Jaroslaw Iwaszkiewicz*: Ìcaro...
Hay un cuadro de
Brueghel llamado Icaro. En él se ve a un
campesino que ara la tierra en un alto acantilado sobre el mar; un pastor
impasible apacienta su rebaño, y un pescador tiende las redes en la costa. A lo lejos, puede vislumbrarse una
tranquila ciudad. En el mar navega, con
las velas desplegadas, un barco en cuyo puente unos comerciantes discuten sus negocios. En fin, estamos ante los afanes
y preocupaciones cotidianos, frente a una vida de simples menesteres y problemas humanos sencillos. ¿Dónde está
Icaro?¿Dónde está aquel que
trató de alcanzar el sol? Sólo si observamos minuciosamente el cuadro, podremos
descubrir en un rincón del mar un par de piernas que se sumergen en el agua, y arriba, revoloteando en el aire, unas
cuantas plumas que el brusco descenso desprendió de las alas ingeniosamente fabricadas. La caída ha ocurrido hace
un instante apenas. Se trata del
temerario que, según la leyenda griega, construyó unas alas para volar y se elevó a tal altura que llegó cerca del sol.
Sus rayos fundieron la cera con que se había pegado el joven las plumas, y el desdichado se precipitó en el abismo. La
tragedia ha ocurrido; helo allí que se hunde y se ahoga en el mar. Pero los
hombres nada han advertido. Ni el
campesino que ara la tierra, ni el comerciante que navega, ni el pasajero que contempla el cielo, ninguno se ha dado cuenta de
la muerte de Ìcaro. Sólo el poeta o el pintor la han
visto y la han transmitido a la posteridad.
Ese cuadro me viene a
la memoria cada vez que recuerdo un episodio que me tocó vivir. Era en junio de 1942 o 1943. Un bellísimo
crepúsculo de verano descendía sobre Varsovia, un resplandor rosado creaba sombras que
embellecían las casas destruidas, y en el hormigueo impetuoso de la multitud
que subía a los tranvías para llegar a casa antesdel toque de queda, el
conjunto de los vestidos civiles ocultaba los uniformes, raros a esa hora. En aquel
momento las calles de Varsovia, animadas y bellas en el esplendor de junio, podían dar la impresión de que la ciudad estuviese
libre de los invasores. Sólo por un instante...
Esperaba el tranvía en la parada de la esquina de la calle Trebacka con la Krakowskie Przedmiescie. Las rojas
carrocerías tranviarias, campanilleaban sonoramente y se
alineaban, una tras otra, a lo
largo de Krakowskie Przedmiescie. La gente se aglomeraba para subir, saltaba a los
estribos, se colgaba de las puertas, se apiñaba tanto dentro
como fuera de los vehículos. De
cuando en cuando, pasaba a toda prisa un "cero" rojo, reservado a los
alemanes, y por ende casi vacío. Debí esperar bastante tiempo un tranvía en el
que se pudiese entrar con menos dificultad. Pero, cuando al fin llegó uno, no
tenía ya deseos de subir; de improviso le había tomado gusto a aquella multitud
que me rodeaba indiferente del todo a mi presencia. Frente a mí, sobre su
pedestal, se erguía la estatua de Mickiewicz; en torno al monumento humildes plantas floridas emanaban un grato perfume;
los automóviles trazaban
con un chirrido la curva frente a la iglesia de las Carmelitas; los muchachos pregonaban a gritos sus periódicos; frente a
un resplandeciente escaparate hormigueaban los vendedores de cigarrillos y de pasteles; se cerraban con
ruido las puertas metálicas y las rejas
de las tiendas; en el jardincillo, los bancos estaban
repletos de viejos y jóvenes; gorjeaban los gorriones, fijos ellos también en las ramas de
los frágiles arbolillos...Todo esto se sumergía lentamente en el azul
crepúsculo de la tarde estival. En ese instante sentía pulsar el corazón de
Varsovia, e instintivamente me mezclé entre la multitud para permanecer un poco más de tiempo junto a ella y entre
ella y disfrutar de aquel atardecer varsoviano.
En un determinado momento observé a un muchacho que venía
por la calle Bernardcka. Apareció
detrás de un tranvía en marcha, y se detuvo en el pequeño camellón, de espaldas al ir y venir de la multitud,
con la cara vuelta hacia la acera y sin apartar los ojos de un libro con el que había surgido en aquel crepúsculo
cada vez más gris.
Podía tener quince
años, dieciséis a lo sumo. De tanto en tanto, mientras leía, sacudía la rubia cabellera, y, con la mano, apartaba después los cabellos que le caían
sobre la frente. Del bolsillo, sobre
su cadera, asomaba un segundo libro. El primero lo llevaba abierto frente a los ojos y evidentemente era incapaz de
desprenderse de él. Con toda probabilidad, lo había conseguido hacía poco de un
compañero o de una biblioteca clandestina, y sin esperar a la llegada a casa, se mostraba impaciente por
conocer el contenido, aún en la calle. Me desagradaba no saber qué libro era;
de lejos parecía un manual, pero me decía que ningún manual puede despertar tan
vivo interés en un joven. ¿Serían versos? ¿Tal vez un libro de economía? No lo sé. El muchacho permaneció un poco en el camellón, inmerso
en la lectura. No hacía caso de los
empellones, ni de la multitud que se apiñaba alrededor de los
vehículos. Detrás de él se asomó más de una cara enrojecida, pero él seguía sin
apartar la mirada del libro. Y después, siempre con el libro bajo los ojos, tal vez molesto por
los empujones y el estrépito, o tal vez asaltado de improviso por una necesidad
inconsciente de llegar a su casa, lo vi descender a la calzada, frente a un
automóvil que apareció en aquel instante.
Se oyó el chirrido
violento de los frenos y el silbido de los neumáticos sobre el asfalto.
Con la intención de evitar
el choque, el conductor viró bruscamente y detuvo en seco el vehículo en la esquina de la calle Trebacka.
Advertí, lleno de espanto, que era un coche de la Gestapo. El muchacho del
libro trató de esquivar el automóvil, pero inmediatamente se abrió la portezuela
posterior y dos individuos, con el casco adornado por una calavera, saltaron a
la calle. Se hallaban exactamente frente al muchacho. Uno de ellos gritó algo con voz gutural y el otro, trazando
con el brazo un gesto circular, invitó con mofa al muchacho a subir. Aún ahora puedo ver a aquel joven, detenido
frente a la portezuela, confuso,totalmente avergonzado... Veo cómo se disculpaba, cómo movía la cabeza en
un ingenuo gesto de negación,
semejante a un niño que promete: "No lo volveré a hacer"... Parecía estar
diciendo: "No he hecho nada... sólo esto...", e indicaba el libro que
había producido su descuido. Como si
hubiese sido posible explicar alguna cosa. Se negaba a subir al auto, como en un último impulso de la vida que estaba
perdiendo. El gendarme le pidió los documentos, le arrebató de las manos la
carta de identidad que había extraído de un bolsillo, y con un gesto violento,
lo empujó hacia el interior. El otro lo ayudó. Subió el muchacho y tras él los hombres de la Gestapo; la
portezuela se cerró y el vehículo
partió bruscamente, dirigiéndose a toda velocidad hacia la avenida Szucha...
Lo perdí de vista.
Desolado por lo ocurrido, miré en torno mío, buscando comprensión en alguien. El muchacho del libro había
desaparecido para siempre. Con el más grande estupor, comprobé que nadie se
había dado cuenta del suceso. De manera tan fulminante se había desarrollado lo que he descrito. Todos los peatones que
formaban aquella multitud se hallaban tan ocupados en sus propios
afanes, que el rapto del muchacho les había pasado inadvertido. Unas señoras
que había a mi lado discutían si era conveniente tomar tal o cual
tranvía, dos tipos encendían sus cigarrillos tras el poste de la parada,
una vieja con una cesta en la mano junto a la pared, repetía sin tregua su
"Limones, limones magníficos,
limones...", como un conjuro budista, y otros jóvenes corrían por la calle
tras el tranvía que se
iba, arriesgándose a terminar bajo un automóvil...
Mickiewicz estaba
allí, tranquilo, y las
flores exhalaban un suave perfume; un leve vientecillo agitaba las tiernas ramas en derredor del monumento. La desaparición de aquel
joven no había significado nada para nadie. Sólo yo había visto ahogarse a Icaro. Permanecí allí aún
mucho tiempo, aguardando que la
multitud se disgregase. Pensaba que tal vez Michas, así lo llamé en la imaginación,
volvería. Me imaginaba su casa, sus padres que esperaban su regreso, a la madre mientras preparaba la cena, y no podía
resignarme a que ellos no pudiesen saber de qué manera había desaparecido su
hijo. Conociendo las costumbres de nuestros ocupantes, preveía que no habría
podido liberarse de sus tentáculos. ¡Y todo había ocurrido de un modo tan
estúpido! La insensata crueldad de aquel secuestro me sobresalta y me turba todavía. Aquellos que han muerto en las batallas,
que sabían por qué morían, encontraron tal vez consolación en la idea de que su muerte tenía sentido. Pero
quienes como mi Icaro han sido sumergidos en el mar del olvido por una razón tan cruel como
insensata...Llegó la noche. La
ciudad se adormecía en un sueño febril, malsano... Me aparté por fin de la
parada, pasé junto al monumento de Mickiewicz, y me dirigí a pie
hacia mi casa...Mientras continuaba persiguiéndome la imagen de Michas, que
movía la cabeza como si dijera: "No, no,
la culpa es del libro... En adelante, tendré más cuidado...".
*Escritor polaco.
** Vèase el sitiohttp://es.scribd.com/doc/8572562/7/BRUNO-SCHULZ
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