martes, octubre 25, 2016

Monica Sifrim: "El cielo una sola vez", de Dolores Etchecopar


Texto de presentación del libro El cielo una sola vez, de la poeta  Dolores Etchecopar


En una primera y ligera lectura de El cielo una sola vez encontré una mención a la flor del asfódelo y recordé ese famoso, largo poema sobre el amor en la madurez de Wiliams Carlos Williams que se titula “Asfódelos” y dice, en un fragmento final cuya traducción mejoramos con Sandra Toro sobre la traducción original de Octavio Paz:
"¡Sobre el asfódelo, esa flor verdosa, vengo a cantarte, querida!
Mi corazón se despierta pensando en traerte novedades de algo que te preocupa y que preocupa a muchos hombres.
Mirá: lo que suele llamarse novedad, no vas a encontrarlo
si no es en los poemas que se menospreciaron."
Es difícil obtener novedades de los poemas y sin embargo cada día los hombres mueren miserablemente por carecer de eso que está ahí
Con ese epígrafe, la poeta norteamericana Adrienne Rich titula un libro de ensayos vivenciales sobre la poesía. Se llama “What is found there”( Lo que está ahí”, o “lo que se encuentra allí”) Eso que puede recibirse únicamente de la poesía. ¿Y aquel eso entonces qué sería? Me sedujo la idea de acercarme a este libro y a la emoción me provoca blandiendo esa pregunta: ¿qué es lo que se encuentra solamente en el libro nuevo de Dolores Etchecopar?
Por supuesto que yo tampoco lo sé, yo menos que menos. Pero percibo que en estos poemas el lector es llevado a ese lugar, al contacto con eso. En principio porque aquí las cosas parecen vistas por primera vez. Hay pureza. Una pureza rara de encontrar. Cuanto más pura esta poesía, más refractaria a la interpretación. Y precisamente en su peligro reside su deleite. En vez de asirnos, nos desorientamos y perdemos pie. Caemos al otro lado del espejo donde sólo los símbolos del sueño, de los cuentos y de las leyendas se vuelven familiares: hachas y talismanes, zapatos, liebres, árboles, ovejas.
Frente a un tipo de poesía que se detiene en narrar los acontecimientos objetivos de la vida corriente y construye razonamientos partir de esos hechos, Etchecopar asume que el lenguaje no es real y pide cantar lo inusitado. O, como dice ella, cantar “lo breve de un cielo que se espanta con el pensamiento”.
Además de pureza hay un secreto que recorre este libro casi como un escalofrío. Es algo oculto en primer lugar para la autora. Esa lengua no es solo irreal sino también desconocida y Etchecopar no la traduce para nosotros, no intenta descifrarla. Toma el secreto con la punta de los dedos y lo acomoda amorosamente sobre el lomo del silencio para fascinarnos con su propia fascinación. En el proceso, va creando una intimidad con el lector en las modulaciones de lo oculto y vibrante que va del poema al oído “Lo que vino habló y habló en una lengua desconocida/ abracé la destemplanza y la fruición de los materiales/ de noche al apoyar el oído en la almohada/ latían barrios remotos iluminados como pequeños altares/ las palabras despeñaban una y otra vez/ una admonición que no estaba en mi comprender”
Entonces estos textos, por supuesto, no nos aportarán novedades sobre nuestro mundo, como diría Williams, hablarán en voz bajita: “no hables tan alto delante de la noche” se avisa en otro verso.
Los poemas traerán resonancias de un mundo enrarecido que se enrarece todavía más para que se desaten los poemas. Vemos que la ciudad se hunde y asistimos a la hora en que la llanura desaparece. Pareciera que hace falta un hundimiento de lo conocido para que emerja lo otro que es muchas veces, el campo, el sueño, lo feérico. En el campo la poesía nace del parto de un caballo y se le ven las patas, y es una hembra. Ya se habían diluido antes los límites entre personas y animales y la poeta también sabe mirar con el ojo del animal. Tras el parto, tirando de las patas asoma el poema y, después de diez años de silencio, sin explicaciones, aparece la voz que primero recuerda y más tarde debe liberarse de lo que se ha aprendido a recordar.
La inquietud que provoca el nacimiento solo puede rodearse con preguntas. Le pregunta al arriero, a los huéspedes, al esposo niño, a las manos de las momias de los niños incas hallados en la nieve en la alta montaña.
Este un libro que sugiere un balance de vida, Etchecopar recorre del revés la historia personal y descose los hilvanes falsos de lazos maritales filiales y maternos. “hijo, hija / largo alumbramiento/ suelos sin caldear que se fueron de mi/ y aun así todavía/ doy a luz un vacio/ donde rezar/ un hijo, una hija/ no allí donde me ciegan los nombres cansados de las cosas/ sino donde pueda darme absolución/ una palabra que anide y cante/ como algunos pájaros/ cerca de la caída.”
El poema a la boda es otro de los momentos más intensos y ricos del libro: “Yo me casé forastera en un jardín/ sin que se viera/ el cura se paró entre los agapantos y rezó/ rezó un rezo larguísimo que aún vive entre las hojas/ y en el pasto alto cuando llega el viento/ yo me casé sin calcular la alegría/ lejos de un país/ mi esposo era callado como una flor/ y me dio silencio con la luz de sus manos
También se arroja una luz nueva sobre los lazos fraternales y, más aun, en el poema Escriban en papelitos interpela a sus poetas coetáneos: La rueda de poetas sigue andando/ una espalda se inclina sobre la página/ y la deja ir entre otras hojas escritas/ así crezca su ímpetu y su murmullo/ así nos lleve como un río el poema de todos”
Un crítico anglosajón proponía que hay una literatura de microscopio, que agiganta lo pequeño y cotidiano, y otra de telescopio (que achica y acerca lo desconocido hasta traerlo a la mesa de trabajo). En ese sentido, esta poesía de telescopio, que parece pequeña y apretada, escrita con minúsculas, procura con la siembra de pequeños altares personales iluminar los enigmas más universales: la soledad y el dolor, los del mundo, el silencio divino, la muerte del amor y el temor a la muerte.
Un libro de balance decíamos, con latidos de un carpe diem melancólico como cuando llama a los amigos a beber, o expresa la extrañeza por el tiempo vivido; la perplejidad del cumpleaños o la percepción de que la ronda de poetas seguirá rodando cuando nosotros ya no estemos. La noción de fin hace equilibrio con una aguda conciencia de lo endeble y lo frágil que en algunos poemas provoca en el lector sensaciones casi físicas: “Doy vueltas como una oveja esquilada/ a la que asusta su reciente levedad/ lo poco que pesa una herida expuesta”
En la diagramación del libro aparecen dos zonas muy diferenciadas. Pareciera por momentos que una es la del poema en sí mismo y la otra corresponde a una mirada sobre la escritura. A veces alude en las páginas pares a la sustancia onírica de que está hecho el poema o al movimiento de lo fluido que la poesía congela (riamos del zigzag que hace la vida que es como una liebre). Esos textos de las páginas pares, mayormente en bastardilla, bordean el comentario, como una exégesis falsa sobre las escrituras de las páginas impares. Parece que fueran a explicarnos algo, pero no.
A tientas percibimos que en el mapa del libro hay fuerzas en colisión “peligra el hilo que nos “une las almas” “una gota de odio descendió, horadó la gratitud”. Las palabra de la poesía siempre brindan amparo “Y veo en la peligrosidad/ un árbol que pudiera ser refugio del poema” o “Hablamos para que no se nos note la mudez”. Creo que la palabra peligro es una de las que más aparecen en los poemas.
Volviendo a los motivos por los que este libro me deslumbra, quiero señalar la libertad con que palabras y texturas, símbolos y referentes se combinan de un modo que es a la vez salvaje y preciso, feroz y delicado, armando un diccionario que es únicamente suyo. Cada imagen asoma como algo inesperado y vibrante, pero no con la estridencia ni la vaguedad de los surrealistas sino con un permiso muy particular para abrir las tranqueras de la imaginación y dejar que se liguen las palabras, soltando los sentidos, quebrando la prisión del referente y expulsando los lugares comunes. Esa libertad solo se alcanza cuando el poeta tiene tal dominio de sus herramientas que las deja independizarse, como los buenos músicos cuando se ponen a improvisar.
A lo lejos resuenan ecos de relatos personales e historias familiares o leyendas folklóricas que a nadie le interesa reconstruir porque así, desperdigados como arena por sobre las palabras, son mucho más hermosos.

Finalmente, los diálogos secretos que implosionan desde la memoria en este libro no son los de la vida solamente. La memoria es también ese mortero de la literatura que Dolores leyó, los poetas franceses, belgas, alemanes. Y el oído educado con atención y deseo para recuperar la resonancia de poetas argentinos como Pizarnik, Molina, Orozco, Madariaga, Bailey, Viel Temperley y Alberto Girri. Seguramente de ellos aprendió la autora también una ética de la forma para trabajar los textos hasta la extenuación, sin atajos, golpes bajos, ni trampas. Como dice Valery: “Un verdadero escritor es aquel que no encuentra las palabras. Entonces las busca. Pero al buscarlas encuentra las mejores.” Celebro entonces el nacimiento de este libro de una de las poetas más verdaderas que conozco.

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