viernes, mayo 11, 2018

Luis Bacigalupo: Acerca de “El agua ardiente”, de Eduardo Silveyra





Psicodélico, nacional y popular


Entre la crónica lentitud de un velorio y el vértigo atemporal de una orgía inusitada, fui leyendo El agua ardiente por primera vez de tal modo que, por un momento, llegué a olvidar el objeto de mi lectura: escribirle un prólogo. Sin embargo, advertí que este relato de Eduardo Silveyra venía a confirmar lo que yo ya había escrito para la presentación de su anterior título: El baile de la yegua es una fiesta del triunfo del amor sobre la muerte, de las pasiones de los cuerpos solidarios con un sentido anárquico de la vida y la libertad. Sin saberlo estaba hablando entonces también de El agua ardiente. No podía ser de otra forma: siempre estamos hablando de lo mismo. Y, además, eso sí lo sabemos, la escritura no representa sino el afán inútil de evitarlo.
Aquí se dice, en boca de La Francesita, que al final, el amor vence al odio. Esta sentencia está justificando de algún modo su calentura por Cristina. El odio no cesa con el odio, el odio cesa con el amor. Esta es una ley muy antigua, puede leerse en el Dammapadha, las enseñanzas de Buda. Deseos a la vez eróticos, a la vez tanáticos nutren este personaje lúbrico de una desmesura a tono con las circunstancias, del orden siempre de lo político. Cristina no es una aguafiestas, sino un agua ardiente, la fiesta en sí. Todo pareciera lucir una pátina espesa, excesiva, pero amable en la voluptuosa extensión del término. No hay manera de deslindar una pulsión de otra, en la medida en que ambas constituyen la tensión de la vida. Los principios, según Empédocles (2500 años antes de Freud), que regían la naturaleza de las cosas: Amor y Discordia. Con todo, tentados estamos en dudar de que el amor venza al odio. La tensión de la batalla es incesante. En tanto amor, odio. En tanto odio, amor. Por lo pronto (o por las dudas) nosotros nos alistamos en las filas del bien, porque el amor garpa y, por citar una olvidable canción incidental, porque el amor es más fuerte. Ese es el lugar de El Pisto. Lo fue, es de pensar, el de Jorge Pistocchi, de quien algo oímos decir quienes hemos transitado un largo camino de leyendas, mitologías, sueños y pesadillas. A El Pisto, en cambio, lo conocimos en El baile de la yegua, y allí mismo crepó, tras un inopinado viaje de bajo vuelo y aterrizaje también incidental, fortuito y forzoso, sin solución de continuidad con eso que damos en llamar“mejor vida”,solo por evitar nombrar a la muerte por su nombre.
En la brevedad de El agua ardiente el narrador convoca (evoca e invoca)la viva presencia de la historia precedente de El Pisto, pero también la historia de otro cuerpo, de otro funeral, memorable, inconmensurable, el funeral de Juan Perón. Entre estos cuerpos yacentes (uno lejano pero fundante, otro cercano, pronto a convertirse en cenizas)el cuerpo travestido, ritual, de una figura que se contonea, de incógnito, despojándose de sus falsas ropas. Este cuerpo se revela en la verdad de su desnudez al batir de parches de África Ruge, como solo es capaz de hacerlo, en el falso campo de la derrota, una manifestación popular.
La orgía que se desata a partir de la aparición paradigmática de Cristina tiene un sentido iniciático vinculado a las celebraciones mortuorias y obra como su contrapunto: Decidimos partir y volver al velorio, para entregarnos a ese devenir desconocido de la muerte ajena imbricada como de sí en la propia, con sus festividades más ignoradas aun, pero a cuyo misterio íbamos a entregarnos como devotos sin piedad. Esta orgía tiene lugar más en un modesto “jardín de las delicias” a lo Bosch que en un “jardín de los suplicios” a lo Mirabeau. Nada más alejado aquí del sadismo, del goce por sometimiento y dominación: Sean libres... sean libres... había sido el legado del profeta del amor, del amigo psicodélico, nacional y popular  (reza la corona que Cristina le ofrenda a El Pisto con la firma CFK).
En tiempos en que las políticas públicas en materia de diversidad sexual se han puesto a la vanguardia en la conquista de derechos civiles, la opción carnal anarco peronista no puede sino ser orgiástica y movimientista, corporativa, antiliberal y libertaria. Ya en su corpus hermeticum el mismo padre del Movimiento lo había vaticinado, en franca referencia al amor carnal: “el año 2000 nos encontrará unidos o dominados”. Era evidente que el General no consentía las prácticas sadomasoquistas extremadas por el capitalismo ya en su fase imperialista.
En el culto dionisíaco el erotismo está vinculado al conocimiento de la muerte. En este sentido El agua ardiente convoca ambas escenas: la tanática y la erótica. Hay un velorio y una orgía, pero todo es vivido como una gran fiesta. La misma es consecuencia de un velorio, que se comprende como una libre derivación o interpretación de la última voluntad de El Pisto. El fumo es parte inspiradora de un rito (siendo Dioniso además Dios de la vid y la ebriedad) que no se concibe sino en la exaltación de los sentidos bajo un estado de éxtasis místico-erótico y de una lúcida irracionalidad pagana. El narrador es un testigo ocular pretendidamente distante e imperturbable, que se impone observar la escena sobre la cual habría sido más fácil, si no sensato, actuar sin más. Pero estamos hablando de un narrador, un cronista de los hechos que se propone contarnos asistido (provisto de la apatheia y la ataraxia estoicos) por la objetividad contemplativa del ojo y la prudente contención de una mano impulsivamente consoladora.
Luego de El baile de la yegua, Silveyra persiste en la tesitura: la ficción literaria, el arte, la vida en sí y la política incluso (y, sobre todo) debieran responder más a las pulsiones de Dioniso, ese dios de la transgresión y la fiesta, según Bataille, que al cálculo de una razón apolínea.
Hay libros que en sus incorrecciones políticas resultan más reveladores, políticamente hablando, que tantos otros que pretenden salvaguardar jirones de verdades de pacotilla. El agua ardiente es un libro político, por polémico, paródico y pasional. Hay también aquí una bufonesca provocación a la pacatería progresista y a las hilachas de la política de todo género. Hay un amplio espacio de libertad y anarquía, de festín orillero y popular. Hay también memorias robadas y memorias recuperadas, tiempo perdido y tiempo recobrado. Y personajes, claro, siempre los hay, cuyas almas poseen la gravedad de aquello que, incluso, merece ser tomado en serio porque alcanza a rozar, sin proponérselo, cierto estatuto de broma.
Sí, definitivamente hay que decirlo, El agua ardiente  es la continuación de El baile de la yegua por otros medios, pero en una relación inversa respecto de la guerra y la política.


Luis Bacigalupo,

8 de mayo de 2018

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