Claire Keegan, Quemaduras
Lo intentarán en verano. Juntos, van a confrontar su
pasado, la fuente de todo su problema, y erradicarlo. Esa, al menos, es la
teoría.
La primera noche, se sientan afuera, delante de la
casa, los tres niños, su padre y Robin, la nueva esposa. Los niños se sientan
en el columpio del porche, sin decir palabra. El cielo está de un
fantasmagórico azul policía. El mayor, cuyas piernas son las más largas, los
separa de la verja con los pies, su hermano y hermana a cada lado de él. El
padre está sentado en la mecedora, pero no se mece. En lugar de eso, está
recordando olores de fibra y ungüento, gasa envuelta en papel de aluminio,
vinagre helado para una quemadura. Su nueva esposa está en la
verja, limándose las uñas. Físicamente, es exactamente
lo opuesto de la madre de los chicos, una mujer simple, de poco busto, con el
cabello oscuro que le llega hasta la cintura. Todo el mundo está escuchando.
Los altos pinos peinan al viento. (¿Quién anda ahí?,
parece decir:¿Quién? ¿Quién?). La cadena de la silla cruje. Allá en el campo,
algo se sacude ruidosamente, una vaca, que quizás se rasca contra una reja. Los
chicos siguen columpiándose, chocando con la oscuridad. Cuando la niña cierra
los ojos, su padre la levanta y la lleva adentro. Los varones, que no desean
quedarse solos con su madrastra, pronto los siguen.
Se enciende la luz del dormitorio; brilla débilmente a
través de las ventanas sucias. Robin oye cómo se hunden los colchones sobre los
resortes, las zapatillas que caen sobre pisos de madera, el chasquido de un
cinturón, un cierre relámpago, voces bajas. Está oscuro y estrellado, y hay serpientes
en los alrededores. Un camino cubierto de grava que lleva hasta una casa desconocida,
el olor a humedad y a ganado, charcos de agua de lluvia en el patio poceado.
Su marido sale y cruza el porche. Cuando habla, su voz
suena potente y tierna. No lamenta haberse casado con él.
–Nadie dice que no podemos volver atrás, Robin. Nada
es definitivo. Lo sabes.
–Lo sé –dice y se estira para apretarle la mano.
–Tenemos que hacer las paces con esa cosa. Si esto no
funciona, siempre podemos volver a la ciudad, y acá no ha pasado nada.
¿Entiendes?
Ella asiente en la oscuridad.
–Dios, es como retroceder en el tiempo. Sigo esperando
oír el ruido del cajón de los cubiertos que se cierra de golpe. Así empezaba.
Cuando golpeaba el cajón de los cuchillos, uno ya olía problemas –dice, aferrándose a la verja hasta que los
nudillos se le ponen blancos.
–. ¿Ves ese columpio? Lo hice instalar para el chico,
para que pudiera columpiarse descalzo y enfriarse las quemaduras. Dios –y menea
la cabeza, como si todo estuviera más allá de él.
–He sido un tonto por tanto tiempo.
–Vamos a la cama, querido –dice Robin, tomándolo de la
mano.
Sus pertenencias, cajas y bolsos están vacíos,
desperdigados por el suelo, pero ella se abre camino hasta el último dormitorio
por el resplandor de los veladores de los niños. Ellos se desvisten y acuestan
sin preocuparse por lavarse o cepillarse los dientes. Robin se tapa con la manta hasta el mentón. En la oscuridad, no alcanza a distinguirlo.
No puede decir lo oscuro que está ahí afuera. No caminaría sola por ese camino
de grava ni que le pagaran un millón de dólares. Se acurruca en el calor del
cuerpo de su marido, siente el sueño, tironeando, arrastrándola y, cuando se
rinde, dejándose ir, recuerda que allí era donde dormía la ex mujer
de él.
A la mañana, dejan las puertas y ventanas abiertas y
un viento fresco recorre la casa. Algunas de las aldabas de las ventanas están
duras; hay telarañas en cada rincón. Los niños inspeccionan las polillas
muertas y los insectos en las repisas de las ventanas, los dan vuelta con escarbadientes,
cuentan las patas, les arrancan las alas.
–¡Qué asco! –dice la niña, al encontrar una cucaracha
pequeña debajo de una vieja caja de Cornfl akes en la despensa.
Sobre todo hay una gruesa capa de polvo blanco. La
niña escribe su nombre sobre la mesada. (Hace poco que ha aprendido a leer y a
escribir). La cabeza embalsamada de venado que está encima del hogar da la
impresión de que hubiese venido de la nieve. Robin odia sus ojos plásticos y
mirones, y hay algo sombrío a propósito de la cocina, con sus paredes naranja,
los gansos azules de madera, volando en V, sobre la pileta, la mesa de la
cocina que se tambalea.
Desayunan comida basura, sobras del viaje: galletas,
queso, papas fritas. Robin raspa lo que queda de un café instantáneo en un
frasco, hierve agua en una olla. Buena parte de los cubiertos que hay en los
cajones están oxidados. Al abrir la heladera, ve pickles que flotan en un
frasco de vinagre verde, bulbos secos de ajo, salchichas arrugadas.
–¿Quién quiere una inyección de penicilina? –pregunta,
sosteniendo un tomate mohoso.
Después del desayuno, exploran la casa. La parte
habitada de la casa está toda en el primer piso: la cocina, una sala de estar
grande y con techo alto, tres dormitorios con baños y un dormitorio colectivo
con ocho camas de una plaza. (La familia ampliada solía venir para el Día de
Acción de Gracias). Afuera de la cocina, un cuarto de trastos con una máquina
de lavar y una secadora, una cuna, una pared con estantes donde se apilan latas
de pintura, andadores, frisbees, carbón. Todo descolorido por haber estado
expuesto demasiado tiempo al sol. Bajan
por las escaleras de la sala de estar hasta la planta
baja, que está vacía. No hay nada ahí, solo una sensación de lugar cerrado, un
piso de hormigón, viejos olores a cuero, raíces y ratones. El segundo niño se
queda arriba de los escalones y observa cómo los demás descienden y vuelven, pero
no se aventura a bajar.
El patio se continúa en un establo con caballerizas,
fardos de heno, un cobertizo para las gallinas con hongos venenosos del lado de
adentro. En el extremo más lejano de la casa, brotan de los árboles duraznos
pequeños y duros. El sol matinal sume ese lado de la casa en una sombra
profunda y palpable. Las cañas de bambú sobre las que se apoyaban arvejas y
habas todavía se yerguen oblicuas en la parcela de los vegetales. Los niños las
desencajan de la tierra y las arrojan como jabalinas por encima de la hierba
alta. La niña está callada, cargando su
jirafa de peluche, sosteniéndola para espiar a través
de las rendijas del gallinero, las caballerizas en el establo, leyendo los
nombres de las marcas en las bolsas de comida vacías.
Cuando los varones se van al pueblo con el padre para
buscar provisiones, Robin lleva a la niña a recoger flores silvestres al campo.
Los alrededores son color rojo sangre, con algunos arbustos cuyo nombre
desconoce. La niña señala la hiedra venenosa, le dice a Robin “cuidado” y se
estira para arrancar los capullos más rojos y pesados. Robin ve la cicatriz
circular en la muñeca de la niña, pero no dice nada. Caminan de vuelta a la casa
atravesando los pastizales sibilantes. La niña encuentra en el cuarto de los
trastos unas viejas latas de tomates italianos, les
saca las etiquetas descoloridas, debajo de las cuales
se revela la hojalata brillante y plateada, y arregla las flores rojas,
mientras Robin barre los pisos.
–¿Has visto alguna vez tanto polvo? –dice Robin.
La niña se ríe y los
varones vuelven con bolsas de papel madera con productos de almacén y Cajitas
Felices de McDonald’s. Su padre trajo un bidón de agua potable para el
surtidor.
Cuando la niña se trepa a un taburete, la mesa
tambalea y su bebida se derrama. Su rostro se ve surcado por una mirada de
terror. Empieza a llorar fuera de toda proporción.
–¡Eh! –dice su padre–. ¡Eh, querida! ¿Qué pasa? Toma,
no es para tanto. Toma, bebe la mía.
La sienta sobre sus rodillas y le da un sorbo de su
bebida, hunde una papa frita en el ketchup y le dice que es una niña buena, su
niña, que coma, que pronto va a ser tan alta como ese pasto del patio, pero la
niña se desliza entre sus rodillas y se acurruca buscando refugio debajo de la mesa.
Esa noche, en la cama, después de que los niños se han
ido a dormir y que se cerraron las
puertas, hablan.
–Tal vez, viniendo acá, abro una lata llena de gusanos
–dice él –. Trayendo a los niños. Abriendo una gran lata de gusanos.
–No me parece, querido.
–Es como si esa puta todavía estuviera aquí. Lo
siento. Los niños lo sienten
–dice–. ¿La viste hoy, lo mal que se puso por solo
derramar su bebida? Quizás esto no es necesario. Toda esa mierda de charlatanería
psicológica sobre enfrentarse al pasado –dice, estirándose para subir la potencia
del ventilador. Aun cuando es otoño, siente calor en esos cuartos, demasiado
calor para estar cómodo–. Una vez estábamos en un restaurante, y derramó su
jugo de uvas, que mancha. Era un lugar sofisticado, con un mantel blanco y
todo. Bien, mi esposa explotó de furia y le cruzó una cachetada a nuestra
hijita antes de que yo pudiera moverme.
–Dios.
Él bebe agua de un vaso de plástico. Algunos de los
pelos de su estómago se le han puesto blancos.
–Quizás deberíamos transformar el lugar, renovarlo,
cambiar las cosas de sitio
–dice Robin–. Podríamos invitar a algunos de los
amigos de los chicos. No es que vaya a faltar espacio.
–Quizás –dice, pasándose la mano por la frente
–. Tal vez deberíamos hacer que tiraran agua bendita,
llamar al cura. Tal vez deberíamos prenderle fuego al lugar y mandarnos a mudar
de aquí. Volver a casa, hacer que nos vean los psicólogos.
–No te preocupes –dice ella, rascándole la cabeza–.
Todo va a salir bien, ya verás.
–Eso espero –dice él, acomodándose las almohadas– .
Por cierto que eso espero.
La cocina es en lo primero que empiezan a trabajar.
Sacan todos los muebles, el aparador, la mesa que se tambalea, retiran de las
paredes los patos de madera y el extintor y vacían todos los cajones. Dibujan
un croquis para una nueva cocina en la parte posterior de un viejo calendario del
Whitney Bank. Se deciden por una isla. Algo alrededor de lo que se puedan
sentar todos y cocinar. Dejan que cada uno de los niños elija un nombre de la
sección “Carpinteros” en las páginas amarillas y llaman para pedir
presupuestos.
Cuando termina la semana, la isla se construye en el
centro de la cocina. Nada lujoso, apenas un mostrador alto y rectangular, con
cajones abajo. El gasista instaló por adentro un caño que se une a las
hornallas. Robin se llevó a la niña a la cooperativa y eligieron unas bonitas
tejas rojo ladrillo para los zócalos y tejas decorativas con hojas color beige
para el borde. Juntas, mezclan cemento
blanco en una palangana y lo colocan. La mujer deja
que la niña se quede
levantada hasta tarde para ayudarla, mientras todos
los demás duermen. Compra seis sillas de director, del tipo de las que se les
saca el asiento de tela para poder meterlo en el lavarropas; hace venir a un
electricista para que instale interruptores que disminuyen la luz encima de la repisa.
Los niños atornillan ganchos en la viga y cuelgan todos los utensilios de
cocina del techo.
. Del libro Antártida, Eterna Cadencia Editora.
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