miércoles, marzo 30, 2016

María Mascheroni: Consenso inútil*


Hace frío, hoy tal vez la luz más clara y concentrada de este febrero en las montañas. Aun así, mientras el dolor sube como un vapor de siglos presto a salvarse, la luz aumenta, cae de una brecha abierta en el cielo que transforma en rayos la luz del sol oculto. El frío afuera. En el lugar donde se inicia el movimiento de escribir fracasan las células en mantenerse unidas y esa separación en aumento, esa falta de imán produce un vértigo tal que es combustible apropiado para este inicio. La invitación a escribir llega donde nada había visible y pensado, cae como una semilla con propósito en una tierra arada y en espera. Discretamente, sin levantar la voz tira sus redes.
Poesía y muerte. ¿Cómo se juntaron estas palabras? En un primer momento aunque las supiera ligadas no hacían contacto. ¿Siempre estuvieron juntas, esto es lo que dice la “y”? ¿O se han reunido para hablar de escritura, para provocarla?
Entonces lo primero es ver qué función cumple la “y”. ¿Qué pasa si sustituimos la palabra muerte por otra como caballo, pasa lo mismo u otra cosa? ¿Qué sucede con la y? “Caballo”, ¿le hace algo preciso a la poesía?
Bien, algo empieza a despertarse. Ahora, distinguir entre la muerte como tema o sustantivo y el morir como acto vital: muerte y transformación en la operación poética.
La muerte es percibida como algo que cesa. Una interrupción del fluir de la vida animada. Un estado de cosas estable sólo para la inteligencia. Ninguna sustancia inquieta. Entonces, extraer de la muerte “la porción inmaculada”, al decir de Deleuze. Escribir. ¿La operación poética que transforma la muerte, es la misma que transforma la mesa? El apagamiento, el uso del lenguaje librado a su suerte, lo que está siendo, la palabra desfigurada y radiante, nos pone de bruces con que lo apagado -y acabado- es otra vez inaccesible a nuestro conocimiento; sólo eso alcanzamos a rozar de la muerte, intensidades con la punta de la lengua o de los dedos.
Hay un supuesto común informulado respecto de lo que es poesía que desde la poesía misma -lecturas, gustos, escritos, disensiones- se desarma inmediatamente una y otra vez. Una pregunta insiste, hasta se ha vuelto tema a considerar: ¿qué es poesía? Lo mismo sucede con el amor. Pero los acontecimientos a los que se llama poesía (también a los que se llama amor) son totalmente disímiles. Entonces comienzan, persisten pequeñas zozobras: no es tan claro qué es poesía.
Algo distinto ocurre con la muerte. Hay consenso, nadie se pregunta qué quiere decir si le dicen murió mi madre, o qué clase de muerte será. Por ahí surge la pregunta: cómo murió; no se pregunta qué es estar muerto.
Hay consenso acerca de “la muerte”, ahí se ve lo que llamamos “lo otro” en su máxima expresión. Cuanto mayor es el consenso uno queda más afuera de la cosa. ¡Esto no era al revés? Dije, digo: cuanto mayor es el consenso uno se queda más afuera de la cosa.
¿Qué de la muerte me pasa cuando escribo? El día nace y muere. El amor nace y muere. La noche no. La vida nace y muere.La muerte no. No suele decirse “muere la noche”, el pasaje de la oscuridad a la luz no se piensa como muerte. ¿De cuáles cosas se dice que mueren? Pienso ahora que los pájaros mueren volando, una implosión silenciosa de sus características convierteel horizonte.
¿Qué hace la poesía a la muerte? ¿Conjurar el peligro o atraerlo? Acaparar el silencio, respiración artificial a las palabras, separado lo quieto del enigma, multiplicar los panes, escribir por fin el umbral o la luz, y el llamado.
Dicho de otra manera: morir la muerte
y aunque ellos estén locos y totalmente muertos
sus cabezas martillarán en las margaritas;
irrumpirán al sol hasta que el sol sucumba,
y la muerte no tendrá dominio.
(Dylan Thomas)
Escribir me da miedo, me angustia. No escribir es peor. No escribir es un sustantivo. Asocio el sustantivo a la quietud como si en la muerte no ardiera el hervidero de las transformaciones.
Me acuerdo de mis muertos. ¿Por qué se habla de quietud?
Una conciencia aún inexistente abre los ojos, llora para saludar al mundo. Alguien, una conciencia viva en el mundo, en los otros, se retira hacia la espesura no visible, hacia el centro fondo de las células y se confunde con la ausencia, con la inactividad y el silencio. Y el murmullo ensordecedor de las transformaciones que se desprenden como un vómito de la tierra se llama muerte. Y el que allí fue desplazado por los jugos y ácidos que crean lo nuevo, ve como un milagro el porvenir decuna existencia desasida de lo que hasta ese instante era savia y hospedaje.
soñé que nos hundíamos y que después nadábamos
hacia la costa lentamente y que de nuestras sombras
de color verde claro huían los tiburones
(Viel Temperley)

Atrapar intuiciones en la escritura “siempre con grandes pérdidas” como dijo Cortázar en una entrevista. En un territorio indiscernible que puede albergar muertos la idea de la muerte pájaros de espaldas la pérdida de un amor gusanos un río el niño muerto la palabra infinita.
¡La vida es tan, tan frágil cuando la separamos de la muerte! La música que escucho esta mañana relata precisamente esta tragedia.
Max Richter golpea con su golpe de máquina escribe a golpe de dedo y hace una música que muestra la duración. Morir se hace en la duración aunque se escriba en un solo acto, apenas visible el pasaje, un accidente no del lenguaje,un siniestro de hacha que siega la respiración y cuando el aliento no empaña la voz aún hay otra palabra que vive el estado inédito de la carne que comienza a cambiar infinitesimalmente su temperatura y su hambre. Algo ya no será siendo fervorosamente otra cosa. Materia enamorada de la descomposición de la certeza de la danza bajo tierra y unas palabras de menor valor se enardecen ante los ojos que no saben cómo volver a llamar muerte a tanta digestión.
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Escribir lleva tiempo.
Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en
las teclas. Yo no quería rozar como una araña, el teclado.
Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme.
Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la
música para tener una patria.
(Alejandra Pizarnik)

Y mi sustantiva parte se avergüenza de mirar lo que no muere. Pudor, o mejor una deuda que nace impaga. Por qué ahora por qué tan temprano miedo venganza rabia dolor. Culpa de ideas sin gravedad, el peso específico de la muerte.
Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando, una de las cosas que mortifican a la conciencia del que queda vivo.
Tus ojos se cerraron. Y el mundo está trémulo. Las colinas amarillas volverán a engendrarte, la tierra negra de las lilas o la blanca arena de claveles (Marosa di Giorgio). Ver a un hombre muerto es no saber dónde está, adónde fue, cómo es que el aliento se ha retirado, cómo es que ha comenzado a perderse también en el que mira ese cuerpo dejado atrás.
El morir como una experiencia de la ausencia que hemos colocado inadvertidamente donde nada había ni podía ser albergado.
Si morir es parte de vivir y crear, no lo es la muerte. La muerte queda fuera de la vida. Y desde el afuera llega. Y hacia ella lejos van los improperios y los ruegos. Luego el poeta puede dolerse, decir lo que ve, escribir esa ausencia, rabiar aún la serenidad, con aproximaciones fallidas dar a ver la incongruencia del morir y la muerte, su correspondencia siempre inexacta.

Cuando pienso que debo volver a la relación poesía y muerte –como a un tema, como a un hogar ¿opresivo?- olvido que estaba en ella.



* Artículo de la poeta María Mascheroni, incluido en el libro Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Ediciones Ruinas Circulares).  

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