martes, junio 15, 2010

Paulina Movsichoff**: Pájaro con el ala quebrada*


Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que esté a mi lado y el remoto me ignoren, me olviden, me posterguen, me desamen. ROSARIO CASTELLANOS


El espejo le devolvió una cara estragada por el insomnio. Los ojos apagados, el cutis sin su habitual lozanía. Algo había dormido, sin embargo. Recordó que, a eso de las cuatro, encendió la lámpara pues quería mirar la hora. Humberto estaba a su lado, envuelto en el sueño como en un cápsula opaca. Permaneció unos segundos escuchando la respiración pausada, aquel mundo quieto y sin embargo tan vivo en su misterio. De pronto se sintió lejana, expulsada definitivamente de esa vida. Seguramente el sueño la ganó después. Ahora estaba cansada, sin fuerzas para empezar el día. A lo mejor un baño, pensó. Súbitamente recordó las camisas de Humberto, las medias de los chicos, las sábanas, las toallas. Se agachó para destapar el canasto. Convenía no dejar nada para un después incierto. La ropa se oreaba mejor al sol de la mañana. Sacó una a una las prendas y fue colocándolas en la sábana, extendida sobre las baldosas. Apartó las de color con el propósito de lavarlas después, a mano. Envolvió todo en la sábana y caminó con el bulto hasta el lavarropa. Contó cuidadosamente las cucharadas de jabón en polvo, no fuera que se le inundara la cocina, como la última vez. Luego de conectar la máquina miró por la ventana. En la calle, los castaños, ya sin hojas, parecían estremecerse al soplo helado del viento. No obstante, la mañana era luminosa. Se acordó su propósito de realizar largas caminatas ese invierno. Pero lo fue postergando, como todo lo que se propusiera últimamente. Allí estaba, inconcluso, el cuento que comenzara semanas atrás. Y el libro sobre la mesa de luz le sacaba la lengua por las noches, cuando se derrumbaba en la cama demasiado agotada para leer aunque fuera una página. Se sorprendió pensando en aquellas mañanas de estudiante, en la biblioteca de la facultad. Las luces de los pupitres sumidas en la penumbra general aumentaban aquella sensación de penetrar en un templo. Siempre que entraba a las bibliotecas sentía eso. Desde niña, cuando se quedaba horas en el escritorio de su padre, mientras sus hermanos jugaban en el patio. Allí había descubierto los libros y con ellos el mundo, la posibilidad de volar a otras épocas, de viajar a todos los países. La literatura se convirtió en su pasión: Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo. Escritora, se decía a sí misma, quiero ser escritora. Pero luego se arrepentía como si cometiese una audacia imperdonable. ¿Quién era ella, cómo se le ocurría ponerse a la par de esos gigantes? Sus amigos se le reirían en la cara si supieran que ése era su mayor anhelo. Tal vez por eso, cuando se recibió, decidió seguir abogacía. Sin embargo, encerrada con los libracos en su habitación, no podía resistir la cercanía de la biblioteca y se sumergía entonces en los cuentos de Horacio Quiroga, en alguna novela de Tolstoi. Ahora esos momentos brillaban en su mente con la diafanidad de una piedra preciosa. Al contrario de lo que sucedía con la mayor parte de sus amistades, el amor ocupaba para ella un lugar secundario. Cuando Humberto le pidió que se casaran aquella tarde en que salían del cine, no quiso negarse a una experiencia que le pareció importante. Además, debía confesarse que se había enamorado. Los chicos llegaron pronto y el título quedó arrumbado en un cajón del escritorio. Cuando crezcan, se consolaba. Los años habían pasado y, con ellos, las ganas. Entró al dormitorio de los varones y abrió la ventana. El aire penetró con una fuerza inusitada y la puerta se cerró de un golpe. Permaneció allí, en el centro del caos, sin saber por dónde empezar. Se agachó para alzar el perrito de peluche y, al enderezarse, el canto de la ventana le golpeó la cabeza. Con el perro sobre la falda se sentó al borde de la silla, masajeándose suavemente y a punto de soltar el llanto. La foto de la mesa de luz la distrajo de su dolor. Javier, el más grande de sus hijos, se la despegó un día del álbum y la puso en el portarretratos. La había tomado Humberto, dos días después de conocerse. El recuerdo de aquel verano la hirió, como un mediodía enceguecedor. Fue una amiga en común quien los puso en contacto. Las palabras habituales, los inevitables gestos de los que acaban de descubrirse y el tiempo parece temblar, en la pureza de su inminencia. Siguió contemplando la foto, absorta en sus pensamientos. En esa época era hermosa. Miró su pelo largo, que el viento desordenaba, la sonrisa apenas esbozada en sus labios entreabiertos. Ahora sus labios estaban pálidos y de ellos no salían canciones. Tampoco poemas: "Fui ladrón de caminos tal vez, no me arrepiento. Un minuto profundo, un magnolia rota por mis diente y la luz de la luna celestina". Está bien, se dijo, basta de chiquilinadas. Así se le iba a pasar la mañana y los chicos llegarían famélicos de la escuela sin que el almuerzo estuviese listo. Mientras sacudía la sábana, las palabras de Neruda seguían dando vueltas en su cabeza: La soledad mantuvo su red entretejida de fríos jazmineros. ¿Eran del mismo poema? “Me gustas”, le susurró Augusto cuando se lo oyó decir. Estaban junto a la pileta, en la quinta de Joaquín. En ese tiempo ella decía versos sin importarle si la escuchaban o no. Era como una forma de tenerse, de saberse. La poesía. Recodarse con nostalgia es como despedirse de nuevo. ¿Quién había dicho eso? Cuántos años, musitó. Augusto. Sus cuerpos entrelazados en el hotel aquella primera vez. Y luego todo lo otro, Las tardes de pasión y bronca, de despedidas y reencuentros. Estás muy divertida, hoy, rió para sí. Caminó hasta el living con el propósito de poner un disco. Dudó entre Soledad Bravo y Nana Mouskouri. Se decidió por Soledad. La voz subió lenta, consoladora. Una especie de convalecencia le cosquilleó en la piel. El sol penetraba a raudales por la ventana y las cosas se volvieron dulces, sin aristas casi. Se arrellanó en el sillón, dispuesta a seguir escuchando. Miró los crisantemos encima de la mesa ratona, las plantas distribuidas en todos los rincones y su muda presencia la reconfortó. Un ruido en la cocina la obligó a levantarse. La manguera había resbalado afuera de la pileta y el agua brotaba ahora despreocupadamente sobre el piso. Contempló es desastre con desaliento. Mientras estrujaba el trapo, descalza sobe el agua, pensó en el sueño de la noche anterior. El tren corría por una llanura y ella iba sentada al lado de un hombre joven, que nunca había visto. Cuando él se inclinó a su oído a decirle algo, ella echó la cabeza hacia atrás y sonrió, al tiempo que contemplaba cómo una bandada de tordos tomaba el impulso para volar. Enseguida el tren había entrado en un largo túnel. Despertó justo en el momento en que él le tomaba la mano. Le hubiera gustado saber qué pasaba luego. A veces le sucedía que los personajes de un sueño la visitaban en otro y la historia continuaba, como una novela por entregas. ¿Continuaría ésta? ¿Adónde iría ese tren? Las once, se asustó. Aún no he acomodado mi pieza. A esta horas él estará… El teléfono interrumpió su divagación.
—¿Cecilia?
La voz de Humberto sonó como siempe, despreocupada y jovial.
—Sí. ¿Cómo estás?
-Enloquecido. Debo almorzar con un cliente que acaba de llegar de Madrid. No me esperen a comer.
—Está bien — dijo Cecilia, tratando de no parecer ansiosa —. Acordate que hace dos días que no ves a los chicos despiertos.
— Bueno. Este fin de semana saldremos todos juntos.
Siempre dice lo mismo, pensó mientras cortaba. Y luego los sábados se va con el pretexto de que tiene que terminar un trabajo y los domingos duerme todo el día. Se lo imaginó hablando, proyectando, abriéndose paso por el mundo, olvidado de su pequeña vida. Siguió pensando en el sueño. ¿Y si lo escribía? Tal vez él era de otra ciudad. De golpe recordó algunas de sus palabras. No podía precisarlas exactamente, pero se referían a un pájaro. Él le dijo eso y ella sacudió la cabeza y se rió. Fue antes de que entraran al túnel. Ahora, mientras regaba las plantas, trataba de recomponer sus facciones: el pelo rubio, sí. Los hombros anchos y macizos. El cuello tal vez un poco grueso. Volvió a pensar en Humberto. Lo vio sentado en un bar, tomando whisky con la otra. Porque existía otra, De eso estaba casi segura. Pero ahora la certeza no la angustiaba tanto como en ocasiones anteriores. Ni siquiera se prometió espiarlo a la salida de la empresa. Cada vez que se lo proponía surgía algún impedimento: el dentista de Miguelito, el traumatólogo de Pablo. Al final llegó a preguntarse si valía la pena. Humberto no quiso nunca que ella trabajara. Al principio, Cecilia lo aceptó. Podría escribir tranquila mientras los chicos estuvieran en la escuela. Sólo que no había contado con aquella soledad, con la falta absoluta de ayuda. Las cosas no iban muy bien últimamente y ella tuvo que despedir a la mucama.
Pensó en trabajar, pero era difícil integrarse a algo después de tanto tiempo. Y luego esa ausencia de estímulos, de aventuras. ¿Qué podía contar? Se encogió de hombros y se fue a extender la ropa. Le dolía la cintura. Tendría que hacerse un chequeo de una buena vez. Parada a un costado de la cama, miaba sin ver las colchas en desorden, la ropa esparcida de cualquier manera. Súbitamente recordó: “Parecés un pájaro con el ala quebrada”. Ésas habían sido exactamente las palabras del desconocido. Caminó hasta la ventana abierta y descubrió a dos palomas, a punto de levantar el vuelo.

*Una mujer silenciosa- Torres Agüero Editor.

**Nació en la prov. de Córdoba, creció en la prov. de San Luis y reside actualmente en Buenos Aires. Profesora de Letras (UBA). Poeta y narradora (cuento, novela y literatura infantil. Publicó, entre otros, los siguientes libros de poesía: Donde habite la luz, Adentro hacia los nombres, Onírisis, Todo aire es danzable. Y las siguientes novelas: Fuegos encontrados (Premio "Juan Rulfo" en México), Las fábulas del viento (Segundo premio municipal de novela), Todas íbamos a ser reinas, La orilla del mundo, Juan Crisóstomo Lafinur. La sensualidad de la filosofía. En cuento: Extraño de ojos grises y Una mujer silenciosa. Preparó además diversas antologías de canciones y juegos tradicionales infantiles, y adaptaciones de cuentos maravillosos argentinos para niños.