sábado, febrero 28, 2015

Norah Lange: Fragmentos de Cuadernos de infancia, 1937



La Madre

“La veo ribeteada de una ternura que nadie podría tocar sin deshacerle algo, sin agregarle más gracia de la que era necesaria y real.
Montaba su caballo, vestida con esos faldones amplios, opacos, que se usaban en aquella época.
La veíamos toda entera de un lado del caballo, la cara escondida bajo el ala del chambergo negro. Del otro, una sola mano enguantada; el perfil tan claro, como si de pronto se acercara a una lámpara.
Parecía que toda la figura hiciera contrapeso, desde un flanco del caballo, al otro, al luminoso, al íntegro de su rostro. Montando así, nos alcanzaba una doble dulzura: podíamos verla de un costado, del costado de la sombra, del menos conocido, y del otro, en donde estaba toda, la recuperábamos intacta, idéntica al panorama de cariño que nos mostraba todos los días.
Mi padre al levantarla hasta la montura, sólo necesitaba juntar las manos para que ella apoyara un pie. La madre subía y, de inmediato, ya lista, se quedaba atenta esperando. Todos sus gestos, aunque fueran nuevos, vivían en seguida un paisaje habitual.
Mi padre hacía avanzar su tordillo, y al infligirle con su bota pequeños golpes en las patas, el caballo estiraba las delanteras y las posteriores en direcciones opuestas, hasta que la montura descendía a un nivel en que no era necesario emplear los estribos.
En semicírculo, nosotras comentábamos la actitud sumisa y obediente del caballo, y después de proporcionarnos ese espectáculo, se alejaban con un trote lento.
El lado resplandeciente de la madre desaparecía, y sólo nos quedaba el menos familiar, el más austero. Al acercarse a los primeros álamos que limitaban la quinta, recién sentíamos que algo nos faltaba. La barba rojiza de mi padre era lo único que divisábamos.
Ahora sé que el otro lada de la madre, el luminoso, iba muy cerca suyo.”

*
Tres Ventanas

La tercera ventana era la de Irene. Yo siempre tuve por ella un poco de admiración y un poco de miedo. Me llevaba seis años. A veces le permitían que se sentara a la mesa, en el comedor grande, cuando las visitas eran de confianza. Mis hermanas mayores hablaban de ella, en voz baja. Le habían sorprendido secretos y, al comentarlos con un tono regocijado y misterioso, se hallaban muy lejos de creer que pronto les llegaría el turno también a ellas. Susana y yo, las menores, no éramos suficientemente perspicaces para adivinar el motivo de esos largos cuchicheos. Una tarde las oí hablando de pechos. Cuando lo pienso, comprendo el miedo que habrá sentido, solita, la primera, al ver que  su cuerpo se curvaba, que la caja torácica perdía su rigidez, que los senos comenzaban a doler y a moverse imperceptiblemente.
De su ventana, siempre esperábamos las más grandes sorpresas. Irene nos hablaba de raptos, de fugas, de que alguna mañana se iría con su bultito de ropa, como Oliver Twist, porque en casa no la querían, o porque alguien la aguardaba afuera. Quizá por eso su ventana siempre me pareció misteriosa.
Una noche, cuando todas nos hallábamos acostadas, Irene vino hasta mi cama, para despedirse. Envuelta en una manta, traía un atadito de ropa al brazo. Me habló con voz compungida y me anunció que se marchaba por que nosotros la tratábamos mal y era muy desdichada.
Yo pensé en seguida en la ventana. Pensé que había llegado el momento. Me levanté y la seguí, llorando. Mucho rato después, los labios de Marta, arrepentidos, me dejaron entrever que era una farsa.
Entonces su ventana desapareció, despacito, hasta parecerse a las otras.


Muerte del Caballo

“A veces Susana y yo nos preguntábamos:
-¿Qué será lo más triste? ¿Algo que no tenga nada que ver con la familia, ni con alguien que se vaya o que se muera? ¿Qué sea lo más triste para todos, sin tener ninguna relación con personas?
Susana se quedaba pensativa y luego hacía desfilar un ejército de animales muertos, inundaciones, un rayo adherido a un árbol. Pensábamos en muchas cosas. Las mías eran más simples. Yo me imaginaba los pichones en el suelo, las vacas muertas y olvidadas en el camino, un águila llevándose un cordero, una serpiente enroscada a un caballo, apretando el abrazo hasta asfixiarlo.
Siempre relacionaba la tristeza con los caballos. Me parecían tan decentes, tan resignados, tan silenciosos. Cuando quería imaginar un dolor grande en algún animal, no pensaba en los perros ni en los gatos, en las vacas ni en los conejos. Siempre veía un caballo.
Una noche en que habíamos hablado mucho, me fui a acostar pensando en el tordillo de mi padre que se agachaba hasta el suelo para que él montara sin ningún esfuerzo. Alguien había comentado un libro cuya protagonista se hunde en un pantano, sin que nadie consiga salvarla, y donde lo último que se ve es la mano agitándose, como una hoja, sobre el barro. Pensé enseguida en un caballo, en un caballo blanco que fuese sumergiéndose, poco a poco, en esa región movible y pegajosa, hasta que sólo quedara afuera la cabeza, la boca desesperada, la nariz y los ojos desmesurados y tristes porque se van llenando de tierra insistente, elástica y mojada.
Cuando Susana volvió a preguntarme “¿qué será lo más triste?”, le dije mirándola como si le comunicara una noticia muy penosa:
-Un caballo blanco, hundiéndose en un pantano.”