Carlos Mastronardi: desde el diamante hasta el hombre
La medalla
Cuando los años me hicieron dejar la oficina,
los viejos empleados se juntaron hacia el atardecer,
y después de levantar las copas
pusieron en mis manos una medalla,
grato presente que según la costumbre,
los hombres acuñan –penoso es decirlo-
en obstinada materia,
porque saben que el alma tiene hondones
y resquicios que al fin serán su ruina.
Acuden, pues, a la firmeza
del oro o del bronce
para dar ilusoria persistencia
al recuerdo que vacila.
Estuve, así, un momento
con esos compañeros afables y sencillos
a quienes apenas conocía,
pues nuestros vínculos eran los que impone el trabajo,
y en verdad sólo la inercia y el tiempo
promovieron la amena ceremonia,
en cierto modo impersonal,
dispuesta por aquellos obsequiosos
para despedir a una imagen periódica,
ya que nada sabían de mi esencia profunda,
plasmada en alegrías, deshonras y flaquezas.
Todo ocurrió como en un libro,
como si fuéramos vagos signos,
pero las formales palabras de encomio
y la inmutable ofrenda con mi nombre
espejaban veraces
el cuidado que ponen los mortales
en sostener y afianzar la cosa incógnita,
la vaporosa vida.
Se apagó la amable tertulia,
y mientras unos pocos prolongaban el diálogo,
agradecí su presencia y busqué la calle.
Cuando descendía la escalera,
como quien vuelve a sí mismo y quiere andar solo,
pensé en la fiesta ya desvanecida,
y me dije que el obsequio perenne
también se disipaba en aire y sombra,
pues pude vislumbrar
-triste menos por mí que por todos los humanos-,
que la inscripción del metal perdurable
se borraba y perdía de modo extraño.
Sentí, entonces, que esa anulación instantánea,
contra la cual levantamos dignidades y valores,
nos enseña que es mejor perder de una vez
lo que habrá de perderse.
Y también me fue dado imaginar
que la medalla del agasajo,
símbolo que al olvido lleva una vana guerra
y parte de la intriga benévola
que nos miente sustancia y nos ayuda,
iría a parar al fondo de un cajón,
y allí quedaría, ya nivelada con todo
lo que integra y devora el pasado,
desde el diamante hasta el hombre,
tan tenue y enigmática como la misma vida.
De “Poemas inéditos de distintas épocas”. Véase antología realizada por Jorge Calvetti, Eudeba 1966.
Cuando los años me hicieron dejar la oficina,
los viejos empleados se juntaron hacia el atardecer,
y después de levantar las copas
pusieron en mis manos una medalla,
grato presente que según la costumbre,
los hombres acuñan –penoso es decirlo-
en obstinada materia,
porque saben que el alma tiene hondones
y resquicios que al fin serán su ruina.
Acuden, pues, a la firmeza
del oro o del bronce
para dar ilusoria persistencia
al recuerdo que vacila.
Estuve, así, un momento
con esos compañeros afables y sencillos
a quienes apenas conocía,
pues nuestros vínculos eran los que impone el trabajo,
y en verdad sólo la inercia y el tiempo
promovieron la amena ceremonia,
en cierto modo impersonal,
dispuesta por aquellos obsequiosos
para despedir a una imagen periódica,
ya que nada sabían de mi esencia profunda,
plasmada en alegrías, deshonras y flaquezas.
Todo ocurrió como en un libro,
como si fuéramos vagos signos,
pero las formales palabras de encomio
y la inmutable ofrenda con mi nombre
espejaban veraces
el cuidado que ponen los mortales
en sostener y afianzar la cosa incógnita,
la vaporosa vida.
Se apagó la amable tertulia,
y mientras unos pocos prolongaban el diálogo,
agradecí su presencia y busqué la calle.
Cuando descendía la escalera,
como quien vuelve a sí mismo y quiere andar solo,
pensé en la fiesta ya desvanecida,
y me dije que el obsequio perenne
también se disipaba en aire y sombra,
pues pude vislumbrar
-triste menos por mí que por todos los humanos-,
que la inscripción del metal perdurable
se borraba y perdía de modo extraño.
Sentí, entonces, que esa anulación instantánea,
contra la cual levantamos dignidades y valores,
nos enseña que es mejor perder de una vez
lo que habrá de perderse.
Y también me fue dado imaginar
que la medalla del agasajo,
símbolo que al olvido lleva una vana guerra
y parte de la intriga benévola
que nos miente sustancia y nos ayuda,
iría a parar al fondo de un cajón,
y allí quedaría, ya nivelada con todo
lo que integra y devora el pasado,
desde el diamante hasta el hombre,
tan tenue y enigmática como la misma vida.
De “Poemas inéditos de distintas épocas”. Véase antología realizada por Jorge Calvetti, Eudeba 1966.
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