lunes, agosto 20, 2018

Liliana Ponce: Aquí, ayer y mañana Notas sobre Hay que dejar de ser hermosas, de Mónica Tracey






En las praderas inmutables zumbaba desde el alba hasta la noche una
vida siempre nueva. Frente al cielo cambiante la fidelidad se
distinguía de la rutina, y envejecer no era necesariamente renegarse.
Simone de Beauvoir, Memorias de una joven formal


Hay que dejar de ser hermosas es un título inquietante, incita tal vez, a ciertas preguntas y reflexiones, pero me referiré a él más adelante y comenzaré con otros aspectos del libro.

Todo el texto se presenta como compacto, coherente, imbuido de cierta melancolía en el seno de algunas certezas implacables sobre lo que implica el devenir de la vida humana, y en sentido más estricto, el devenir en el cuerpo femenino. Lentamente, el sujeto poético se sumerge en la comprensión de la impermanencia, y la aceptación que se va imponiendo respecto de los cambios. Pero también nos habla, de modo sesgado, de heridas sufridas, y lo hace en curvas ascendentes y descendentes, que avanzan mediante resonancias en la memoria, y se detienen.
Sin embargo, lejos están los poemas de una enunciación de premisas obvias: su poesía permite que eso emerja en las palabras, las frases y las imágenes, tan cercanas como sutiles.


El libro está dividido en tres partes, sin título diferencial para cada una, como tampoco tienen título los poemas. No obstante, cada parte se diferencia de la otra dentro de una estructura de íntima conexión. Así, el recorrido de los textos fluye en su hilo lanzado al aire, al oído y al ojo, en su soporte de poemas.


La primera parte se instala en el presente – el presente donde el sujeto poético (en primera persona) se somete a la observación de una ordenada naturaleza, cuyos objetos son árboles, plantas, a veces pájaros. Ver, contemplar lo que rodea, nombrar esos elementos apenas adjetivados, van reforzando una suerte de desnudez –la ausencia de  emociones indica, paradójicamente, el giro hacia el yo en su dimensión del ahora sin proyecciones, del estar, que se observa en varios versos.
Muchos poetas a través de la literatura y desde distintos ángulos, han buscado (y a veces encontrado) las señales de una naturaleza a la que lo humano se contrapone o, inversamente, se identifica. Cuando leí los poemas de la primera parte de Hay que dejar de ser hermosas, vinieron a mi mente textos de autores del trascendentalismo norteamericano, como Ralph W. Emerson y Henry D. Thoreau, que vieron en la fuerza que la naturaleza otorga, un punto de partida para percibir la pertenencia cósmica, y simultáneamente, la libertad interior.
Decía Emerson en su emblemática obra Naturaleza: “Yo no estoy a solas cuando leo y escribo, aunque nadie esté conmigo. Si el hombre ha de estar solo, que mire las estrellas”; y Thoreau en la contestataria Una vida sin principios: “Observar de verdad el amanecer y el atardecer cada día, recordando que nos relacionamos con un hecho universal, nos preservaría cuerdos para siempre”. Así, en esta primera parte, Mónica Tracey se instala en el presente y las escasas acciones indican el disfrute y la entrega a la soledad, aventura imprescendible para trazar el poema.

La segunda parte pareciera concentrarse sobre el eje del cuerpo. El sujeto poético se introduce en su imagen y la percepción propia mediante la figura de la bailarina, en lo que representa la habilidad de su dominio y el equilibrio de su estética. Los poemas interrogan la disciplina previa a su danza –quizá real, quizá metafórica– e invocan el momento del goce de los pasos, ese que borra la memoria del aprendizaje para someterse al presente de cada movimiento. Lentamente nos va dirigiendo del temor que emana de lo físico, a lo simbólico de la boca sin saliva, al hallazgo de la palabra.
La tercera parte está atravesada por lo amoroso –amor en los espejos femeninos de la madre y las hermanas–; o el amor sereno y asombrado de la madurez, que se reencuentra después de íntimas heridas. Así, lo femenino y lo masculino, eros y lazos sanguíneos, colocan al amor en la superficie de lo vital como ofrenda y como esperanza.
El tiempo se expande y se detiene, retrocede, reconstruye experiencias y recuerdos en una especie de fraccionados mosaicos en los que la figura del viaje registra vivencias  que emana de lo físico, a lo simbólico de la boca sin saliva, al hallazgo de la palabra.
La tercera parte está atravesada por lo amoroso –amor en los espejos femeninos de la madre y las hermanas–; o el amor sereno y asombrado de la madurez, que se reencuentra después de íntimas heridas. Así, lo femenino y lo masculino, eros y lazos sanguíneos, colocan al amor en la superficie de lo vital como ofrenda y como esperanza.
El tiempo se expande y se detiene, retrocede, reconstruye experiencias y recuerdos en una especie de fraccionados mosaicos en los que la figura del viaje registra vivencias pasadas, y también es indicio de la fugacidad del instante.

En relación al sujeto poético hay diferencia entre las tres partes del libro, aunque en todas está en primera persona. En la primera parte, su aparición es casi subliminal, se asoma en pocos poemas de modo específico. En la segunda y la tercera, su presencia es más concreta, la percepción del propio cuerpo transportado en la imagen de la bailarina va recorriendo los versos.
Me parece que el tópico, la clave, que se eleva por encima de todo el libro y que sujeta a todos sus poemas, es el tiempo y su transcurrir, desplegado en sus tres niveles: presente, pasado y futuro. El presente atraviesa la primera parte –un estar, un ahora, que se refleja en las imágenes, a menudo silenciosas–; es observación y registro de una naturaleza que se impone, no por magnificencia sino por la misteriosa belleza que oculta el mundo vegetal en lo simple y múltiple a la vez. El pasado es esa especie de calle que se recorre en la memoria. Hay escenas del tiempo dentro del tiempo y su coincidencia en fragmentos de viajes.
El futuro está lanzado en el propósito, y también el deseo.


En todo el desarrollo del libro, la lengua –así nombrada–, se escurre en muchos versos. La lengua en tanto órgano o como metáfora, citada como palabra o signo del discurso poético. Y está presente como deseo de resolución, porque es lo que permite expresarse y lo que, finalmente, libera.

boca seca
sabor amargo sinsabor
más tarde ahora
todo pasa por la lengua. (p. 43)

ceremonia sin palabras el amor (p. 52)

Los poemas son oraciones mantras
los poemas son palabras música
los poemas son palabras silencio
los poemas son celebración (p. 66)

El ritmo, la escanción de los versos, tienen en el libro una importancia fundamental, ya que las palabras se van encadenando con fuerte musicalidad. Son versos libres construidos sobre la base del plano coloquial que, sin embargo, absorben ciertas rimas internas o repeticiones, que dan un giro a variantes semánticas. Pero la categoría coloquial hace que su aparente despojamiento sea la línea de un decir que va del interior del pensamiento, para enunciarse –con intensidad o sutileza–, hacia la voz. Y es como si la poeta fuera logrando, poco a poco, sortear la dificultad de la palabra, de esa boca sin saliva llegar a la experiencia de la armonía con el sentido.
Me referiré por último al título del libro de Mónica Tracey que somete al lector a una especie de pauta y de interrogante. Porque el imperativo, la orden :”Hay que…”, enunciado de modo genérico, amplio, involucra a los receptores, es orden que debe entenderse como paso a una liberación de mandatos sociales, culturales, y desplazarse del juicio de la mirada externa. Pero también puede leerse como ese umbral que hay que atravesar en cierta etapa de la vida, cuando el cuerpo sumerge al yo en la conciencia de sus límites y su fragilidad. Puede ser, además, una invitación a traspasar el adjetivo referido a la cualidad de hermosura, que es escala anterior a la belleza –la belleza, en la filosofía clásica, implica estado superior y está atada al ser tanto como la verdad. “Hay que dejar de ser hermosa” porque el reloj recuerda que si no comenzamos antes, ya es hora de ser bellas. La belleza vendrá al recinto del ser porque ya se inserta en la palabra, en el poema abierto al sentido que fluye y se expande.
Tiempo, amor y muerte son temas permanentes del pensamiento y de la poesía
universal, que laten en Hay que dejar de ser hermosas . Un texto de la filósofa española María Zambrano, Poesía y Filosofía, analiza la tarea de ambas esferas a partir de dos polos: unidad y heterogeneidad respecto del ser y del mundo; y dice al referirse al filósofo que busca la unidad, porque “quien tiene la unidad lo tiene todo”. En cambio, subraya, “asombrado y disperso es el corazón del poeta”.  Zambrano deslinda, con cuidado y rigor, los puntos de contacto y las diferencias entre filosofía y poesía, aunque en la explicación de lo humano, el uso de la palabra en ambos campos es incompleto. La filosofía busca la explicación del ser en su totalidad, como unidad. La poesía alcanza esa unidad a través del mismo poema. Algunos de los versos de los últimos textos de
Mónica Tracey nos dirigen a esos trazos:
Huyendo hacia adelante
como si la vida se abriera ante la muerte
seguir seguir como si nada
hubiera salvo esa vía iluminada
entre sombras (p. 80)

ahora sólo el cuerpo teme
¿es ésta la edad madura? (p. 86)

Y como dice Zambrano: “Para la poesía, a la muerte nada la vence, sino
momentáneamente, el amor”.*

Liliana Ponce
Buenos Aires, julio de 2018

Palabras de la poeta Liliana Ponce Leídas en ocasión de la presentación del libro Hay que dejar de ser hermosas (Hilos Editora, 2018)

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