Ana Arzoumanian: Cartas de las mujeres de este país, de Fredy Yezzed
A continuación transcribimos el texto de la presentación del último libro editado del poeta colombiano Fredy Yezzed, perteneciente a la poeta argentina Ana Arzoumanian.
Cartas de las mujeres de este país. Fredy Yezzed
Ana Arzoumanian
Carlos Eduardo, Hannah, Ricardo,
Gustavo, Isabel, Carmen, Julián, Luis, Gloria, Daniel, Mario, Mercedes,
Mariana, Roberto, Tirso, Manuel, Matilde.
“No mueran más en mí, salgan de
mi lengua”. Así, Fredy Yezzed destina estas cartas. Las destina inscribiéndose dentro
de la tradición de la literatura epistolar, pero saliéndose del canon, apelando
a un remitente que construye su cuerpo mientras habla, un remitente en plural:
las mujeres.
La égloga tercera de Garcilaso de
la Vega canta “mas con la lengua muerta y fría en la boca/ pienso mover la voz
a ti debida”. De modo que la voz en el poeta es un deuda hacia la mujer, la
palabra del varón nacida de una lengua muerta pero exhumada en ella, por ella.
El escritor español Pedro Salinas, siguiendo una estética intimista, con empleo
del diálogo y los modos de la oralidad escribe el primer libro de la trilogía
amorosa “La voz a ti debida” inspirándose en Garsilaso. Allí leemos una
concepción del amor, afecto que se localiza desde un tú. Aunque no sólo estamos
frente a una idea del amor, sino también frente a una teoría del conocimiento;
el modo en que el poeta concibe la palabra.
Entre nosotros, Luis Tedesco en “La
dama de mi mente” entiende a la dama pensada, imaginada, escrita como una mujer
deseada, mujer que es, en definitiva, la personificación de la lengua. Poema extenso que construye desde la lectura
del Dante.
¿Pero quién es Beatriz para Dante
en la “Divina Comedia”?. Si Beatriz es la fe que llevará a Dante al paraíso y
si el paraíso representa el saber y la ciencia divina, ella es lo que permite
entrar al mundo de lo cognocible.
“La guerra tiene el nombre de un
varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de una mujer” escribe Fredy
Yezzed, en unos poemas en serie apaisada que evocaría una misiva que se
deslizara por la ranura de alguna puerta.
Acerquémonos al correo, ¿acaso estamos frente a un poema perteneciente a
la literatura epistolar? Observemos si
aquel verso se alínea dentro de la estructura: voz/ palabra/ mujer, por un
lado, y hombre/ escritura, por el otro. Estructura que encuentra en la
literatura religiosa su fuente más extrema: una mujer hecha de la costilla/
sueño de un hombre, una mujer soñada que le da letra a un dios legislador.
En cambio, Yezzed no habla del
varón a secas, sino del varón en la guerra. Y no de cualquier palabra, sino las
de la memoria. De manera tal que se desmarca de la literatura construida sobre
las cartas como esquema de configuración de una voz: cartas de amor, cartas de
viaje o cartas de guerra.
Aquí, en verdad, estamos frente a
una oración fúnebre.
La oración fúnebre es un réquiem
de modalidad oratoria que tiene por fin venerar al muerto. Con todo, no es un
homenaje sepulcral, sino que es una oración política fundante de civilidad. Así
la oración fúnebre de Pericles en Atenas o el discurso fúnebre de Marco Antonio
a la muerte del César en Roma. O más cercano
a nosotros, André Malraux y el conjunto de piezas oratorias de sus intervenciones
públicas. De modo tal que lo apaisado de
los poemas en Fredy ya no sería una imitación en torno a la carta y su ranura,
sino la consonancia a la horizontalidad con el muerto.
Carlos Eduardo, Hannah, Ricardo,
Gustavo, Isabel.
“Una carta es un país en el aire” escribe
Yezzed, en esa musicalidad que se conjuga en clave de “Fuga de la muerte “ de
Paul Celan cuando el autor dice “tendrán una tumba en las nubes, allí no hay
estrechez”.
“Una carta es un país en el aire”
escribe Yezzed. Pero, ¿qué país?
Colombia.
Un país que mantuvo las
identidades en los procesos penales de delincuencia organizada, por narcotráfico
o guerrilla, en bóvedas; cuyas indagatorias fueron realizadas con cámaras de distorsión.
Un país que firmó el decreto de defensa de la justicia. Un país que necesitó
que la justicia fuera defendida consolidando
entre los años 1990 y 1996 lo que se ha dado en llamar la justicia sin
rostro. Una justicia donde los abogados no tenían acceso a los expedientes,
donde se resguardaba la identidad del funcionario, donde los testigos eran
secretos y los testimonios se almacenaban en sótanos. Un país con desplazados
internos. Un país cuyo régimen de paz intenta consolidarse ante una justicia no
consensual o justicia del sometimiento.
“Carta para un país que quiere
ser” dice el poema del veneno que murmura: odio. En imperativo, edificando el mandato del
odio. “Eres mis huesos, Odio…no doblarás el árbol del perdón”. Reducción,
espíritu de reducción, afirma Pasolini, ese es el gran pecado de la época del
odio. La lengua del odio se hace migajas en la garganta.
Y Pasolini continúa: “el destino
de esos varones que han logrado llevar a la tumba su pequeñez, su vaso de
reducción. Lo que me oprime el corazón es la consideración del odio que les ha
costado el cuidado de su masculinidad. Jamás, en toda la historia, se han visto
pecados tan horrendos como los cometidos por los reducidos de este siglo para
defender el propio derecho a odiar la grandeza. Pienso en Buchenwald, en
Dachau, en Auschwtiz, en Mauthausen” dice Pasolini en “La divina mímesis” esa
escritura eminentemente política en su vaso de reducción que alude al vaso de
elección paulino. Y otra vez las cartas, las epístolas de San Pablo ya no como
comunicación sino como constitución fundante político religiosa.
“Carta de las mujeres de este
país” no vela a los muertos, en su logos de epitafios erige un ordenamiento del
perdón. No un perdón legal, ese escrito en letra de hombre legislador, ése que
ha hecho desaparecer. Un perdón que inventa su forma narrativa en miras de reconstruir la función cívica de
una ciudad, un país, un perdón que duele, que sale del estiércol, un perdón
como mujer pariendo entre vísceras y sangre. Ellas tienen noticia: “todos somos
culpables de la pesadilla”. Así, el libro de Fredy Yezzed deviene una reflexión
política sobre la condición de víctima. El poeta sabe que cualquier concepción
pura de la víctima es asumir una castidad, eso inmaculado que los varones
elevan violentando.
Carlos Eduardo, Hannah, Ricardo,
Isabel, Carmen, Julián, Luis, Gloria, Daniel, Mario, Mercedes, Mariana,
Roberto, Tirso, Manuel, Matilde.
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