T.S. Eliot: LA TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL
LA
TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL
T.S.
Eliot, de Selected essays
En el ámbito de las letras inglesas rara vez
hablamos de tradición, aunque ocasionalmente aplicamos el término al deplorar
su ausencia. No podemos referirnos a la “tradición” o a “una tradición”; a lo sumo, empleamos el adjetivo al decir que
la poesía de fulano es “tradicional” o incluso “demasiado tradicional”. Rara
vez, pues, aparece la palabra, salvo en una frase de censura. De otro modo, es
vagamente aprobatoria, con la implicación, en cuanto a la obra aprobada, de
cierta placentera reconstrucción arqueológica. Apenas se puede hacer de la
palabra algo grato a los oídos ingleses sin esta cómoda referencia a la
apaciguante ciencia de la Arqueología.
Ciertamente,
es poco probable que la palabra aparezca en relación a nuestras apreciaciones
de escritores vivos o muertos. Toda nación, toda raza, no sólo cuenta con sus
propios giros mentales creativos, sino con sus giros críticos; y es incluso más
olvidadiza de las deficiencias y limitaciones de sus hábitos críticos, que de
los de su genio creativo. Conocemos o creemos conocer el método o hábito
crítico de los franceses, a partir de la enorme cantidad de escritos críticos
publicada en francés; y concluimos (somos gente tan inconsciente) que los
franceses son “más críticos” que nosotros, y a veces como que nos adornamos con
esa aseveración, dando a entender con ello que los franceses son menos
espontáneos. Acaso lo sean; pero deberíamos recordar que la crítica es tan
inevitable como la respiración, y que no redundaría en nuestro desdoro
articular lo que nos pasa por la cabeza cuando leemos un libro o sentimos una
emoción al respecto, o criticar nuestro propio modo de pensar en sus
procedimientos críticos. Uno de los hechos que podría arrojar luz sobre este
proceso radica en nuestra tendencia a insistir, al alabar a un poeta, en
aquellos aspectos de su obra en que menos se asemeja a los demás. En estos
aspectos o partes de su obra pretendemos hallar lo individual, lo que
constituye la esencia propia del hombre. Habitamos, satisfechos, en las
diferencias entre este poeta y sus predecesores, en especial sus predecesores
inmediatos; nos empeñamos en encontrar algo que pueda aislarse para poder
disfrutarse. Mientras que, si nos aproximamos a un poeta sin este prejuicio,
con frecuencia encontraremos que no sólo las mejores partes de su obra, sino
las más individuales, acaso resulten aquellas en las cuales los poetas muertos,
sus ancestros, confirman su inmortalidad más vigorosamente. Y no me refiero al
periodo impresionable de la adolescencia, sino al de la plena madurez.
Y
aun si la única forma de tradición, de transmisión, consistiera en seguir los
caminos de la generación inmediata anterior a la nuestra con una ciega o tímida
adhesión a sus logros, la “tradición” debería sin duda desalentarse. Hemos
constatado cómo las corrientes simplistas se han perdido entre las arenas; y
cómo la novedad supera a la repetición. La tradición encarna una cuestión de
significado mucho más amplio. No puede heredarse, y quien la quiera, habrá de
obtenerla con un gran esfuerzo. Implica, en primer lugar, un sentido histórico
que se puede considerar casi indispensable para cualquiera que siga siendo
poeta después de los veinticinco años. Dicho sentido histórico conlleva una
percepción no sólo de lo pasado del pasado, sino de su presencia; asimismo,
empuja a un hombre a escribir no meramente con su propia generación en la
médula de los huesos, sino con el sentimiento de que toda la literatura europea
desde Homero, y dentro de ella el total de la literatura de su propio país,
tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo. Este sentido
histórico, sentido de lo atemporal y de lo temporal, así como de lo atemporal y
lo temporal reunidos, es lo que hace tradicional a un escritor. Y es, también,
lo que hace a un escritor más agudamente consciente de su lugar en el tiempo,
de su propia contemporaneidad.
Ningún
poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su
significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y
artistas muertos. No se le puede valorar por sí solo; se le debe ubicar, con
fines de contraste y comparación, entre los muertos. Es decir, es éste un
principio de crítica no meramente histórico, sino estético. La necesidad de
conformarse, de hacerse coherente, no es unilateral; lo que ocurre cuando se
crea una nueva obra de arte, le ocurre simultáneamente a todas las obras de
arte que la precedieron. Los monumentos existentes conforman un orden ideal
entre sí, que se modifica por la introducción de la nueva obra de arte
(verdaderamente nueva) entre ellos. El orden existente está completo antes de
la llegada de la
obra nueva; para que el orden persista después de que la novedad sobreviene, el
todo del orden existente debe alterarse, aunque sea levemente. De esta manera
se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra
de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo.
Quienquiera que haya aprobado esta idea de orden, de la forma de la literatura
europea o inglesa, no encontrará descabellado que el pasado deba verse alterado
por el presente, tanto como el presente deba dejarse guiar por el pasado. Y el
poeta consciente de esto, estará también consciente de las grandes dificultades
y responsabilidades inherentes al caso.
Desde
un cierto ángulo, también estará consciente de que inevitablemente se le deberá
juzgar de acuerdo con los estándares del pasado. Digo que según éstos se le
juzgará, no se le mutilará; no se le juzgará tan bueno como los muertos, o
mejor o peor que ellos; y desde luego, no se le juzgará de acuerdo con cánones
de crítica en desuso. Se emitirá un juicio, una comparación, en los cuales dos
cosas se midan una a la otra. Adecuarse solamente sería para la nueva obra no
adecuarse del todo; al no ser nueva, una obra de arte no sería tal. Y nótese
que no consideramos que lo nuevo sea más valioso porque logre adecuarse; pero
su adecuación es una prueba de su valor, una prueba, claro está, que sólo se
puede aplicar lenta y cautelosamente, pues ninguno de nosotros es juez infalible
de la conformidad. Decimos: parece adecuarse, y es quizá individual, o parece
individual, y acaso se adecue; pero difícilmente hallaremos que es una y no la
otra.
Procedamos
a una exposición más inteligible de la relación entre el pasado y el poeta:
éste no puede tomar el pasado como un bulto, una masa indiscriminada; tampoco
puede formarse totalmente basándose en uno o dos seres que personalmente
admira, o en un periodo concreto de su preferencia. Lo primero resulta
inadmisible; lo segundo es una experiencia importante de la juventud, y lo
tercero es una compensación placentera y bastante deseable. El poeta debe estar
muy consciente de la corriente principal, que no fluye, única e
invariablemente, a través de las más distinguidas reputaciones. Debe tener
plena conciencia del hecho obvio de que el arte nunca mejora, pero que la
materia del arte no es exactamente la misma en todos los casos. Debe darse
cuenta de que la mente de Europa —la mente de su propio país—, una mente que
con el tiempo él aprenderá a valorar como algo mucho más importante que la suya
propia, es una mente cambiante, y que, este cambio es un desarrollo que no
abandona nada en route, que no considera anticuados a Shakespeare, a Homero, o
al dibujo sobre piedra de los peones de Magdalen. Que este desarrollo, acaso
este refinamiento —ciertamente, esta complicación—, no significa, desde el
punto de vista del artista, ningún mejoramiento. Quizá ni siquiera un
mejoramiento desde el punto de vista del psicólogo, o al menos no al grado que
lo imaginamos; tal vez, a fin de cuentas, sólo se base en una complicación en
cuanto a economía y maquinaria. Pero la diferencia entre el presente y el
pasado es que el presente consciente es la conciencia del pasado de una manera
y a un grado tal en que la conciencia personal del pasado no puede mostrarse.
Alguien
ha dicho: “Los escritores muertos nos parecen remotos porque nuestro
conocimiento es mucho mayor que el suyo”. Precisamente. Y son ellos lo que
conocemos.
Me
llama la atención una objeción muy común a aquello que claramente constituye
una parte de mi programa para el métier de
la poesía. La objeción consiste en que la doctrina requiere de una ridícula
cantidad de erudición (pedantería), exigencia que puede rechazarse por
apelación a las vidas de los poetas en cualquier pantheon. Incluso se afirmará que demasiado aprendizaje mata o
pervierte la sensibilidad poética. Si bien seguimos creyendo que un poeta debe
saber lo suficiente, siempre y cuando no afecte su necesaria receptividad y su
necesaria pereza, no resulta deseable confinar al conocimiento a todo aquello
que pueda caber en una fórmula útil para los exámenes, los salones, o incluso,
para los pretenciosos alcances de la publicidad. Habrá quien pueda absorber el
conocimiento, y habrá lentos que deban adquirirlo con el sudor de su frente.
Shakespeare extrajo más historia esencial de Plutarco, que la mayoría de los
hombres podría absorber de la totalidad del Museo Británico. Hay que insistir,
por tanto, en que el poeta desarrolle o procure la conciencia del pasado, y
luego continúe desarrollándola a lo largo de su carrera.
Su
vida será un continuo renunciar a lo que él es en el momento, en pro de algo mucho
más valioso. El progreso de un artista constituye un ininterrumpido sacrificio
personal, una constante extinción de la personalidad.
Queda
por definir este proceso de despersonalización y su relación con el sentido de
la tradición. En esta despersonalización puede decirse que el arte alcanza la
condición de ciencia. Así pues, los invito a considerar, como una analogía
sugerente, la acción que tiene lugar cuando un finísimo fragmento de platino se
introduce en una cámara que contiene oxígeno y sulfuro bióxido.
II
La crítica honrada y la apreciación sensible, se dirigen
siempre a la producción poética, no al poeta. Si escuchamos el confuso vocerío
de los críticos de periódicos y los susurros de las repeticiones populares
consiguientes, oiremos mencionar los nombres de los poetas en gran número; si
buscamos no un mero conocimiento libresco, sino el goce de la poesía, y pedimos
un poema rara vez lo encontraremos. He tratado de destacar la importancia de la
relación entre un poema y los demás a través de otros autores, y he sugerido la
concepción de que la poesía sea un todo vivo, que incluya la poética que ha
sido escrita en todos los tiempos. El otro aspecto de esta teoría impersonal de
la poesía es la relación del poema con su autor.
Y yo insinué, por un una analogía, que la mente del poeta
maduro difiere de la del inmaduro, no precisamente en cualquier valoración de
su «personalidad», no siendo necesario que sea más interesante, o que tenga
«más que decir», sino más bien que sea un instrumento más finamente acabado, en
el cual sentimientos especiales o muy variados, tengan libertad para entrar en
nuevas combinaciones.
La analogía era de tipo catalítico. Cuando los dos gases
previamente mencionados, se mezclan en presencia de un filamento de platino,
forman sulfuro ácido. Esta combinación sólo puede realizarse si el platino está
presente; sin embargo, el nuevo ácido formado no contiene absolutamente nada de
platino, y el platino no ha sido, en apariencia, afectado; ha quedado inerte,
neutral, invariable. La mente del poeta es la hebra del platino. Puede operar
parcial o exclusivamente sobre la experiencia del hombre mismo; pero, mientras
más perfecto sea el artista, tanto más completamente separados en él, estarán,
el hombre que sufre y la mente que crea; y con más perfección digerirá la mente
y transformará las pasiones, que son sus materiales.
En la experiencia, percibiremos que los elementos que entran
a la presencia de los catalizadores que efectuarán la transformación, son de
dos clases: emociones y sentimientos. El efecto de la obra de arte sobre la
persona que la goza es una experiencia diferente en su cualidad de cualquiera
otra experiencia no artística. Podrá estar formada por una emoción o podrá ser
una combinación de varias; y distintos sentimientos, inseparables para el
escritor en palabras, frases o imágenes determinadas, pueden agregarse para
obtener el resultado final. O podrá confeccionarse una poesía de alto vuelo,
sin el empleo directo de emoción alguna: compuesta solamente a base de
sentimientos. El Canto XV del Inferno (Brunetto Latini) es la obra de la
emoción que en la situación se evidencia; pero el efecto, aunque único, como en
cualquiera obra de arte, se obtiene por una considerable complejidad de
detalles. El último cuarteto presenta una imagen, un sentimiento unido a una
imagen, que «llegó», y no fue un simple resultado de lo anterior, sino que permaneció
quizá suspenso en la mente del poeta, hasta que surgió la combinación oportuna
y propicia a su incorporación. La mente del poeta es, en el hecho, un
receptáculo para reunir y acopiar innumerables sentimientos, frases, imágenes
que permanecen allí, hasta que logran combinarse todas las partículas
indispensables para constituir una nueva aleación.
Si se comparan varios de los mejores pasajes de la poesía,
se verá cuán grande es la variedad de tipos de combinaciones, y también cómo
cualquier criterio semi-ético de «sublimidad» yerra completamente la nota.
Porque los componentes no son la «grandeza», la intensidad de las emociones,
sino la intensidad del proceso artístico, la urgencia, por decirlo así, bajo la
cual se realiza la fusión y cuenta efectivamente en el resultado. El episodio
de Paolo y Francesca emplea una emoción definida, pero la intensidad de la
poesía es algo enteramente distinto de cualquiera impresión de intensidad que
se produzca dentro de la supuesta experiencia. Además, no es más intenso que el
Canto XXVI, el viaje de Ulises, el cual no depende directamente de ninguna
emoción. Es posible obtener una gran variedad en el proceso de la transmutación
de emociones: el asesinato de Agamenón o la agonía de Otelo, produce un efecto
artístico aparentemente más aproximado a un posible original que las escenas
del Dante. En el Agamenón, la emoción artística se aproxima a la emoción de un
espectador real; en Otelo se aproxima a la emoción del mismo protagonista. Pero
la diferencia entre arte y el acontecimiento es siempre absoluta: la
combinación que hay en el asesinato de Agamenón es probablemente tan compleja
como la del viaje de Ulises. En ambos casos ha existido una fusión de
elementos. La oda de Keats contiene una cantidad de sentimientos que nada
tienen en especial que hacer con el ruiseñor, pero que el ruiseñor, en parte
quizá por su nombre atrayente y en parte por su reputación, obliga a asociar.
El punto de vista que estoy procurando atacar está quizá
relacionado con la teoría metafísica de la unidad substancial del alma; pues mi
concepción es que el poeta tiene no una «personalidad» que expresar, sino un
medio particular, que es sólo medio y no personalidad, en el cual las
impresiones y las experiencias que pueden ser importantes para el hombre,
pueden no tener injerencia alguna con la poesía, y lo que llega a tener
importancia dentro de la poesía, puede pasar inadvertido en el hombre, en la
personalidad.
Citaré un pasaje que es lo suficientemente desconocido, como
para ser considerado con atención fresca a la luz —u obscuridad— de estas
observaciones:
And now methinks I
could e’en chide myself
For doating on her beauty, though her death
Shall be revenged after no common action.
Does the silkworm expend her yellow labours
For thee? For thee she does undo herself?
Are lordships sold to maintain ladyships?
For the poor benefit of a bewildering minute?
Why does yon fellow falsify highways,
And put his life between the judges lips,
To refine such a thing-keeps horse and men
To beat their valours for her?
[Y ahora pienso que
hasta podría reprenderme
Por perder el juicio a causa de su hermosura, aunque su
muerte
Será vengada tras acciones no comunes.
¿Acaso teje el gusano su amarilla seda
Para ti? ¿Acaso se despoja de lo suyo para ti?
¿Por ventura véndense los señoríos en obsequio de las damas
Por el mísero beneficio de un minuto aturdidor?
¿Por qué adultera aquel sujeto los caminos,
y arriesga su vida a los labios del magistrado,
Para llenar su objeto en mejor forma-mantiene caballo y
hombres
para quebrantar el valor de ellos en su honor?]
En este pasaje (como es evidente si se toma en
su contexto) hay una combinación de emociones positivas y negativas: una
intensa y fuerte atracción hacia la belleza y una idénticamente intensa
fascinación por la fealdad, que es contrastada con la primera y la destruye.
Este balance de emociones en contraste, yace en la dramática situación a la
cual este pasaje es pertinente, pero esa situación sola es inadecuada a ella.
Esta es, por decirlo así, la emoción estructurada proporcionada por el drama.
Pero el efecto total, el tono dominante, se debe al hecho de que una cantidad
de sentimientos flotantes, teniendo una afinidad de ningún modo superficialmente
evidente, se han combinado con ella para darnos una nueva emoción artística.
No
son sus emociones personales, las emociones provocadas por incidentes
particulares de su vida, lo que hace en modo alguno que el poeta sea
interesante o notable. Sus emociones particulares pueden ser simples, crudas o
desabridas.
La
emoción de su poesía será algo muy complejo, pero no con la complejidad de
emociones propias de la gente que experimente emociones muy complejas o
inusitadas de la vida. Un error, en verdad, un error de excentricidad en poesía
consiste en buscar nuevas emociones humanas que expresar; y en esta búsqueda de
innovaciones en lugares inadecuados, lo que hace es descubrir lo contrario.
La misión del poeta no es descubrir nuevas
emociones, sino usar las emociones ordinarias y elaborarlas poéticamente de
manera que expresen sentimientos que no están en ninguna de las emociones
reales. Y las emociones que él jamás ha experimentado, le servirán a su turno
tan bien como las que le son familiares.
Por
consiguiente, tenemos que admitir que la «emoción recolectada en tranquilidad»
es una fórmula inexacta. Pues no es emoción ni recolección ni, sin torcer el
sentido, tranquilidad. Es una concentración, algo nuevo que resulta de la
acumulación de una gran cantidad de experiencias, las que para una persona
práctica y activa, no parecerían en modo alguno experiencias, es una
concentración que no se realiza conscientemente o como producto de una
deliberación. Estas experiencias no son «recolectadas», y se unen finalmente en
una atmósfera que es «tranquila» sólo en cuanto es una atención pasiva del
acontecimiento. Por supuesto que la historia no termina aquí. Hay una gran
proporción, en la elaboración de la poesía, que debe ser consciente y
deliberada. En suma, el mal poeta es generalmente inconsciente allí donde debe
ser consciente, y consciente donde debiera ser inconsciente. Ambos errores lo
llevan a hacerse «personal». La poesía no consiste en dar rienda suelta a las
emociones; no es la expresión de la personalidad sino una liberación de la
personalidad. Pero, por cierto, sólo aquellos que tienen personalidad y
emociones, saben lo que significa querer liberarse de estas cosas.
III
Este
ensayo se propone detenerse en las fronteras de la metafísica o del misticismo
y limitarse a extraer conclusiones tan prácticas que puedan ser aplicadas por
las personas responsables e interesadas en la poética. Trasladar el interés
desde el poeta a la producción poética, es un objeto muy laudable: pues nos
llevaría a una estimativa más justa de la verdadera poesía, de la buena y de la
mala. Hay muchas gentes que aprecian la expresión sincera de la emoción en
vano, y hay u grupo más pequeño de personas en condición de apreciar la
excelencia técnica. Pero muy pocos saben cuando hay una expresión de emoción
significativa, una emoción que deriva su vida del poema y no de la historia del
poeta. La emoción del arte es impersonal. Y el poeta no puede alcanzar esta
impersonalidad, sin darse por entero a la tarea que realiza. Y difícilmente
sabrá él lo que debe hacerse, a menos que viva en lo que no sea un mero
presente, sin el momento actual del pasado, salvo que tome conciencia, no de lo
que está muerto, sino de lo que ya tiene vida.
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