Bruno Schulz: Las tiendas de color canela...
 En esa época del año en que los días son más cortos y somnolientos, 
apresados entre los ribetes abrigados del alba y del crepúsculo, cuando 
la ciudad se ramificaba en laberintos de noches invernales, de cuya 
torpeza apenas alcanzaban a rescatarla las demasiado cortas mañanas, mi 
padre estaba ya sometido, extraviado, entregado poseído por aquella 
esfera...
Su cara y su cabeza entera se 
erizaban salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las
 verrugas de las orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un
 viejo zorro al acecho.
El olfato y el oído se
 le agudizaban. En la expresión de su rostro silencioso y tenso se veía 
que sus sentidos lo mantenían en contacto permanente con el mundo 
invisible de los rincones obscuros, los agujeros de los ratones, el 
vacío bajo el entarimado carcomido y los conductos de las chimeneas.
Todos
 los crujidos, los ruidos nocturnos, la vida secreta y rechinante de los
 pisos encontraban en él un observador tan vigilante como infalible, a 
la vez espía y cómplice. Esta tarea lo absorbía de tal manera que se 
enfrascaba completamente en esta esfera para nosotros inaccesible y de 
la cual ni siquiera intentaba informarnos.
A 
veces, cuando los caprichos de lo invisible se tornaban demasiado 
absurdos, no podía abstenerse de chasquear los dedos o reírse por lo 
bajo. Lanzaba miradas de complicidad al gato, también iniciado en los 
misterios de ese mundo, que levantaba su cabeza cínica y fría, cubierta 
de rayas, entrecerrando los ojos delgados y oblicuos, siempre sumido en 
la indiferencia y el aburrimiento.
En mitad 
del almuerzo podía ocurrírsele, de pronto, dejar el cubierto sobre la 
mesa, erguirse en actitud felina y escurrirse en puntas de pies hasta la
 puerta de la contigua habitación vacía y mirar con infinita precaución 
por el ojo de la cerradura. Volvía enseguida a la mesa, un poco 
avergonzado, con una sonrisa incómoda y los gruñidos y refunfuños del 
monólogo interior en el que estaba inmerso.
Por
 la tarde, para divertirlo un poco y distraerlo de sus morbosas 
investigaciones, mi madre lo llevaba a pasear. La acompañaba en 
silencio, sin resistencia, pero también sin convicción, distraído, 
ausente. Una vez lo llevamos al teatro.
Nos 
encontrábamos en esa vasta sala mal iluminada, llena de rumor 
somnoliento y de agitación desordenada. Pero luego de habernos abierto 
paso a través de la batahola, vimos al fondo emerger, como un nuevo 
firmamento, una enorme cortina azul pálido. Sobre ese ancho espacio de 
tela se destacaban grandes máscaras pintadas, rosas y mofletudas. Ese 
cielo ficticio se extendía y derramaba de un extremo al otro, inflado 
por un aliento de emociones y grandes gestos, por la atmósfera de ese 
universo artificial y brillante que se edificaba allá en el escenario, 
mientras se oía arrastrar los decorados. El estremecimiento que agitaba 
al telón, la palpitación que hacía crecer y vivir a las máscaras 
denunciaban la irrealidad de ese firmamento y evocaban, como en las 
crisis místicas, los centelleos del misterio.
Las
 máscaras parpadeaban, sus labios rojos murmuraban sin ruido y yo sabía 
que la tensión del misterio llegaría a su punto culminante: entonces el 
cielo hinchado reventaría develando cosas maravillosas.Pero no me fue 
dado permanecer allí hasta ese momento. Mi padre comenzó a dar señales 
de inquietud, hurgó en sus bolsillos y nos dijo que había olvidado en 
casa su billetera, que contenía dinero y papeles importantes.
Después
 de una corta discusión con mi madre, en el curso de la cual la probidad
 moral de Adela fue objeto de una apreciación algo escueta, me 
propusieron que volviera a casa a buscar la billetera. En opinión de mi 
madre faltaba mucho aún para el comienzo del espectáculo y dada mi 
agilidad, podría estar de regreso a tiempo.Salí a la noche coloreada por
 la iluminación del cielo. Era una de esas noches serenas en que la 
bóveda estrellada es tan extensa, tan ramificada, que parece haberse 
roto y dividido en un dédalo de cielos diferentes y numerosos, capaces 
de cubrir con sus campanas plateadas todas las aventuras, los carnavales
 y las rondas de todo un mes invernal.
Es una 
ligereza imperdonable enviar a un muchacho, en una noche así, a cumplir 
una misión urgente, porque las calles se multiplican, se embrollan y 
cambian de recorrido en las penumbras. En las profundidades de la ciudad
 se abren calles dobles –sosías de calles, si así puede decirse, calles 
engañosas y mentirosas. La imaginación aberrante y seducida recrea 
ilusorios planos de la ciudad que cree conocer, planos en los que esas 
vías tienen su lugar y su nombre, mientras que en la noche, en su 
inagotable fecundidad no puede más que continuar produciendo irreales 
configuraciones. Esas tentaciones de las noches invernales comienzan 
habitualmente por el inocente deseo de abreviar el recorrido tomando por
 un atajo; para escapar a un recorrido complicado se busca un trayecto 
inédito. Pero aquella vez fue diferente.Apenas eché a andar me di cuenta
 de que había salido sin abrigo. Por un instante pensé en volver atrás, 
pero luego me pareció una pérdida de tiempo. La noche no era fría; por 
el contrario, estaba veteada por corrientes de extraña tibieza, por el 
aliento de una primavera irreal. La nieve se había hecho compacta, bajo 
la forma de blancos corderinos, un vellón suave e inocente con aroma de 
violetas. El cielo también se rizaba. La luna parecía desdoblarse y 
multiplicarse, exhibiendo todas sus posiciones y fases.
Esa
 noche el cielo develaba su estructura interna, exponiendo como sobre 
una mesa de autopsia las espirales y las volutas de la luz, el corte de 
los bloques azules, el plasma de los espacios, los tejidos de las 
divagaciones nocturnas...
Era imposible, en 
esas condiciones, seguir por la calle Podwala, o cualquiera otra de esas
 calles oscuras que rodean al Mercado, sin recordar que a esa hora 
tardía están abiertas todavía esas tiendas tan particulares y 
fascinantes que, por el color oscuro de sus revestimientos de madera, 
llamaré las tiendas de color canela.
Esas casas realmente nobles, que cerraban muy tarde, habían sido siempre para mí objeto de fervientes ensoñaciones.
Su
 interior mal iluminado, oscuro y solemne, estaba impregnado de un 
fuerte olor de laca, de pinturas de incienso de especias de países 
lejanos, de mercaderías raras. Allí era posible encontrar luces de 
Bengala, estampillas de países desaparecidos hace mucho tiempo, estampas
 chinas, índigo, colofonia de Malabar, huevos de pájaros exóticos, loros
 y tucanes, salamandras y basiliscos, raíces de mandrágora, cajas de 
música de Nuremberg, homúnculos embotellados, microscopios y largavistas
 y, sobre todo, libros raros y especiales, viejos infolios llenos de 
grabados maravillosos y de historias deslumbrantes.
Recuerdo
 a esos viejos y dignos comerciantes que, con la vista baja, servían a 
sus clientes guardando un discreto silencio, prudentes, llenos de 
comprensión hacia sus deseos más secretos. Entre esos negocios había una
 librería donde una vez yo había visto unas ediciones prohibidas y 
publicaciones de círculos clandestinos que revelaban misterios tremendos
 y embriagadores.
Tan raras eran las ocasiones
 que tenía de visitar esos negocios, sobre todo contando con algún 
dinero en el negocios, que realmente no podía dejar escapar esta 
oportunidad, a despecho de la importante misión que me había sido 
confiada.
Bastaba, según mis cálculos, tomar 
cierta callecita y contar dos o tres transversales, para llegar a la 
zona de las tiendas nocturnas. Me alejaría de mi lugar de destino, pero 
podría recuperar el tiempo perdido volviendo por las salinas.
Alado
 por el deseo de visitar las tiendas de color canela, doblé la esquina 
en la esquina y proseguí. Después de haber cruzado oblicuamente la calle
 me eché a correr, cuidando sin embargo de no equivocar el camino. Crucé
 así tres o cuatro calles transversales, sin encontrar la que buscaba. 
Además, la apariencia misma del barrio no guardaba correspondencia con 
la imagen esperada. Las tiendas no aparecían. Avanzaba por una calle 
cuyas casas no tenían puertas de entrada y sólo mostraban ventanas 
herméticamente cerradas, enceguecidas por los reflejos del claro de 
luna.
Sin duda el frente de estas casas da 
sobre la calle que busco –pensé. Inquieto, apresuré el paso para llegar 
lo más rápido posible a terreno conocido. Estaba casi al final de la 
calle y me pregunté, turbado, adónde iría a parar. Desemboqué sobre una 
larga avenida con pocos edificios, muy larga y recta. Sentí de pronto el
 hálito de los grandes espacios. Bordeando la calle o en el fondo de los
 jardines se elevaban casas pintorescas, construcciones elegantes de 
gente rica. En los intervalos aparecían parques y huertos. El conjunto 
recordaba la parte baja de la calle Lesznianska. El resplandor de la 
luna, que se disolvía en mil escamas plateadas, era tan claro como el 
del día. Sólo los jardines y los parques ponían manchas sombrías en ese 
paisaje blanco.
Luego de un maduro examen de 
esas construcciones llegué a la convicción de que me hallaba frente a la
 parte trasera del liceo, que nunca había visto desde este lado. Me 
acerqué a una puerta que, para mi sorpresa, estaba abierta y daba sobre 
un vestíbulo iluminado. Entré y me hallé sobre una alfombra roja. 
Esperaba poder escabullirme a través del edificio sin ser descubierto y 
salir por la puerta delantera, lo que acortaría bastante mi camino.
Recordé
 que a esta hora debería hallarse allí el profesor Arendt dictando una 
de sus clases magistrales, a las que asistíamos en invierno poseídos por
 el noble entusiasmo por el dibujo que debíamos a ese excelente maestro.
Éramos
 unos pocos y estábamos como perdidos en la vasta sala sombría. Sobre 
las paredes se quebraban las sombras inmensas de nuestras cabezas 
iluminadas por pequeñas bujías que ardían en el cuello de unas botellas.
 
A decir verdad no dibujábamos mucho durante 
esas horas suplementarias y el profesor era poco exigente con nosotros. 
Inclusive algunos traían almohadas de sus casas y se echaban sobre los 
bancos para echar un sueñito. Sólo dibujaban los más trabajadores, 
sentados cerca de las velas, dentro del círculo dorado de su resplandor.
Por
 lo común debíamos esperar largo rato al profesor, engañando a nuestro 
aburrimiento con somnolientas conversaciones. Por fin la puerta de su 
habitación se abría y él entraba, pequeño, con su hermosa barba, 
abundando en sonrisas esotéricas, discretas reticencias y exhalando 
cierto perfume de misterio. Rápidamente cerraba la puerta de su gabinete
 que, al abrirse un instante, había dejado escapar una multitud de 
sombras de yeso, de fragmentos antiguos, de dolorosas Níobes, Danaides o
 Tantálidas: todo un Olimpo estéril y triste que allí languidecía desde 
hacía años. A través de la penumbra de esa habitación, que ya era 
obscura en pleno día, ondeaban sueños de yeso, miradas vacías, óvalos 
palidecientes y meditaciones que se perdían en la ambigüedad. A menudo 
solíamos escuchar detrás de la puerta el silencio lleno de los suspiros y
 murmullos de esas ruinas que se desmoronaban entre telas de araña, de 
ese crepúsculo de los dioses que se disolvía hasta el hastío.
El
 profesor se paseaba, majestuoso, lleno de unción, a lo largo de los 
bancos desocupados, entre los cuales, formando pequeños grupos, 
dibujábamos en medio de los reflejos grisáseos de la noche de invierno. 
La
 atmósfera era apacible y adormecida. Aquí y allá algunos compañeros se 
preparaban para dormir. Las velas se consumían poco a poco sobre sus 
botellas. El profesor se absorbía en la contemplación de una profunda 
vitrina llena de viejos infolios, grabados e ilustraciones anticuadas. 
Con gestos misteriosos nos mostraba viejas litografías que representaban
 paisajes crepusculares, bosquecillos nocturnos, alamedas invernales, 
negras, en medio de pálidos espacios lunares.Imperceptiblemente, el 
tiempo corría entre el sopor de nuestras conversaciones. En su fluir 
desigual, formaba a veces nudos en el transcurso de las horas, 
absorbiendo no se sabe dónde, largos intervalos de duración. 
Sorpresivamente, sin transición, nos hallábamos en camino de retorno, 
sobre el sendero blanco de nieve, entre setos paralelos de zarzas negras
 y secas. Recorríamos ese sendero erizado de sombra, rozando la pelambre
 de los brezos que crujían bajo nuestros pasos en la clara noche sin 
luna, en la luz lechosa e ilusoria de la madrugada. El blanco difuso de 
esta luz que rezumaba nieve, aire pálido, espacios lácteos, evocaba 
algún gris grabado en el que los espesos montes se hallaban trazados con
 profundos trazos negros. La noche repetía así esa serie de estampas 
nocturnas del profesor Arendt, cuyas fantasías desarrollaba.Esta parte 
del parque, la más densa, estaba poblada de breñas velludas y masas de 
arbustos secos. Aquí y allá había huecos, nidos obscuros, profundos y 
aterciopelados, recorridos por gestos misteriosos y furtivas miradas de 
convivencia. En esos nidos uno se sentía bien y al abrigo. Allí nos 
sentábamos, metidos en nuestros abrigos de piel, sobre la nieve suave y 
tibia, partiendo nueces, en la que abundaba ese primaveral invierno. A 
través de los sotos se filtraban martas, comadrejas, mangostas, 
animalitos olfateantes que olían a piel curtida. Suponíamos que en 
nuestro gabinete de historia natural habría especímenes de estos 
animales que, aunque destripados y medio pelados, deberían sentir en su 
interior hueco, en noches como ésta, la voz atávica, el llamado del 
celo, y volverían a su lugar natal por un instante de una ilusoria 
existencia.
Pero poco a poco la fosforescencia
 de la nieve se enturbiaba y extinguía: se acercaba esa densa tiniebla 
que precede al alba. Algunos de nosotros se adormecían sobre la nieve; 
otros alcanzaban a tientas la puerta de sus casas y entraban a ciegas en
 aquellas habitaciones obscuras, en el sueño de sus padres y hermanos, 
en los profundos ronquidos en los que trataban de recuperar el tiempo 
perdido.Dado el encanto que tenían para mí esas reuniones nocturnas, no 
podía esta vez dejar de echar un vistazo a la sala de dibujo, pero 
comprometiéndome a no emplear en ello más que un minuto. Sin embargo, 
luego de haber subido unos rechinantes escalones de cedro, vi que me 
encontraba en una parte desconocida para mí del edificio.
El
 solemne silencio que reinaba allí no se hallaba turbado por el más leve
 ruido. En esta ala del edificio los corredores eran más anchos y 
elegantes y estaban recubiertos de tapices de terciopelo. Los recodos 
estaban iluminados por pequeñas mariposas. Luego del último de estos 
recodos entré en un corredor aún más fastuoso. Sus muros eran arcadas 
vidriadas que daban a diversos aposentos. Se podía observar una serie de
 piezas alineadas, todas dispuestas con magnificencia. Pasando entre 
tapicerías de seda, espejos de marco dorado, muebles tapizados y arañas 
de cristal, la mirada se hundía en esos interiores lujosos y 
aterciopelados, repletos de remolinos coloreados y arabescos 
centelleantes, pimpollos de flores y guirnaldas entremezcladas. La 
profunda calma de esos salones vacíos sólo estaba animada por las 
miradas secretas que se intercambiaban los espejos y por el espanto de 
los arabescos que se desarrollaban en los frisos a lo largo de los muros
 y se perdían entre los ornamentos de estuco de los blancos techos.Me 
detuve, embargado de respeto frente a tanta suntuosidad, comprendiendo 
que mi escapada nocturna me había conducido, de manera inesperada, al 
ala del director y frente a sus aposentos privados. Me quedé allí, 
endurecido y con el corazón palpitante, dispuesto a huir ante el menor 
ruido. Si me sorprendieran, ¿cómo justificar mi espionaje nocturno? En 
uno de esos profundos sillones forrados de terciopelo podía muy bien 
estar reposando la nieta del director, quien podía levantar la vista del
 libro que estaba leyendo y fijar en mí esos ojos negros, tranquilos, 
sibilinos que ninguno de nosotros podía soportar.Pero me hubiera 
avergonzado retroceder a mitad de camino, abandonando mi plan. Por otra 
parte un silencio total reinaba en ese interior iluminado por una débil 
luz. A través de los vidrios de las arcadas percibía, en el otro extremo
 del salón, una puerta también vidriada que daba a una terraza. La calma
 que me rodeaba me dio ánimos. No me parecía demasiado arriesgado 
descender algunos escalones y saltar sobre la alfombra preciosa, para 
alcanzar la terraza, de donde podría pasar sin esfuerzo a la calle, bien
 conocida por mí.
Tal fue lo que hice. Bajé al
 salón, entre las altas palmas que se elevaban hacia los arabescos del 
techo y observé que me hallaba ya en terreno neutral, pues esta 
habitación carecía de muro exterior. Era una especie de vasta loggia, 
separada solo por una breve escalinata de la gran plaza de la ciudad, de
 la que constituía en realidad una prolongación un poco más elevada, al 
punto que algunos de los muebles se hallaban directamente sobre el 
pavimento. Descendí algunos escalones de piedra y me hallé en la calle.
Las
 constelaciones ya se habían puesto cabeza abajo; todas las estrellas se
 habían dado vuelta, pero la luna, hundida en un almohadón de nubéculas 
que iluminaba con su presencia invisible, parecía tener por delante aún 
una ruta infinita y, absorbida por complejos trámites celestes, no 
pensaba ya en la aurora.
En la calle se 
destacaban las masas sombrías de algunos coches de plaza, viejos y 
desquiciados, con aspecto de cangrejos o cucarachas estropeados y 
doblegados. Un cochero se inclinó hacia mí desde lo alto de su asiento; 
tenía una carita roja y bondadosa. "¿Damos una vuelta, joven señor?" –me
 preguntó. Subí, y tembló todo el cuerpo del coche, de múltiples 
articulaciones. Al punto partimos, sobre ligeras ruedas.Pero, ¿quién 
puede, en semejante noche, confiarse a los imprevisibles caprichos de un
 cochero? Entre el chirrido de los ejes, el rechinar de la carrocería y 
el chasquido de la lona del techo, mi voz no conseguía hacerse oír. A 
todo lo que yo le decía para indicarle el camino respondía meneando la 
cabeza, en tanto daba vueltas por la ciudad, canturreando.
Frente
 a una taberna, un grupo de cocheros nos saludó con gestos amistosos. Mi
 cochero les respondió en tono jocoso; luego, sin detener el coche, me 
arrojó las riendas sobre las rodillas, saltó de su asiento y se reunió 
con sus camaradas. El caballo, un viejo y experto caballo de coche de 
plaza, dio vuelta la cabeza un instante y luego continuó su trote 
regular. En realidad, este caballo inspiraba más confianza y parecía más
 prudente que su dueño. Pero como yo no sabía conducir, debía someterme a
 su voluntad. Me llevó hasta una calle suburbana flanqueada de jardines.
 Poco a poco los jardines dejaron lugar a parques poblados de grandes 
árboles y más tarde, a verdaderos bosques.Nunca olvidaré esa carrera 
luminosa en la noche más clara del invierno. La carta en colores del 
firmamento se había convertido en una enorme cúpula sobre la cual se 
acumulaban continentes y océanos fantásticos recortados por las líneas 
de los torbellinos y las corrientes estelares, trazos brillantes de la 
geografía celeste. El aire era ahora ligero y luminoso como una gasa 
plateada. De la nieve, lanosa como un vellón de astracán, salían 
anémonas temblorosas que se inclinaban con una chispa de claridad lunar 
en sus cálices. El bosque parecía totalmente iluminado por mil estrellas
 de claridad que el cielo de diciembre dejaba caer en profusión. El aire
 exhalaba un indecible perfume de primavera; olía a nieve y a violetas.
Habíamos
 llegado a un terreno accidentado. El contorno de las colinas erizadas 
de árboles desnudos, se alzaban al cielo como suspiros bienaventurados. 
Vi, sobre esos collados felices, grupos de gente que recolectaban en el 
césped y las malezas estrellas húmedas de nieve. La pendiente del camino
 se hacía cada vez más pronunciada, el caballo resbalaba y arrastrar el 
vehículo le costaba un gran esfuerzo. Me sentía feliz. Respiraba a pleno
 pulmón la brisa primaveral. Contra el petral del caballo se levantaba, 
cada vez más alta, una barrera de espuma nevada. El animal perforaba con
 gran dificultad esa masa fría y finalmente debió detenerse. Bajé del 
coche; con la cabeza gacha, el caballo respiraba penosamente. Apreté su 
cabeza contra mi pecho y vi que las lágrimas brillaban en sus grandes 
ojos negros. Entonces advertí en su vientre la mancha negra de una 
herida. "¿Por qué no me dijiste nada?", murmuré al borde de las 
lágrimas. El respondió: "Era por ti, amigo mío...". Y se volvió tan 
chico como un caballito de madera. Lo dejé allí. Me sentía 
maravillosamente feliz y ligero.
Me pregunté 
si iría a esperar el trencito local que llegaba hasta ese lugar o si 
volvería a pie a la ciudad. Por fin comencé a descender por un sendero 
que serpenteaba a través del bosque. Primero marché a pasos rápidos y 
elásticos; luego tomé impulso y me lancé a una carrera feliz que 
prontamente tomó la loca velocidad de un descenso en esquíes. Podía 
regular mi velocidad y mi dirección por medio de ligeros movimientos.
Cerca
 de la ciudad detuve esta carrera triunfal y retomé mi andar tranquilo 
de paseante. La luna continuaba muy alta. Las transformaciones del 
cielo, las metamorfosis de sus múltiples bóvedas en configuraciones cada
 vez más ingeniosas no habían concluido. Como un astrolabio de plata, 
descubría su mecanismo en esa noche mágica y dejaba ver en sus 
evoluciones infinitas las matemáticas resplandecientes de sus piñones y 
resortes.
A la altura del Mercado encontré a 
gente que, como yo, gozaba de ese tiempo excepcional. Todos estaban 
encantados por el espectáculo nocturno y elevaban sus miradas al cielo. 
Dejé de preocuparme por la billetera de mi padre. El, perdido en sus 
excentricidades, seguramente había olvidado su pérdida. Mi madre, por su
 parte, no me preocupaba.
En una noche así, 
única en el año, descienden hasta nosotros pensamientos felices, 
revelaciones, iluminaciones repentinas del espíritu divino. Uno se 
siente tocado por el dedo de Dios. Lleno de ideas y de inspiración, 
quería volver a casa, cuando me crucé con algunos compañeros de estudios
 con sus libros bajo el brazo. Habían salido demasiado temprano de la 
escuela, como despertados por la claridad de esa noche que no quería 
terminar.
Nos paseamos por una calle en 
pendiente abrupta en la que soplaba una brisa de violetas, sin estar 
seguros si todavía duraba esa mágica noche plateada de nieve o si ya 
estaba amaneciendo.
*Escritor, dibujante y pintor polaco (1892-1942).
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