No fue siempre así, sino apenas unos años, quizás unos meses. Con el cambio he dudado un tanto de que haciendo la felicidad de un pájaro haré la felicidad de todas las familias de los siglos venideros. Si todos pusiéramos nuestra cabeza al servicio de la felicidad general, tal vez podría ser. Pero nuestra cabeza, no sólo el sentimiento.
Yo puse la mía y tuvo gorriones, canarios y perdices dichosos. También lo son ahora los buitres que han anidado en ella. Pero ya no puedo serlo. Son inacabablemente voraces y han afinado su pico para comerse hasta el último trocito de mi cerebro. Ya en hueso mondo, aún me picotean, no diré con saña, pero como cumpliendo una obligación. Y aunque sus picotazos fueran afectuosos y juguetones, nunca podrían ser tiernos. Duelen ferozmente, hacen doler el hueso y hacen expandir mi dolor y mi tortura en un llanto histérico y desgarrado de fluir constante. Nada puedo contra ellos y nadie puede, pues nadie puede verlos, como nadie veía a los pájaros que silbaban. Y aquí estoy yo, con mi nido rebosante de buitres que, aprovechados, insidiosos y perennes, hacen crujir, con cada picotazo de cada uno de sus mil picos, cada hueso de cada parte de todo mi esqueleto. Aquí estoy, escondido entre los baúles, a la espera de que alguno de los que antaño dieron de comer al mono se compadezca de este acorralado y azuce los perros.
Pero, por favor, que nadie, por conocer mi historia, se deje ganar por el horror; que lo supere y que no desista, si alienta algún buen propósito de poblar su cabeza de pájaros.
Mi padre lo trajo como a la palmera. Le sobra tierra, le sobra dinero. Puso la palmera y le pareció muy bien mientras permaneció joven y primorosa. Pero cuando se fue estirando, estirando, se fastidió de ella, por desgarbada y barbuda, por inadaptada, dice él. Porque la perdió de vista, creo yo, pues no acostumbra llevar la mirada al cielo, al menos, hacia el lado donde se erguía la palma. Mira hacia la boca del río, donde se forman las tormentas, ya que de las lluvias depende, para bien o para mal, la cosecha.
Tampoco cayó en la cuenta de que el monito no se adaptaría, no sólo por cuestiones de clima, sino porque le sería imposible adaptarse a la familia, y él quería que fuese como un miembro de la familia. Quizás no andaba del todo desacertado, pues, favorecido por ciertas consideraciones, en las que mi padre ocasionalmente se mostraba intuitivo, el pequeño simio hacía algo por ganarse el lugar que se le prometiera. Pero su sitio, en definitiva, fue la palmera. No siempre empleaba mi padre la fiesta, el alimento y la caricia; por sobre todo, lo privaba de comida y no se cuidó de educarlo verdaderamente. El mono huyó, refugiándose en la palmera, como el hijo vuelve a la madre. Bajaba sólo para hurtar o para tomar la comida que la compasión de alguien le hubiese dejado al pie de su vivienda. Vivió solo, tal como se veía la copa raquítica del árbol en su altura. Se puso huraño y meditabundo, torpe para todo lo que no fuera procurarse el sustento. Quizás por malhumor -porque el invernáculo anunciado nunca se construyó- mi padre hizo limpiar de vegetales todo el sector donde se estiraba lentamente, como un suspiro nostálgico, la palmera. Cayeron palmera y mono, y el mono se escondió entre algunos cajones y baúles hasta que los perros, enardecidos por la sangre de un pollo que dio degollado unos pasos agónicos, se le echaron encima sin que nadie se los impidiera.
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Yo no soy el mono, pero también, por orden de mi padre, a causa de infracciones leves, en la niñez muchas veces tuve prohibido el acceso a la mesa. No tengo palmera, sin embargo hice de mi casa una palmera, mejor dicho, de los cuartos y de los cuadros de tierra que podían serlo, de algún paseo, de algún libro y de algún amigo. Mi palmera poseía, en verdad, muchas ramas, y por eso, quizás, tuve la posibilidad de pensar que yo no debía ser como el mono. Tal vez todo dependiese, como en el caso del simio y de la palma, del lugar de nacimiento y del ulterior destino inadecuado. No sé. Tal vez debí nacer en otras tierras y tal vez no sea así.Es posible que yo no debiese haber nacido en este tiempo. No quiero decir con ello que mi alumbramiento hubo de producirse en la Edad Media ni en el mismo año que el de Dostoyevski. No. Tal vez yo debí nacer en el siglo xxi o en el xxii. No tampoco porque crea que entonces será más fácil vivir, aunque es posible que lo sea. Para que sea posible, ya que es imposible que yo nazca transcurrida una centuria, he querido, en la medida de mis fuerzas, ser de alguna utilidad.
Cuando comprendí la inutilidad del mono pude acercarme a lo que me pareció hacerse un destino útil, siquiera sea para los demás. Su cabeza hueca me sugirió el aprovechamiento de la mía. Quise hacer de ella, y fue sencillo hacerlo, un nido de pájaros. Mi cabeza se colmó de pájaros, voluntaria y gozosamente, de mi parte y la de ellos. Gozaba, sí, por la felicidad del nido firme, seguro y abrigado que podía darles, y gozaba de otras maneras distintas. Cuando, por ejemplo, aquella vez hice mi aparición, físicamente sombría, en el semialborozo, con urdimbre de cálculo e inquietud transfigurados, del té-canasta de mi madre, y ella tuvo que decirme, retadora y perdiendo aplomo, que cómo hacía eso de ponerme a silbar en medio de la reunión de señoras. Y yo decía, con mi boca de labios desunidos nada más que por una sonrisa de lástima de su ignorancia, que no era yo mismo quien silbaba, y en aquella muchacha suscité el asombro candoroso de quien presencia el tránsito de un-dios musical, tangible y perecedero.
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No fue siempre así, sino apenas unos años, quizás unos meses. Con el cambio he dudado un tanto de que haciendo la felicidad de un pájaro haré la felicidad de todas las familias de los siglos venideros. Si todos pusiéramos nuestra cabeza al servicio de la felicidad general, tal vez podría ser. Pero nuestra cabeza, no sólo el sentimiento.
Yo puse la mía y tuvo gorriones, canarios y perdices dichosos. También lo son ahora los buitres que han anidado en ella. Pero ya no puedo serlo. Son inacabablemente voraces y han afinado su pico para comerse hasta el último trocito de mi cerebro. Ya en hueso mondo, aún me picotean, no diré con saña, pero como cumpliendo una obligación. Y aunque sus picotazos fueran afectuosos y juguetones, nunca podrían ser tiernos. Duelen ferozmente, hacen doler el hueso y hacen expandir mi dolor y mi tortura en un llanto histérico y desgarrado de fluir constante. Nada puedo contra ellos y nadie puede, pues nadie puede verlos, como nadie veía a los pájaros que silbaban. Y aquí estoy yo, con mi nido rebosante de buitres que, aprovechados, insidiosos y perennes, hacen crujir, con cada picotazo de cada uno de sus mil picos, cada hueso de cada parte de todo mi esqueleto. Aquí estoy, escondido entre los baúles, a la espera de que alguno de los que antaño dieron de comer al mono se compadezca de este acorralado y azuce los perros.
Pero, por favor, que nadie, por conocer mi historia, se deje ganar por el horror; que lo supere y que no desista, si alienta algún buen propósito de poblar su cabeza de pájaros.
Volamos
Como puesta ante un apacible e inofensivo misterio, que puede serlo, con ganas de hablar, que a mí me faltan, me cuenta de su gato. Es, sí. Claro que es; pero... Ante todo, como es huérfano, recogido por compasión, se ignora su ascendencia. Es gato y le agrada el agua. De las acequias no prefiere los albañales, sino la corriente barrosa. Se lanza acezante, pisa fuerte y salpica: hunde las fauces y hace que toma, pero no toma, porque es de puro goloso que lo hace. Puede pensarse que no es un gato, que es un perro. También por su actitud indiferente en presencia de los demás gatos. Pero es que asimismo se limita a observar desde lejos a los perros y ni siquiera se enardece frente a una pelea callejera. Como al emitir la voz desafina espantosamente y además es ronco, no puede saberse si maúlla o ladra. Hago como que me asombro. Pero no abro la boca, porque de preguntar o comentar me preguntaría por qué pienso así y tendría que explicar y complicarme en un diálogo. Empero ya no me habla: se habla. Revisa lo que sabe y quiere saber más. Es gato y le gusta el agua. Eso no autoriza a concluir que sea un perro. Ni siquiera está la cuestión en que sea perro o gato, porque ni uno ni otro vuelan, y este animalito vuela; desde hace unos días se ha puesto a volar. Yo espero que me pregunte si creo que se trata de una brujería. Pero no; al parecer, no cree en eso. Yo tampoco; aunque lo pensé. Mejor dicho, pensé que ella lo pensaba. Pero no. ¿No te maravillas? Sí; seguramente. Me maravillo. Cómo no. Me maravillo.Podría maravillarme, cómo no. Pero no. Puedo maravillarme porque el gato-perro vuela. Pero es que no sólo hablo. Estoy pensando. Pienso que ella supone que he de maravillarme porque lo que creyó era gato puede ser perro o lo que puede ser gato o perro puede ser un ave o cualquier otro animal que vuele. Debiera maravillarme porque, lo que se cree que es, no es. No puedo. ¿Acaso me maravilla que tú no seas lo que tu esposo cree que eres? ¿Acaso me maravilla no ser lo que mi esposa cree que soy? Tu animalejo es un cínico, nada más. Un cínico ejercitado.
Hombre-perro
Magissi me dijo: "La diferencia está en que usted cree que a veces los hombres se portan como perros y yo sé que todos los hombres son unos perros. Ësa es la diferencia entre usted y yo".
No podía darle la razón, sencillamente porque hubiera sido reconocer que él sabía más que yo. Entonces quise persuadirlo de que él se equivocaba aun respecto a mis ideas. Deshice mis anteriores argumentos y, sin llegar a usar la palabra "bueno" en un sentido general, ni para el hombre ni para el perro, opiné que uno y otro tienen sus momentos malos.
-O de maldad. ¿El momento de la perrada?
Él me preguntaba lo que sabía que yo estaba pensando. Quería que lo afirmara, que dijera simplemente "sí", pero un sí sin lugar a dudas. No pude dejar de intuir una celada, pero yo mismo me había llevado a ese punto y en consecuencia, muy a pesar de mí, tuve que decir:
-Sí.
Yo lo sabía. Me había hecho volver al punto de partida. Esa ansiedad porque dijera que sí...Si yo creía en el momento malo es que juzgaba que habitualmente son buenos. Y era todo lo contrario: habitualmente son malos y por momentos, sólo en contados momentos, buenos. Procuraba convencerme, ya sin esfuerzo, porque él podía darse cuenta fácilmente de que yo resistía por terquedad, por mantenerme en antiguas convicciones y también, desde luego, por orgullo. Aunque a él no le importaba el orgullo, ni el propio ni el mío.
Algo, algo que no se puede palpar, pero nos asiste, me soplaba al oído que la verdad estaba en mí. Sin embargo, era inútil discutir. Fastidiaba decir lo mismo, decirlo él y decirlo yo, con nuevos ejemplos o con otras palabras. En fin...
* * *
Cuando era muy joven, hasta los dieciocho años, tenía ilusiones. Tenía ilusiones porque vivían mis padres y yo no necesitaba trabajar, Ambicionaba ser director ad honorem de la Biblioteca Provincial. Cuando se volvió imperioso procurarme sustento, debí desistir de esta ambición, pero tuve suerte, de un modo relativo. La casa Raft, de la Capital, vende ficheros metálicos para bibliotecas. Al que le compra un fichero le envía, junto con el fichero, un empleado, que le organiza la biblioteca y le ficha los libros. Ese empleado era yo. Podía disponer hasta de dos semanas para organizar y fichar una biblioteca de quinientos libros. La casa Raft quiere que las cosas se hagan bien. La casa Raft quiere que el cliente quede satisfecho. Un cliente satisfecho es nuestro mejor propagandista, etc. Estaba equivocado: aun trabajando tenía ilusiones, quizás mayores.
Pero me dejaron cesante,¡maldita sea! Me pusieron cierta cantidad de billetes en un sobre. No obstante, el sobre de las explicaciones lo dejaron vacío. El empleador tiene derecho de prescindir de su empleado, siempre que lo indemnice debidamente. La Ley debe decir algo por el estilo. Y como la ley me cortaba tan bruscamente, nunca más pude, pobre de mí, pasar por esa calle de la sucursal Raft. Pensé de nuevo en la Biblioteca Provincial, ya no, por cierto, con aspiraciones de dirigirla. Pensé- y aún más, intenté- emplearme en una librería. En un diario, en un museo...
En febrero se iba vaciando del todo el único sobre lleno que me dio la casa Raft. Era el tiempo de comprar uva. Una bodega de tres cuerpos me encargó que pagará hasta cinco pesos sobre el precio oficial. Yo recorría, a pie, con toda esa tierra y ese maligno sol, viñas y viñas de diez, de cónico, de dos hectáreas. Otro corredor, de una bodega más grande, había pasado antes, en automóvil, pagando ocho pesos por encima del precio oficial.
* * *
Trabajaban ella y la madre. Quizás podrían haber dispuesto para un departamento mejor, por lo menos exento de esa vecindad que lo asemejaba al de un conventillo. Pero Barbarita prefería guardar la diferencia con el propósito de comprarse un piano. Era una desdichada ilusión, porque por cada cien pesos ahorrados el precio de los pianos aumentaba doscientos. De todas maneras, doce años sin tocar, desde los catorce...
Cuando vino Conchita Piquer al Teatro Municipal, la Perea, departamento seis, aprendió aquello de
"A la lima y al limón,
Te vas a quedar soltera..."
Se lo cantaba sin compasión. También los niños lo aprendieron.
Barbarita me lo contó; no para apurarme, estoy seguro. Me lo contó con una sonrisa triste, alguna vez que quiso hacerme entender que no sólo yo era digno de lástima.
El sábado,¡oh, qué malintencionado estaba yo!, fui preparándola y en cierto momento, bajito, muy bajito, le canté:
"A la lima y al limón,
Te vas a quedar soltera..."
Y la dejé irse, en retirada, herida, con la boca semiabierta, pero sin palabras.
¡La perrada, santa furia! ¡Mi perrada!
* * *
Sin saber hasta cuándo podría pagar la pensión, sin Barbarita, ciertamente... Uno, claro, necesita que algo suceda, está en tensión, a la espera. Y sin embargo no se le escapa que muy probablemente lo que ha de suceder será malo.
Aquel hombrecito, de mi edad, pero mucho más endeble, era mi amigo. Conversábamos y conversábamos y me daba envidia porque él tenía tiempo para leer tanto. Nunca le pregunté de qué vivía, si bien alguien me contó que del padre, y esta explicación de ninguna manera quería yo que fuese inexacta, porque me daba motivo para despreciarlo. Supe además, aunque vagamente atendí la referencia, que el padre le exigía que buscara el medio de atender a sus necesidades. Por eso él siempre hablaba de publicar una revista, de la que nunca he visto un solo número.
Lo perdí de vista tantas semanas y ahora...¡Ah, como me lo esperaba yo! Si algo sucedía, algo malo tendría que ser.¡ Él, sangre pútrida, él estaba allí, en mi puesto, nombrado el mismo día de mi despido!
* * *
Estuve aguardándolo pacientemente, pero cuando lo vi toda la furia me poseyó. Se me hincharon los belfos, me fui al suelo y mis cuatro patas me dispararon hacia él, que ya, advertido rápidamente, en sus cuatro patas también, con un leve aullido de miedo, mostraba, por instinto de defensa, los dientes. Me abalancé sobre su cabeza mordiéndolo con implacable rabia, echando espuma por la boca, tratando de hincarle los dientes en el cuello, que él defendía desesperado con las patas delanteras.
Un barrendero, a instancias de una mujer que gritaba espantada, nos separó a escobazos.
* * *
Nada de esto, sin embargo, concede la razón a Magissi.
Mariposas de Koch
Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas. Veréis.
Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento se posó en la flor una mariposa tan blanca como ella. Me dije: ¿por qué no también?, y la llevé a los labios. Es preferible, puedo decirlo, verlas en el aire. Tienen un sabor que es tanto de aceite como de hierbas rumiadas. Tal, por lo menos, era el gusto de esa mariposa.
La segunda me dejó sólo un cosquilleo insípido en la garganta, pues se introdujo ella misma, en un vuelo, presumí yo, suicida, en pos de los restos de la amada, la deglutida por mí. La tercera, como la segunda (el segundo, debiera decir, creo yo), aprovechó mi boca abierta, no ya por el sueño de la siesta sobre el pasto, sino por mi modo un tanto estúpido de contemplar el trabajo de las hormigas, las cuales, por fortuna, no vuelan, y las que lo hacen no vuelan alto.
La tercera, estoy persuadido, ha de llevar también propósitos suicidas, como es propio del carácter romántico suponible en una mariposa. Puede calcularse su amor por el segundo y asimismo puede imaginarse sus poderes de seducción, capaces, como lo fueron, de poner olvido respecto de la primera, la única, debo aclarar, sumergida –muerta, además– por mi culpa directa. Puede aceptarse, igualmente, que la intimidad forzosa en mi interior ha de haber facilitado los propósitos de la segunda de mis habitantes.
No puedo comprender, en cambio, por qué la pareja, tan nueva y tan dispuesta a las locas acciones, como bien lo había probado, decidió permanecer adentro, sin que yo le estorbase la salida, con mi boca abierta, a veces involuntariamente, otras en forma deliberada. Pero, en desmedro del estómago pobre y desabrido que me dio la naturaleza, he de declarar que no quisieron vivir en él mucho tiempo. Se trasladaron al corazón, más reducido, quizás, pero con las comodidades de un hogar moderno, por lo que está dividido en cuatro departamentos o habitaciones, si así se prefiere nombrarlos. Esto, desde luego, allanó inconvenientes cuando el matrimonio comenzó a rodearse de párvulos. Allí han vivido, sin que en su condición de inquilinos gratuitos puedan quejarse del dueño de casa, pues de hacerlo pecarían malamente de ingratitud.
Allí estuvieron ellas hasta que las hijas crecieron y, como vosotros comprenderéis, desearon, con su inexperiencia, que hasta a las mariposas pone alas, volar más allá. Más allá era fuera de mi corazón y de mi cuerpo.
Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de mi corazón, que vosotros equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre. Como véis, no lo son, siendo, puramente, mariposas rojas de mi roja sangre. Sí, en vez de volar, como debieran hacerlo por ser mariposas, caen pesadamente al suelo, como los cuajarones que decís que son, es sólo porque nacieron y se desarrollaron en la obscuridad y, por consiguiente, son ciegas, las pobrecitas.
Bizcochos para polillas
Puede apolillarse una persona, se dice, cuando se retira, cuando hace de la soledad su compañera. Puede, sí; puede apolillarse. Es mi caso, como todos lo saben.
Todos lo saben, porque me ven; todos, asimismo, desconocen las causas. La opinión generalizada, no por generalizada, creo yo, acertada, es que siempre me resistí a los deportes o por lo menos al aire libre, al campo o simplemente a cualquier esfuerzo físico.
Quizás induzca tales pensamientos mi cuerpo, ahora tan visible. Es posiblemente , mi castigo. En esto tiene que consistir. Porque esto de apolillarse, esta palabra rancia que me ha ocurrido, tomó posesión de mí como menos podía esperarlo, sin haberlo esperado nunca, claro está.
La polilla, este ejército ciego y famélico, me come, me come, paciente pero activamente, cuanta ropa me pongo para cubrirme, sin dar alivio no sólo a mi pudor, sino a mis carnes metalizadas por el frío. Todo es imposible contra ellas. Cualquier trapo que me caiga encima suscitará, no digo su apetito, que debe ser implacable, sino su decisión de cumplir una especie de abominable mandato que me persigue. Devoran; me dejan con los brazos cruzados sobre el pecho;y desaparecen. Desaparecen; pero yo sé, avisado por la experiencia, que siempre volverán.
Nada puedo contra ellas y tampoco, ¡Cristo!, puedo contra mí. No es sólo porque al tomar el revólver las polillas se comerían las balas, sino porque yo quiero vivir. Yo quiero vivir. No sé para qué; pero quiero. Lo único que pido es que se me libre de las polillas, que se me permita andar por la calle oculto, como todo el mundo, dentro de un traje.
La gente no se acostumbra y casi no me tolera. Al principio, yo cultivaba la esperanza de que se habituaran a verme, como les ha sucedido con el hombre sin piernas y tantos otros desdichados que tienden la mano, si es que la tienen. Pero no. Lo único que legalmente no se me impide es andar libremente por la calle, ir a la confitería y al cine, o adonde necesite o puramente quiera presentarme. Con esa disposición al simbolismo que, con el pretexto de sobrepasarla, elude la realidad, se ha entendido que yo, por algún designio que nadie explica, soy el símbolo de la pobreza. Es un error. No se animan a ver la realidad escueta y simple: estoy sin ropas porque las polillas me las comen.
* * *
Hacia el término de este mal año, la reflexión ha sucedido al desasosiego. La lucidez ha venido, tal vez adulterada por la resignación, y he dado con la pregunta clave que pocos quieren contestarse sensatamente: ¿Para qué vivir?
Ayer hice lo elemental: hablarles. Les pedí compasión, sin entrar a preguntarles si pueden tenerla o les está prohibido ejercerla. Nada me respondieron, quizás por no comprometerse; se habían acercado a mí y me circundaban, como antes, cuando yo intentaba cubrirme. Esto, para mi espíritu necesitado de esperanzas, fue suficiente. Emprendí la parte consecuente de mi plan. Puesto que las polillas comen las superficies manchadas y excavan devorando, les dije que en mi vida había una mancha, localizada en el pecho. De tal manera, calculé, si lograba conmover su sentimiento, podrían darme la necesaria muerte sin asumir mayores responsabilidades ante su mandante.
Ahora están comiendo mi corazón, ahí han llegado las penetrantes, y yo siento, cada vez más, un grande alivio, como si fuera entrando en el sueño, pasito a pasito...
El resto de corazón que me queda palpita de gratitud por ese acto de amor y cuando- todavía- pienso en el amor, se me ocurre, ignorando el porqué, que toda mi culpa debe de haber sido ocultarle mi cuerpo. Aparte de esto, que se me diga, por piedad, se me diga, ¿ qué puede haber cometido de aborrecible un muchacho de veinte años?
*Cuentos extractados de Mundo animal (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2007).
**Antonio Di Benedetto (Mendoza 1922-Buenos Aires, 1986). Periodista, cuentista y novelista. Publicó, entre otros libros: Mundo animal (1953), El pentágono (1955; reedit. 1974 con el título Anabella), Zama (1956), Grot (1957; reedit. 1969 con el título Cuentos claros), Declinación y ángel (1958), El cariño de los tontos (1961), El silenciero (1964), Los suicidas (1969), Absurdos (1978) y Sombras nada más (1984).
Como puesta ante un apacible e inofensivo misterio, que puede serlo, con ganas de hablar, que a mí me faltan, me cuenta de su gato. Es, sí. Claro que es; pero... Ante todo, como es huérfano, recogido por compasión, se ignora su ascendencia. Es gato y le agrada el agua. De las acequias no prefiere los albañales, sino la corriente barrosa. Se lanza acezante, pisa fuerte y salpica: hunde las fauces y hace que toma, pero no toma, porque es de puro goloso que lo hace. Puede pensarse que no es un gato, que es un perro. También por su actitud indiferente en presencia de los demás gatos. Pero es que asimismo se limita a observar desde lejos a los perros y ni siquiera se enardece frente a una pelea callejera. Como al emitir la voz desafina espantosamente y además es ronco, no puede saberse si maúlla o ladra. Hago como que me asombro. Pero no abro la boca, porque de preguntar o comentar me preguntaría por qué pienso así y tendría que explicar y complicarme en un diálogo. Empero ya no me habla: se habla. Revisa lo que sabe y quiere saber más. Es gato y le gusta el agua. Eso no autoriza a concluir que sea un perro. Ni siquiera está la cuestión en que sea perro o gato, porque ni uno ni otro vuelan, y este animalito vuela; desde hace unos días se ha puesto a volar. Yo espero que me pregunte si creo que se trata de una brujería. Pero no; al parecer, no cree en eso. Yo tampoco; aunque lo pensé. Mejor dicho, pensé que ella lo pensaba. Pero no. ¿No te maravillas? Sí; seguramente. Me maravillo. Cómo no. Me maravillo.Podría maravillarme, cómo no. Pero no. Puedo maravillarme porque el gato-perro vuela. Pero es que no sólo hablo. Estoy pensando. Pienso que ella supone que he de maravillarme porque lo que creyó era gato puede ser perro o lo que puede ser gato o perro puede ser un ave o cualquier otro animal que vuele. Debiera maravillarme porque, lo que se cree que es, no es. No puedo. ¿Acaso me maravilla que tú no seas lo que tu esposo cree que eres? ¿Acaso me maravilla no ser lo que mi esposa cree que soy? Tu animalejo es un cínico, nada más. Un cínico ejercitado.
Hombre-perro
Magissi me dijo: "La diferencia está en que usted cree que a veces los hombres se portan como perros y yo sé que todos los hombres son unos perros. Ësa es la diferencia entre usted y yo".
No podía darle la razón, sencillamente porque hubiera sido reconocer que él sabía más que yo. Entonces quise persuadirlo de que él se equivocaba aun respecto a mis ideas. Deshice mis anteriores argumentos y, sin llegar a usar la palabra "bueno" en un sentido general, ni para el hombre ni para el perro, opiné que uno y otro tienen sus momentos malos.
-O de maldad. ¿El momento de la perrada?
Él me preguntaba lo que sabía que yo estaba pensando. Quería que lo afirmara, que dijera simplemente "sí", pero un sí sin lugar a dudas. No pude dejar de intuir una celada, pero yo mismo me había llevado a ese punto y en consecuencia, muy a pesar de mí, tuve que decir:
-Sí.
Yo lo sabía. Me había hecho volver al punto de partida. Esa ansiedad porque dijera que sí...Si yo creía en el momento malo es que juzgaba que habitualmente son buenos. Y era todo lo contrario: habitualmente son malos y por momentos, sólo en contados momentos, buenos. Procuraba convencerme, ya sin esfuerzo, porque él podía darse cuenta fácilmente de que yo resistía por terquedad, por mantenerme en antiguas convicciones y también, desde luego, por orgullo. Aunque a él no le importaba el orgullo, ni el propio ni el mío.
Algo, algo que no se puede palpar, pero nos asiste, me soplaba al oído que la verdad estaba en mí. Sin embargo, era inútil discutir. Fastidiaba decir lo mismo, decirlo él y decirlo yo, con nuevos ejemplos o con otras palabras. En fin...
* * *
Cuando era muy joven, hasta los dieciocho años, tenía ilusiones. Tenía ilusiones porque vivían mis padres y yo no necesitaba trabajar, Ambicionaba ser director ad honorem de la Biblioteca Provincial. Cuando se volvió imperioso procurarme sustento, debí desistir de esta ambición, pero tuve suerte, de un modo relativo. La casa Raft, de la Capital, vende ficheros metálicos para bibliotecas. Al que le compra un fichero le envía, junto con el fichero, un empleado, que le organiza la biblioteca y le ficha los libros. Ese empleado era yo. Podía disponer hasta de dos semanas para organizar y fichar una biblioteca de quinientos libros. La casa Raft quiere que las cosas se hagan bien. La casa Raft quiere que el cliente quede satisfecho. Un cliente satisfecho es nuestro mejor propagandista, etc. Estaba equivocado: aun trabajando tenía ilusiones, quizás mayores.
Pero me dejaron cesante,¡maldita sea! Me pusieron cierta cantidad de billetes en un sobre. No obstante, el sobre de las explicaciones lo dejaron vacío. El empleador tiene derecho de prescindir de su empleado, siempre que lo indemnice debidamente. La Ley debe decir algo por el estilo. Y como la ley me cortaba tan bruscamente, nunca más pude, pobre de mí, pasar por esa calle de la sucursal Raft. Pensé de nuevo en la Biblioteca Provincial, ya no, por cierto, con aspiraciones de dirigirla. Pensé- y aún más, intenté- emplearme en una librería. En un diario, en un museo...
En febrero se iba vaciando del todo el único sobre lleno que me dio la casa Raft. Era el tiempo de comprar uva. Una bodega de tres cuerpos me encargó que pagará hasta cinco pesos sobre el precio oficial. Yo recorría, a pie, con toda esa tierra y ese maligno sol, viñas y viñas de diez, de cónico, de dos hectáreas. Otro corredor, de una bodega más grande, había pasado antes, en automóvil, pagando ocho pesos por encima del precio oficial.
* * *
Trabajaban ella y la madre. Quizás podrían haber dispuesto para un departamento mejor, por lo menos exento de esa vecindad que lo asemejaba al de un conventillo. Pero Barbarita prefería guardar la diferencia con el propósito de comprarse un piano. Era una desdichada ilusión, porque por cada cien pesos ahorrados el precio de los pianos aumentaba doscientos. De todas maneras, doce años sin tocar, desde los catorce...
Cuando vino Conchita Piquer al Teatro Municipal, la Perea, departamento seis, aprendió aquello de
"A la lima y al limón,
Te vas a quedar soltera..."
Se lo cantaba sin compasión. También los niños lo aprendieron.
Barbarita me lo contó; no para apurarme, estoy seguro. Me lo contó con una sonrisa triste, alguna vez que quiso hacerme entender que no sólo yo era digno de lástima.
El sábado,¡oh, qué malintencionado estaba yo!, fui preparándola y en cierto momento, bajito, muy bajito, le canté:
"A la lima y al limón,
Te vas a quedar soltera..."
Y la dejé irse, en retirada, herida, con la boca semiabierta, pero sin palabras.
¡La perrada, santa furia! ¡Mi perrada!
* * *
Sin saber hasta cuándo podría pagar la pensión, sin Barbarita, ciertamente... Uno, claro, necesita que algo suceda, está en tensión, a la espera. Y sin embargo no se le escapa que muy probablemente lo que ha de suceder será malo.
Aquel hombrecito, de mi edad, pero mucho más endeble, era mi amigo. Conversábamos y conversábamos y me daba envidia porque él tenía tiempo para leer tanto. Nunca le pregunté de qué vivía, si bien alguien me contó que del padre, y esta explicación de ninguna manera quería yo que fuese inexacta, porque me daba motivo para despreciarlo. Supe además, aunque vagamente atendí la referencia, que el padre le exigía que buscara el medio de atender a sus necesidades. Por eso él siempre hablaba de publicar una revista, de la que nunca he visto un solo número.
Lo perdí de vista tantas semanas y ahora...¡Ah, como me lo esperaba yo! Si algo sucedía, algo malo tendría que ser.¡ Él, sangre pútrida, él estaba allí, en mi puesto, nombrado el mismo día de mi despido!
* * *
Estuve aguardándolo pacientemente, pero cuando lo vi toda la furia me poseyó. Se me hincharon los belfos, me fui al suelo y mis cuatro patas me dispararon hacia él, que ya, advertido rápidamente, en sus cuatro patas también, con un leve aullido de miedo, mostraba, por instinto de defensa, los dientes. Me abalancé sobre su cabeza mordiéndolo con implacable rabia, echando espuma por la boca, tratando de hincarle los dientes en el cuello, que él defendía desesperado con las patas delanteras.
Un barrendero, a instancias de una mujer que gritaba espantada, nos separó a escobazos.
* * *
Nada de esto, sin embargo, concede la razón a Magissi.
Mariposas de Koch
Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas. Veréis.
Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento se posó en la flor una mariposa tan blanca como ella. Me dije: ¿por qué no también?, y la llevé a los labios. Es preferible, puedo decirlo, verlas en el aire. Tienen un sabor que es tanto de aceite como de hierbas rumiadas. Tal, por lo menos, era el gusto de esa mariposa.
La segunda me dejó sólo un cosquilleo insípido en la garganta, pues se introdujo ella misma, en un vuelo, presumí yo, suicida, en pos de los restos de la amada, la deglutida por mí. La tercera, como la segunda (el segundo, debiera decir, creo yo), aprovechó mi boca abierta, no ya por el sueño de la siesta sobre el pasto, sino por mi modo un tanto estúpido de contemplar el trabajo de las hormigas, las cuales, por fortuna, no vuelan, y las que lo hacen no vuelan alto.
La tercera, estoy persuadido, ha de llevar también propósitos suicidas, como es propio del carácter romántico suponible en una mariposa. Puede calcularse su amor por el segundo y asimismo puede imaginarse sus poderes de seducción, capaces, como lo fueron, de poner olvido respecto de la primera, la única, debo aclarar, sumergida –muerta, además– por mi culpa directa. Puede aceptarse, igualmente, que la intimidad forzosa en mi interior ha de haber facilitado los propósitos de la segunda de mis habitantes.
No puedo comprender, en cambio, por qué la pareja, tan nueva y tan dispuesta a las locas acciones, como bien lo había probado, decidió permanecer adentro, sin que yo le estorbase la salida, con mi boca abierta, a veces involuntariamente, otras en forma deliberada. Pero, en desmedro del estómago pobre y desabrido que me dio la naturaleza, he de declarar que no quisieron vivir en él mucho tiempo. Se trasladaron al corazón, más reducido, quizás, pero con las comodidades de un hogar moderno, por lo que está dividido en cuatro departamentos o habitaciones, si así se prefiere nombrarlos. Esto, desde luego, allanó inconvenientes cuando el matrimonio comenzó a rodearse de párvulos. Allí han vivido, sin que en su condición de inquilinos gratuitos puedan quejarse del dueño de casa, pues de hacerlo pecarían malamente de ingratitud.
Allí estuvieron ellas hasta que las hijas crecieron y, como vosotros comprenderéis, desearon, con su inexperiencia, que hasta a las mariposas pone alas, volar más allá. Más allá era fuera de mi corazón y de mi cuerpo.
Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de mi corazón, que vosotros equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre. Como véis, no lo son, siendo, puramente, mariposas rojas de mi roja sangre. Sí, en vez de volar, como debieran hacerlo por ser mariposas, caen pesadamente al suelo, como los cuajarones que decís que son, es sólo porque nacieron y se desarrollaron en la obscuridad y, por consiguiente, son ciegas, las pobrecitas.
Bizcochos para polillas
Puede apolillarse una persona, se dice, cuando se retira, cuando hace de la soledad su compañera. Puede, sí; puede apolillarse. Es mi caso, como todos lo saben.
Todos lo saben, porque me ven; todos, asimismo, desconocen las causas. La opinión generalizada, no por generalizada, creo yo, acertada, es que siempre me resistí a los deportes o por lo menos al aire libre, al campo o simplemente a cualquier esfuerzo físico.
Quizás induzca tales pensamientos mi cuerpo, ahora tan visible. Es posiblemente , mi castigo. En esto tiene que consistir. Porque esto de apolillarse, esta palabra rancia que me ha ocurrido, tomó posesión de mí como menos podía esperarlo, sin haberlo esperado nunca, claro está.
La polilla, este ejército ciego y famélico, me come, me come, paciente pero activamente, cuanta ropa me pongo para cubrirme, sin dar alivio no sólo a mi pudor, sino a mis carnes metalizadas por el frío. Todo es imposible contra ellas. Cualquier trapo que me caiga encima suscitará, no digo su apetito, que debe ser implacable, sino su decisión de cumplir una especie de abominable mandato que me persigue. Devoran; me dejan con los brazos cruzados sobre el pecho;y desaparecen. Desaparecen; pero yo sé, avisado por la experiencia, que siempre volverán.
Nada puedo contra ellas y tampoco, ¡Cristo!, puedo contra mí. No es sólo porque al tomar el revólver las polillas se comerían las balas, sino porque yo quiero vivir. Yo quiero vivir. No sé para qué; pero quiero. Lo único que pido es que se me libre de las polillas, que se me permita andar por la calle oculto, como todo el mundo, dentro de un traje.
La gente no se acostumbra y casi no me tolera. Al principio, yo cultivaba la esperanza de que se habituaran a verme, como les ha sucedido con el hombre sin piernas y tantos otros desdichados que tienden la mano, si es que la tienen. Pero no. Lo único que legalmente no se me impide es andar libremente por la calle, ir a la confitería y al cine, o adonde necesite o puramente quiera presentarme. Con esa disposición al simbolismo que, con el pretexto de sobrepasarla, elude la realidad, se ha entendido que yo, por algún designio que nadie explica, soy el símbolo de la pobreza. Es un error. No se animan a ver la realidad escueta y simple: estoy sin ropas porque las polillas me las comen.
* * *
Hacia el término de este mal año, la reflexión ha sucedido al desasosiego. La lucidez ha venido, tal vez adulterada por la resignación, y he dado con la pregunta clave que pocos quieren contestarse sensatamente: ¿Para qué vivir?
Ayer hice lo elemental: hablarles. Les pedí compasión, sin entrar a preguntarles si pueden tenerla o les está prohibido ejercerla. Nada me respondieron, quizás por no comprometerse; se habían acercado a mí y me circundaban, como antes, cuando yo intentaba cubrirme. Esto, para mi espíritu necesitado de esperanzas, fue suficiente. Emprendí la parte consecuente de mi plan. Puesto que las polillas comen las superficies manchadas y excavan devorando, les dije que en mi vida había una mancha, localizada en el pecho. De tal manera, calculé, si lograba conmover su sentimiento, podrían darme la necesaria muerte sin asumir mayores responsabilidades ante su mandante.
Ahora están comiendo mi corazón, ahí han llegado las penetrantes, y yo siento, cada vez más, un grande alivio, como si fuera entrando en el sueño, pasito a pasito...
El resto de corazón que me queda palpita de gratitud por ese acto de amor y cuando- todavía- pienso en el amor, se me ocurre, ignorando el porqué, que toda mi culpa debe de haber sido ocultarle mi cuerpo. Aparte de esto, que se me diga, por piedad, se me diga, ¿ qué puede haber cometido de aborrecible un muchacho de veinte años?
*Cuentos extractados de Mundo animal (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2007).
**Antonio Di Benedetto (Mendoza 1922-Buenos Aires, 1986). Periodista, cuentista y novelista. Publicó, entre otros libros: Mundo animal (1953), El pentágono (1955; reedit. 1974 con el título Anabella), Zama (1956), Grot (1957; reedit. 1969 con el título Cuentos claros), Declinación y ángel (1958), El cariño de los tontos (1961), El silenciero (1964), Los suicidas (1969), Absurdos (1978) y Sombras nada más (1984).
1 Comments:
Nunca había leido nada de él.
Me gustó mucho.
Gracias.
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