Liliana Ponce: Aquí, ayer y mañana Notas sobre Hay que dejar de ser hermosas, de Mónica Tracey
En
las praderas inmutables zumbaba desde el alba hasta la noche una
vida
siempre nueva. Frente al cielo cambiante la fidelidad se
distinguía
de la rutina, y envejecer no era necesariamente renegarse.
Simone
de Beauvoir, Memorias de una joven formal
Hay
que dejar de ser hermosas
es un título inquietante, incita tal vez, a ciertas preguntas y reflexiones,
pero me referiré a él más adelante y comenzaré con otros aspectos del libro.
Todo el texto se presenta como
compacto, coherente, imbuido de cierta melancolía en el seno de algunas
certezas implacables sobre lo que implica el devenir de la vida humana, y en
sentido más estricto, el devenir en el cuerpo femenino. Lentamente, el sujeto poético
se sumerge en la comprensión de la impermanencia, y la aceptación que se va imponiendo
respecto de los cambios. Pero también nos habla, de modo sesgado, de heridas
sufridas, y lo hace en curvas ascendentes y descendentes, que avanzan mediante resonancias
en la memoria, y se detienen.
Sin embargo, lejos están los
poemas de una enunciación de premisas obvias: su poesía permite que eso emerja
en las palabras, las frases y las imágenes, tan cercanas como sutiles.
El
libro está dividido en tres partes, sin título diferencial para cada una, como
tampoco tienen título los poemas. No obstante, cada parte se diferencia de la
otra dentro de una estructura de íntima conexión. Así, el recorrido de los
textos fluye en su hilo lanzado al aire, al oído y al ojo, en su soporte de
poemas.
La
primera parte se instala en el presente – el presente donde el sujeto poético
(en primera persona) se somete a la observación de una ordenada naturaleza,
cuyos objetos son árboles, plantas, a veces pájaros. Ver, contemplar lo que
rodea, nombrar esos elementos apenas adjetivados, van reforzando una suerte de
desnudez –la ausencia de emociones
indica, paradójicamente, el giro hacia el yo en su dimensión del ahora sin proyecciones,
del estar, que se observa en varios versos.
Muchos poetas a través de la
literatura y desde distintos ángulos, han buscado (y a veces encontrado) las
señales de una naturaleza a la que lo humano se contrapone o, inversamente, se
identifica. Cuando leí los poemas de la primera parte de Hay que dejar de ser
hermosas, vinieron a mi mente textos de autores del trascendentalismo norteamericano,
como Ralph W. Emerson y Henry D. Thoreau, que vieron en la fuerza que la
naturaleza otorga, un punto de partida para percibir la pertenencia cósmica, y simultáneamente,
la libertad interior.
Decía Emerson en su
emblemática obra Naturaleza: “Yo no estoy a solas cuando leo y escribo, aunque
nadie esté conmigo. Si el hombre ha de estar solo, que mire las estrellas”; y
Thoreau en la contestataria Una vida sin principios: “Observar de verdad el
amanecer y el atardecer cada día, recordando que nos relacionamos con un hecho
universal, nos preservaría cuerdos para siempre”. Así, en esta primera parte,
Mónica Tracey se instala en el presente y las escasas acciones indican el
disfrute y la entrega a la soledad, aventura imprescendible para trazar el
poema.
La
segunda parte pareciera concentrarse sobre el eje del cuerpo. El sujeto poético
se introduce en su imagen y la percepción propia mediante la figura de la
bailarina, en lo que representa la habilidad de su dominio y el equilibrio de
su estética. Los poemas interrogan la disciplina previa a su danza –quizá real,
quizá metafórica– e invocan el momento del goce de los pasos, ese que borra la
memoria del aprendizaje para someterse al presente de cada movimiento.
Lentamente nos va dirigiendo del temor que emana de lo físico, a lo simbólico
de la boca sin saliva, al hallazgo de la palabra.
La
tercera parte está atravesada por lo amoroso –amor en los espejos femeninos de
la madre y las hermanas–; o el amor sereno y asombrado de la madurez, que se reencuentra
después de íntimas heridas. Así, lo femenino y lo masculino, eros y lazos sanguíneos,
colocan al amor en la superficie de lo vital como ofrenda y como esperanza.
El
tiempo se expande y se detiene, retrocede, reconstruye experiencias y recuerdos
en una especie de fraccionados mosaicos en los que la figura del viaje registra
vivencias que emana de lo físico, a lo
simbólico de la boca sin saliva, al hallazgo de la palabra.
La tercera parte está
atravesada por lo amoroso –amor en los espejos femeninos de la madre y las
hermanas–; o el amor sereno y asombrado de la madurez, que se reencuentra
después de íntimas heridas. Así, lo femenino y lo masculino, eros y lazos sanguíneos,
colocan al amor en la superficie de lo vital como ofrenda y como esperanza.
El tiempo se expande y se
detiene, retrocede, reconstruye experiencias y recuerdos en una especie de
fraccionados mosaicos en los que la figura del viaje registra vivencias
pasadas, y también es indicio de la fugacidad del instante.
En
relación al sujeto poético hay diferencia entre las tres partes del libro,
aunque en todas está en primera persona. En la primera parte, su aparición es
casi subliminal, se asoma en pocos poemas de modo específico. En la segunda y
la tercera, su presencia es más concreta, la percepción del propio cuerpo
transportado en la imagen de la bailarina va recorriendo los versos.
Me
parece que el tópico, la clave, que se eleva por encima de todo el libro y que
sujeta a todos sus poemas, es el tiempo y su transcurrir, desplegado en sus
tres niveles: presente, pasado y futuro. El presente atraviesa la primera parte
–un estar, un ahora, que se refleja en las imágenes, a menudo silenciosas–; es
observación y registro de una naturaleza que se impone, no por magnificencia
sino por la misteriosa belleza que oculta el mundo vegetal en lo simple y
múltiple a la vez. El pasado es esa especie de calle que se recorre en la
memoria. Hay escenas del tiempo dentro del tiempo y su coincidencia en
fragmentos de viajes.
El futuro está lanzado en el
propósito, y también el deseo.
En
todo el desarrollo del libro, la lengua –así nombrada–, se escurre en muchos
versos. La lengua en tanto órgano o como metáfora, citada como palabra o signo
del discurso poético. Y está presente como deseo de resolución, porque es lo
que permite expresarse y lo que, finalmente, libera.
boca
seca
sabor
amargo sinsabor
más
tarde ahora
todo
pasa por la lengua.
(p. 43)
ceremonia
sin palabras el amor
(p. 52)
Los
poemas son oraciones mantras
los
poemas son palabras música
los
poemas son palabras silencio
los
poemas son celebración
(p. 66)
El
ritmo, la escanción de los versos, tienen en el libro una importancia
fundamental, ya que las palabras se van encadenando con fuerte musicalidad. Son
versos libres construidos sobre la base del plano coloquial que, sin embargo,
absorben ciertas rimas internas o repeticiones, que dan un giro a variantes
semánticas. Pero la categoría coloquial hace que su aparente despojamiento sea
la línea de un decir que va del interior del pensamiento, para enunciarse –con
intensidad o sutileza–, hacia la voz. Y es como si la poeta fuera logrando,
poco a poco, sortear la dificultad de la palabra, de esa boca sin saliva llegar
a la experiencia de la armonía con el sentido.
Me
referiré por último al título del libro de Mónica Tracey que somete al lector a
una especie de pauta y de interrogante. Porque el imperativo, la orden :”Hay que…”, enunciado de modo genérico,
amplio, involucra a los receptores, es orden que debe entenderse como paso a
una liberación de mandatos sociales, culturales, y desplazarse del juicio de la
mirada externa. Pero también puede leerse como ese umbral que hay que atravesar
en cierta etapa de la vida, cuando el cuerpo sumerge al yo en la conciencia de sus
límites y su fragilidad. Puede ser, además, una invitación a traspasar el adjetivo
referido a la cualidad de hermosura, que es escala anterior a la belleza –la
belleza, en la filosofía clásica, implica estado superior y está atada al ser
tanto como la verdad. “Hay que dejar de ser hermosa” porque el reloj recuerda
que si no comenzamos antes, ya es hora de ser bellas. La belleza vendrá al
recinto del ser porque ya se inserta en la palabra, en el poema abierto al
sentido que fluye y se expande.
Tiempo, amor y muerte son
temas permanentes del pensamiento y de la poesía
universal, que laten en Hay que dejar de ser hermosas . Un texto
de la filósofa española María Zambrano, Poesía
y Filosofía, analiza la tarea de ambas esferas a partir de dos polos:
unidad y heterogeneidad respecto del ser y del mundo; y dice al referirse al filósofo
que busca la unidad, porque “quien tiene la unidad lo tiene todo”. En cambio, subraya,
“asombrado y disperso es el corazón del poeta”. Zambrano deslinda, con cuidado y rigor, los
puntos de contacto y las diferencias entre filosofía y poesía, aunque en la explicación
de lo humano, el uso de la palabra en ambos campos es incompleto. La filosofía
busca la explicación del ser en su totalidad, como unidad. La poesía alcanza esa
unidad a través del mismo poema. Algunos de los versos de los últimos textos de
Mónica
Tracey nos dirigen a esos trazos:
Huyendo
hacia adelante
como
si la vida se abriera ante la muerte
seguir
seguir como si nada
hubiera
salvo esa vía iluminada
entre
sombras (p.
80)
ahora
sólo el cuerpo teme
¿es
ésta la edad madura?
(p. 86)
Y
como dice Zambrano: “Para la poesía, a la muerte nada la vence, sino
momentáneamente,
el amor”.*
Liliana
Ponce
Buenos
Aires, julio de 2018
Palabras de la poeta Liliana Ponce Leídas en ocasión de la presentación del libro Hay que dejar de ser hermosas (Hilos Editora, 2018)
Etiquetas: Hilos Editora, Liliana Ponce, Mónica Tracey
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