Luis Bacigalupo: Acerca de “El agua ardiente”, de Eduardo Silveyra
Psicodélico,
nacional y popular
Entre la crónica lentitud de un velorio
y el vértigo atemporal de una orgía inusitada, fui leyendo El agua ardiente por primera vez de tal modo que, por un momento,
llegué a olvidar el objeto de mi lectura: escribirle un prólogo. Sin embargo,
advertí que este relato de Eduardo Silveyra venía a confirmar lo que yo ya
había escrito para la presentación de su anterior título: El baile de la yegua es una fiesta del triunfo del amor sobre la
muerte, de las pasiones de los cuerpos solidarios con un sentido anárquico de
la vida y la libertad. Sin saberlo estaba hablando entonces también de El agua ardiente. No podía ser de otra
forma: siempre estamos hablando de lo mismo. Y, además, eso sí lo sabemos, la
escritura no representa sino el afán inútil de evitarlo.
Aquí se dice, en boca de La Francesita,
que al final, el amor vence al odio. Esta
sentencia está justificando de algún modo su calentura por Cristina. El odio no cesa con el odio, el odio cesa
con el amor. Esta es una ley muy antigua, puede leerse en el Dammapadha, las enseñanzas de Buda. Deseos a la vez eróticos, a la vez
tanáticos nutren este personaje lúbrico de una desmesura a tono con las
circunstancias, del orden siempre de lo político. Cristina no es una
aguafiestas, sino un agua ardiente, la fiesta en sí. Todo pareciera lucir una
pátina espesa, excesiva, pero amable en la voluptuosa extensión del término. No
hay manera de deslindar una pulsión de otra, en la medida en que ambas
constituyen la tensión de la vida. Los principios, según Empédocles (2500 años
antes de Freud), que regían la naturaleza de las cosas: Amor y Discordia. Con
todo, tentados estamos en dudar de que el amor venza al odio. La tensión de la
batalla es incesante. En tanto amor, odio. En tanto odio, amor. Por lo pronto
(o por las dudas) nosotros nos alistamos en las filas del bien, porque el amor
garpa y, por citar una olvidable canción incidental, porque el amor es más fuerte. Ese es el lugar de El Pisto. Lo fue, es
de pensar, el de Jorge Pistocchi, de quien algo oímos decir quienes hemos
transitado un largo camino de leyendas, mitologías, sueños y pesadillas. A El
Pisto, en cambio, lo conocimos en El
baile de la yegua, y allí mismo crepó, tras un inopinado viaje de bajo
vuelo y aterrizaje también incidental, fortuito y forzoso, sin solución de
continuidad con eso que damos en llamar“mejor vida”,solo por evitar nombrar a
la muerte por su nombre.
En la brevedad de El agua ardiente el narrador convoca (evoca e invoca)la viva
presencia de la historia precedente de El Pisto, pero también la historia de
otro cuerpo, de otro funeral, memorable, inconmensurable, el funeral de Juan Perón.
Entre estos cuerpos yacentes (uno lejano pero fundante, otro cercano, pronto a
convertirse en cenizas)el cuerpo travestido, ritual, de una figura que se
contonea, de incógnito, despojándose de sus falsas ropas. Este cuerpo se revela
en la verdad de su desnudez al batir de parches de África Ruge, como solo es
capaz de hacerlo, en el falso campo de la derrota, una manifestación popular.
La orgía que se desata a partir de la
aparición paradigmática de Cristina tiene un sentido iniciático vinculado a las
celebraciones mortuorias y obra como su contrapunto: Decidimos partir y
volver al velorio, para entregarnos a ese devenir desconocido de la muerte
ajena imbricada como de sí en la propia, con sus festividades más ignoradas
aun, pero a cuyo misterio íbamos a entregarnos como devotos sin piedad.
Esta orgía tiene lugar más en un modesto “jardín de las delicias” a lo Bosch
que en un “jardín de los suplicios” a lo Mirabeau. Nada más alejado aquí del
sadismo, del goce por sometimiento y dominación: Sean libres... sean
libres... había sido el legado del profeta del amor, del amigo
psicodélico, nacional y popular (reza
la corona que Cristina le ofrenda a El Pisto con la firma CFK).
En tiempos en que las políticas
públicas en materia de diversidad sexual se han puesto a la vanguardia en la
conquista de derechos civiles, la opción carnal anarco peronista no puede sino
ser orgiástica y movimientista, corporativa, antiliberal y libertaria. Ya en su
corpus hermeticum el mismo padre del Movimiento lo había vaticinado, en
franca referencia al amor carnal: “el año 2000 nos encontrará unidos o
dominados”. Era evidente que el General no consentía las prácticas
sadomasoquistas extremadas por el capitalismo ya en su fase imperialista.
En el culto dionisíaco el erotismo está
vinculado al conocimiento de la muerte. En este sentido El agua ardiente convoca ambas escenas: la tanática y la erótica.
Hay un velorio y una orgía, pero todo es vivido como una gran fiesta. La misma
es consecuencia de un velorio, que se comprende como una libre derivación o
interpretación de la última voluntad de El Pisto. El fumo es parte inspiradora
de un rito (siendo Dioniso además Dios de la vid y la ebriedad) que no se
concibe sino en la exaltación de los sentidos bajo un estado de éxtasis
místico-erótico y de una lúcida irracionalidad pagana. El narrador es un
testigo ocular pretendidamente distante e imperturbable, que se impone observar
la escena sobre la cual habría sido más fácil, si no sensato, actuar sin más.
Pero estamos hablando de un narrador, un cronista de los hechos que se propone contarnos
asistido (provisto de la apatheia y la
ataraxia estoicos) por la objetividad
contemplativa del ojo y la prudente contención de una mano impulsivamente
consoladora.
Luego de El baile de la yegua, Silveyra persiste en la tesitura: la ficción
literaria, el arte, la vida en sí y la política incluso (y, sobre todo)
debieran responder más a las pulsiones de Dioniso, ese dios de la transgresión y la fiesta, según Bataille, que al cálculo
de una razón apolínea.
Hay libros que en sus incorrecciones
políticas resultan más reveladores, políticamente hablando, que tantos otros
que pretenden salvaguardar jirones de verdades de pacotilla. El agua ardiente es un libro político,
por polémico, paródico y pasional. Hay también aquí una bufonesca provocación a
la pacatería progresista y a las hilachas de la política de todo género. Hay un
amplio espacio de libertad y anarquía, de festín orillero y popular. Hay
también memorias robadas y memorias recuperadas, tiempo perdido y tiempo recobrado.
Y personajes, claro, siempre los hay, cuyas almas poseen la gravedad de aquello
que, incluso, merece ser tomado en serio porque alcanza a rozar, sin
proponérselo, cierto estatuto de broma.
Sí, definitivamente hay que decirlo, El agua ardiente es la continuación de El baile de la yegua por otros medios, pero en una relación inversa
respecto de la guerra y la política.
Luis Bacigalupo,
8 de mayo de 2018
Etiquetas: Eduardo Silveyra, Louise Glück, Luis Bacigalupo
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