Norah Lange: Fragmentos de Cuadernos de infancia, 1937
La
Madre
“La veo ribeteada de
una ternura que nadie podría tocar sin deshacerle algo, sin agregarle más
gracia de la que era necesaria y real.
Montaba su caballo,
vestida con esos faldones amplios, opacos, que se usaban en aquella época.
La veíamos toda
entera de un lado del caballo, la cara escondida bajo el ala del chambergo
negro. Del otro, una sola mano enguantada; el perfil tan claro, como si de
pronto se acercara a una lámpara.
Parecía que toda la
figura hiciera contrapeso, desde un flanco del caballo, al otro, al luminoso,
al íntegro de su rostro. Montando así, nos alcanzaba una doble dulzura:
podíamos verla de un costado, del costado de la sombra, del menos conocido, y
del otro, en donde estaba toda, la recuperábamos intacta, idéntica al panorama
de cariño que nos mostraba todos los días.
Mi padre al
levantarla hasta la montura, sólo necesitaba juntar las manos para que ella
apoyara un pie. La madre subía y, de inmediato, ya lista, se quedaba atenta
esperando. Todos sus gestos, aunque fueran nuevos, vivían en seguida un paisaje
habitual.
Mi padre hacía
avanzar su tordillo, y al infligirle con su bota pequeños golpes en las patas,
el caballo estiraba las delanteras y las posteriores en direcciones opuestas,
hasta que la montura descendía a un nivel en que no era necesario emplear los
estribos.
En semicírculo,
nosotras comentábamos la actitud sumisa y obediente del caballo, y después de
proporcionarnos ese espectáculo, se alejaban con un trote lento.
El lado
resplandeciente de la madre desaparecía, y sólo nos quedaba el menos familiar,
el más austero. Al acercarse a los primeros álamos que limitaban la quinta,
recién sentíamos que algo nos faltaba. La barba rojiza de mi padre era lo único
que divisábamos.
Ahora sé que el otro
lada de la madre, el luminoso, iba muy cerca suyo.”
*
Tres Ventanas
La tercera ventana
era la de Irene. Yo siempre tuve por ella un poco de admiración y un poco de
miedo. Me llevaba seis años. A veces le permitían que se sentara a la mesa, en
el comedor grande, cuando las visitas eran de confianza. Mis hermanas mayores
hablaban de ella, en voz baja. Le habían sorprendido secretos y, al comentarlos
con un tono regocijado y misterioso, se hallaban muy lejos de creer que pronto
les llegaría el turno también a ellas. Susana y yo, las menores, no éramos
suficientemente perspicaces para adivinar el motivo de esos largos cuchicheos.
Una tarde las oí hablando de pechos. Cuando lo pienso, comprendo el miedo que
habrá sentido, solita, la primera, al ver que
su cuerpo se curvaba, que la caja torácica perdía su rigidez, que los
senos comenzaban a doler y a moverse imperceptiblemente.
De su ventana,
siempre esperábamos las más grandes sorpresas. Irene nos hablaba de raptos, de
fugas, de que alguna mañana se iría con su bultito de ropa, como Oliver Twist,
porque en casa no la querían, o porque alguien la aguardaba afuera. Quizá por
eso su ventana siempre me pareció misteriosa.
Una noche, cuando
todas nos hallábamos acostadas, Irene vino hasta mi cama, para despedirse.
Envuelta en una manta, traía un atadito de ropa al brazo. Me habló con voz
compungida y me anunció que se marchaba por que nosotros la tratábamos mal y
era muy desdichada.
Yo pensé en seguida en
la ventana. Pensé que había llegado el momento. Me levanté y la seguí,
llorando. Mucho rato después, los labios de Marta, arrepentidos, me dejaron
entrever que era una farsa.
Entonces su ventana
desapareció, despacito, hasta parecerse a las otras.
Muerte del Caballo
“A veces Susana y yo
nos preguntábamos:
-¿Qué será lo más
triste? ¿Algo que no tenga nada que ver con la familia, ni con alguien que se
vaya o que se muera? ¿Qué sea lo más triste para todos, sin tener ninguna
relación con personas?
Susana se quedaba
pensativa y luego hacía desfilar un ejército de animales muertos, inundaciones,
un rayo adherido a un árbol. Pensábamos en muchas cosas. Las mías eran más
simples. Yo me imaginaba los pichones en el suelo, las vacas muertas y
olvidadas en el camino, un águila llevándose un cordero, una serpiente
enroscada a un caballo, apretando el abrazo hasta asfixiarlo.
Siempre relacionaba
la tristeza con los caballos. Me parecían tan decentes, tan resignados, tan silenciosos.
Cuando quería imaginar un dolor grande en algún animal, no pensaba en los
perros ni en los gatos, en las vacas ni en los conejos. Siempre veía un
caballo.
Una noche en que
habíamos hablado mucho, me fui a acostar pensando en el tordillo de mi padre
que se agachaba hasta el suelo para que él montara sin ningún esfuerzo. Alguien
había comentado un libro cuya protagonista se hunde en un pantano, sin que
nadie consiga salvarla, y donde lo último que se ve es la mano agitándose, como
una hoja, sobre el barro. Pensé enseguida en un caballo, en un caballo blanco
que fuese sumergiéndose, poco a poco, en esa región movible y pegajosa, hasta
que sólo quedara afuera la cabeza, la boca desesperada, la nariz y los ojos
desmesurados y tristes porque se van llenando de tierra insistente, elástica y
mojada.
Cuando Susana volvió
a preguntarme “¿qué será lo más triste?”, le dije mirándola como si le
comunicara una noticia muy penosa:
-Un caballo blanco,
hundiéndose en un pantano.”
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