Felisberto Hernández*: Mur**
Hace muchos años, al principio de un verano, yo fui a una pequeña ciudad para dar una conferencia. Como la llevaba escrita y no tenía preocupaciones, me propuse ser feliz. Allí había una feria ganadera y los hoteles estaban llenos; me tocó dormir con paisanos que conversaban a oscuras. Hablaban de los campos que convenían a sus animales, y me dormí cansado de imaginar vacas pastando en lugares distintos. Al otro día, después de la conferencia, un amigo me dijo:
—Mañana me voy para Montevideo, pero ya te conseguí una pieza de hotel donde dormirás con un muchacho que no habla ni de noche ni de día.
Y señalando a un joven que fumaba frente a un vidrio biselado —sólo al otro día me di cuenta de que él echaba el humo sobre el vidrio— mi amigo le gritó:
—Che, Mur...
Mientras el joven venía hacia nosotros, yo dije:
—¡Qué nombre!... ¡Mur!
—No se llama Mur. Primero le decíamos “Murciélago”, y después, Mur.
No tuve tiempo de preguntarle por qué le llamaban así. Mur venía trayendo la cabeza levantada y una gran nariz violácea que parecía decir: “¿Y?”
Después de las primeras palabras mi amigo tomó por una punta la pequeña moña de la corbata de Mur y con un suave tirón se la deshizo. El otro soportó la broma con una sonrisa simpática y se fue hasta un espejo para hacerse la moña. No recuerdo si en esa ocasión echó el humo del cigarrillo contra el espejo. Al poco rato mi amigo se fue para su casa y Mur y yo empezamos a caminar —más bien lentamente— hacia el hotel. Después de haber andado algunas cuadras, él me dijo:
—Usted no tiene que acomodar sus pasos al compás de los míos, soy yo quien debe seguir el ritmo de los suyos.
—Esta es mi manera de caminar —le contesté.
Pero él hizo una sonrisa y nada más. Yo sentí necesidad de complacerlo y empecé a dar pasos largos y a balancearme hacia los costados. Al llegar al hotel tenía un poco de malestar en los riñones. El cuarto de él era grande y ya nos esperaban dos camitas vestidas de celeste. En un gran lavatorio antiguo de madera negra, había una palangana de porcelana blanca. Veía salir el agua del labio grueso de la parra y el asa fresca me llenaba toda la mano. Después de lavarme vi a Mur sentado a una gran mesa redonda y fumando con los ojos bajos. Primero yo sentí necesidad de romper el silencio con alguna palabra; pero después pensé en esa costumbre mía como en una debilidad y decidí callarme la boca. De pronto Mur miró hacia un lado de la mesa y echó humo al pie de un retrato; en él había una mujer que miraba el cielo; y cuando el humo subía, los ojos de ella parecían ventanas de una casa en un principio de incendio. Entonces Mur me dijo:
—Le presento a mi novia.
Yo hice una cortesía un poco en broma y al levantar la cabeza vi, colgando en la pared, un fuelle; estuve luchando con la curiosidad de preguntarle para qué lo utilizaba; pero en un momento Mur arrastró la silla con violencia y empezó a decir:
—Nos van a dejar sin cena...
Y los dos salimos de la habitación casi atropellándonos.
Esa noche en la mesa él no pidió vino. Comía silenciosamente y de pronto me dijo:
—Estuvo bien su conferencia...
—¡Ah! Me alegro...
—Espéreme un momento; no he terminado de hablar. Usted dijo una cosa que no es de mi gusto.
—¿Cuál?
—Lo de un poeta que citó.
—“¿Es más interesante el más miserable de los hombres que el más maravilloso de los árboles?”
—Eso mismo, a mí me gusta mucho más una plantita que muchos hombres.
—Está bien.
Y al rato me preguntó:
—¿Usted sabe quién soy?
Puse cara de no saber.
—El portero del banco —me dijo—. Yo antes era auxiliar; pero un día les pedí el puesto de portero. Entonces me dijeron que eso era un mal ejemplo; y después me mandaron a campaña, donde nadie sabe que fui auxiliar. Le estoy dando los datos porque si usted escribe ese cuento sobre mí...
Yo lo miré estupefacto.
—Cómo, ¿usted no le dijo a Rafael que iba a escribir...?
Empecé a negar con la cabeza.
—¡Pero! —dijo él, riéndose—. ¡Este Rafael!
Y al rato insistió:
—Mire, yo sé por qué se lo digo; usted podría hacer un cuento conmigo.
Yo no sabía como esquivarlo.
—No sé si realmente podría escribirlo. Además usted tiene novia; y generalmente a ellas nos les gusta todo lo que se dice de su enamorado.
Por esa noche no insistió. Yo me fui a leer a la cama. Él se sentó en la mesa redonda y empezó a escribir y a echar humo sobre el papel. Antes de dormirme pensé en el apodo de Murciélago. Me despertó, al rato, el ruido del fuelle. Mur había abierto apenas la ventana y con el fuelle corría el humo hacia la rendija. Entonces me vino a la memoria algo que decía mi abuela: “Fumaba como un murciélago” y creí comprender el sobrenombre de Mur. Pero pronto hice otras conjeturas. Vi en los hombros desnudos de él dos mechones de vello tan abultados que parecían charreteras, la parte de la espalda que dejaba ver la camisilla de verano la tenía cubierta por una capa de pelo bastante espesa. Y yo pensé: “Los murciélagos tienen todo el cuerpo lleno de pelo”. Esto ocurría un viernes de noche. Al otro día se levantó temprano para ir al banco y al acercarse al espejo para arreglarse la corbata echó el humo en el vidrio y recién entonces comprendí que el día anterior había echado humo en la puerta de cristales biselados. Esa mañana, por decirle algo, le pregunté:
—¿Así que usted prefirió ser portero?
—¡Ah! —dijo él—. Si se decide a escribir el cuento, ya sabrá por qué.
Después que se fue pensé en el gran deseo de Mur; pero todavía yo no estaba decidido. Él llegó a la una, del banco, y al sentarse en la mesa pidió una botella de vino. Yo pedí otra, pero no la tomé toda. Él sí. Y mientras tanto yo pensaba: “A los murciélagos les gusta chupar la sangre”. Cuando fuimos a la habitación, él encontró sobre su cama un ramo de flores y una cartita. Tomó el ramo, le echó una bocanada de humo y después hundió aquella enorme nariz violácea entre las flores y el humo. Cuando estaba leyendo la cartita vino una criada y le dijo:
—Hoy puede ir a la pieza 8.
Entonces yo me comedí:
—Si quiere utilizar esta pieza, yo...
—No, me interrumpió él, no tiene nada que ver.
Había arrugado las cejas; no sé si por mi pregunta o por lo que diría la cartita. En el momento en que yo salía me volvió a repetir que él no necesitaba pieza. Yo salí para arreglar otra conferencia en otro club. A la hora de cenar no lo vi; después fui al cine y cuando volví era más de media noche y él estaba dormido. A las dos de la madrugada me desperté por el ruido de una corneta de carnaval. Era él, había encendido la luz, se sonaba las narices con fuerza y me miraba por entre las ondas del pañuelo. Después empezó a leer, a fumar, y yo me di vuelta para el otro lado. Al rato me volvió a despertar el ruido del fuelle. Al otro día él fue a un paseo campestre desde temprano. En la tarde yo recorrí los suburbios de la ciudad y fui a tomar vino a una taberna que quedaba cerca del cementerio. Salí de noche. Me sorprendió un auto que cruzó la vereda, de tierra, y entró en un terreno lleno de arbustos que había al lado del cementerio. Yo me quedé parado porque había oído gritar: “¡Mur!” El auto se detuvo a poca distancia, pero sólo bajó una mujer gorda y un hombre que no era Mur. Esa noche él no vino a cenar. Llegó tarde y yo le dije:
—Hoy creí haber oído su nombre dentro de un auto que pasó al lado del cementerio.
—No oyó mal —dijo él—, riéndose.
— Pero sólo bajó...
Él me interrumpió:
—Yo me quedé en el auto con mi muchacha; pero el otro domingo nosotros bajaremos a conversar entre los yuyos y la otra pareja quedará en el auto.
—¿Y a las muchachas no les hace mala impresión ese lugar?
—No; lo malo de la muerte no alcanza a llegar hasta el cementerio.
Entonces yo me dije definitivamente: “Ya sé por qué le dicen Murciélago”.
El lunes se reunió la comisión del club que decidiría mi conferencia; yo estaba nervioso y no me fijé en Mur. El martes él no vino a cenar; después lo encontré en la calle:
—Vamos a un café; tengo que hablarle.
Pidió una bebida cara. Yo pensé que tendría algo más que el sueldo de portero. Y de pronto me dijo:
—Se ha sabido lo del cementerio y acabo de pelearme con mi novia. ¿Sabe lo qué significa eso?
—Caramba, comprendo. Pero todo pasará...
—No, no, no, eso significa que usted puede escribir el cuento; ahora, a ella, no se le importará nada.
Yo me reí, le miré la cara y se me desvaneció todo el sentido tenebroso que me sugería su apodo. Entonces le dije:
—Me alegro de que usted sea una persona tan clara.
—No sé lo que quiere decir —me contestó—, pero si deseo que escriba algo sobre mi vida es porque a mí me gusta ver las cosas turbias. ¿Usted tiene tiempo, ahora?
—Sí.
Y me acomodé recostándome en la pared y disimulando un suspiro. Él se detuvo antes de empezar; se preparó como para un hecho histórico y se emocionó. Yo también me conmoví inesperadamente y me dispuse a recibir su confesión. Viendo que transcurría demasiado tiempo traté de ayudarlo.
—¿En qué sentido le gustan las cosas turbias?
—Yo le dije ver las cosas turbias; es en el sentido de la vista. A veces pienso que me correspondería mejor un pintor.
—No crea —le dije para animarlo—, a todos los artistas nos gustan las cosas turbias.
—Escuche —dijo él sin haberme oído—, si yo miro esta botella de cerca con la luz del día y los ojos bien abiertos, la botella se vuelve demasiado material y pensaría en cómo la fabricaron y cómo es su contenido de una manera indiferente y hasta desagradable. Pero si la botella está en la mesa redonda de mi cuarto y yo la miro con luz escasa y un poco antes de dormirme, usted comprenderá que se trata de una botella muy distinta.
En ese instante me pareció que yo había recibido un mensaje inesperado y me empecé a preparar para hablar; pero él no me dejó y siguió diciendo:
—Bueno, una noche yo estaba muy aburrido y después de haber tomado una botella de vino vi la vida con luz difusa y desde la otra distancia; entonces sentí ternura por las casas, las mesas, los árboles y muchas otras cosas.
—¿Por personas también? —le interrumpí yo.
—De ninguna manera; esa noche yo separé para siempre las personas de las cosas.
—¿Y los animales?
—Mejor que las personas, pero ellos son cosas que se mueven, una casa y un árbol se quedan en el lugar donde uno los deja y sus sorpresas son más suaves. El otro día descubrí que siempre había mirado las calles de cerca y a medida que necesitaba pasar por ellas; pero nunca había visto el fondo de las calles; ni los pisos intermedios de las casas altas; entonces me encontré con una ciudad nueva y con ventanas que nadie había mirado. Al principio tropecé muchas veces con la gente y estuvieron a punto de pisarme muchos autos; pero después me acostumbré a agarrarme de un árbol para ver las calles y a detenerme largo rato antes de bajar una vereda y esperar que yo pudiera poner atención en los vehículos. El primer día llegué tarde al banco y creyeron que yo estaba enfermo. Y ya esa misma noche comprendí que el banco me comía la cabeza, que yo me obstinaba en meterme números en ella, como si se llenara de seres que debía hacer mover y proliferarse.
Después de un intervalo bajó los ojos como si estuviera avergonzado y agregó:
—Por eso quise ser portero.
Esperé un rato y entonces le dije:
—Yo no creo que usted se haya separado tanto de las personas; ya ve, está hablando conmigo...
—¡Ah! —me dijo él—, cuando usted daba la conferencia parecía una higuera que se arrancara, ella misma, los higos. Y además, usted siempre se queda en el mismo lugar.
Después se distrajo, echó una bocanada contra la botella y el humo también me envolvió a mí.
—Dígame, ¿por qué echa el humo sobre las cosas? ¿será para verlas turbias?
—No; es costumbre...
Al poco rato fuimos a la pieza. Allí seguimos charlando y fumando hasta que llenamos la habitación de humo. Mur se arriesgó a abrir un poco más la ventana; pero cuando se dirigía hacia la pared donde estaba colgado el fuelle, entró por la ventana un poco de viento y empezó a llevarse el humo, como si un fantasma lo manoteara.
En todas las otras noches él me siguió contando su vida y yo me propuse escribirla. Me quedé en aquella ciudad hasta el domingo. Pero el sábado a medio día entró en la pieza la criada y le dijo a Mur:
—Hoy puede ir a la pieza 14.
Yo volví al hotel al oscurecer; la dueña estaba hablando con unos recién llegados y me dijo:
—¿Quiere decirle a su compañero que me deje libre la pieza 14?
—¿Cómo no? Y él, ¿dónde está?
—¡Pero muchacho! ¡En la pieza 14!
Estaba cerrada y a oscuras. Apenas abrí la puerta se me vino encima una espesa nube de humo. Primero vi las colchas blancas, y después a Mur; estaba sentado a una mesa frente a dos botellas vacías. Lo llevé a su cama con dificultad. Él se reía tapándose los ojos y yo le decía:
—¡El vino es un elemento, para ver turbio, de primer orden!
Al otro día nos despedimos como grandes amigos. Yo vine a Montevideo, busqué a Rafael y le pregunté por qué le decían “murciélago” a mi compañero de pieza.
—¡Ah! ¿no sabés? Les tiene terror a los murciélagos y cree que entrarán por la ventana.
—Mañana me voy para Montevideo, pero ya te conseguí una pieza de hotel donde dormirás con un muchacho que no habla ni de noche ni de día.
Y señalando a un joven que fumaba frente a un vidrio biselado —sólo al otro día me di cuenta de que él echaba el humo sobre el vidrio— mi amigo le gritó:
—Che, Mur...
Mientras el joven venía hacia nosotros, yo dije:
—¡Qué nombre!... ¡Mur!
—No se llama Mur. Primero le decíamos “Murciélago”, y después, Mur.
No tuve tiempo de preguntarle por qué le llamaban así. Mur venía trayendo la cabeza levantada y una gran nariz violácea que parecía decir: “¿Y?”
Después de las primeras palabras mi amigo tomó por una punta la pequeña moña de la corbata de Mur y con un suave tirón se la deshizo. El otro soportó la broma con una sonrisa simpática y se fue hasta un espejo para hacerse la moña. No recuerdo si en esa ocasión echó el humo del cigarrillo contra el espejo. Al poco rato mi amigo se fue para su casa y Mur y yo empezamos a caminar —más bien lentamente— hacia el hotel. Después de haber andado algunas cuadras, él me dijo:
—Usted no tiene que acomodar sus pasos al compás de los míos, soy yo quien debe seguir el ritmo de los suyos.
—Esta es mi manera de caminar —le contesté.
Pero él hizo una sonrisa y nada más. Yo sentí necesidad de complacerlo y empecé a dar pasos largos y a balancearme hacia los costados. Al llegar al hotel tenía un poco de malestar en los riñones. El cuarto de él era grande y ya nos esperaban dos camitas vestidas de celeste. En un gran lavatorio antiguo de madera negra, había una palangana de porcelana blanca. Veía salir el agua del labio grueso de la parra y el asa fresca me llenaba toda la mano. Después de lavarme vi a Mur sentado a una gran mesa redonda y fumando con los ojos bajos. Primero yo sentí necesidad de romper el silencio con alguna palabra; pero después pensé en esa costumbre mía como en una debilidad y decidí callarme la boca. De pronto Mur miró hacia un lado de la mesa y echó humo al pie de un retrato; en él había una mujer que miraba el cielo; y cuando el humo subía, los ojos de ella parecían ventanas de una casa en un principio de incendio. Entonces Mur me dijo:
—Le presento a mi novia.
Yo hice una cortesía un poco en broma y al levantar la cabeza vi, colgando en la pared, un fuelle; estuve luchando con la curiosidad de preguntarle para qué lo utilizaba; pero en un momento Mur arrastró la silla con violencia y empezó a decir:
—Nos van a dejar sin cena...
Y los dos salimos de la habitación casi atropellándonos.
Esa noche en la mesa él no pidió vino. Comía silenciosamente y de pronto me dijo:
—Estuvo bien su conferencia...
—¡Ah! Me alegro...
—Espéreme un momento; no he terminado de hablar. Usted dijo una cosa que no es de mi gusto.
—¿Cuál?
—Lo de un poeta que citó.
—“¿Es más interesante el más miserable de los hombres que el más maravilloso de los árboles?”
—Eso mismo, a mí me gusta mucho más una plantita que muchos hombres.
—Está bien.
Y al rato me preguntó:
—¿Usted sabe quién soy?
Puse cara de no saber.
—El portero del banco —me dijo—. Yo antes era auxiliar; pero un día les pedí el puesto de portero. Entonces me dijeron que eso era un mal ejemplo; y después me mandaron a campaña, donde nadie sabe que fui auxiliar. Le estoy dando los datos porque si usted escribe ese cuento sobre mí...
Yo lo miré estupefacto.
—Cómo, ¿usted no le dijo a Rafael que iba a escribir...?
Empecé a negar con la cabeza.
—¡Pero! —dijo él, riéndose—. ¡Este Rafael!
Y al rato insistió:
—Mire, yo sé por qué se lo digo; usted podría hacer un cuento conmigo.
Yo no sabía como esquivarlo.
—No sé si realmente podría escribirlo. Además usted tiene novia; y generalmente a ellas nos les gusta todo lo que se dice de su enamorado.
Por esa noche no insistió. Yo me fui a leer a la cama. Él se sentó en la mesa redonda y empezó a escribir y a echar humo sobre el papel. Antes de dormirme pensé en el apodo de Murciélago. Me despertó, al rato, el ruido del fuelle. Mur había abierto apenas la ventana y con el fuelle corría el humo hacia la rendija. Entonces me vino a la memoria algo que decía mi abuela: “Fumaba como un murciélago” y creí comprender el sobrenombre de Mur. Pero pronto hice otras conjeturas. Vi en los hombros desnudos de él dos mechones de vello tan abultados que parecían charreteras, la parte de la espalda que dejaba ver la camisilla de verano la tenía cubierta por una capa de pelo bastante espesa. Y yo pensé: “Los murciélagos tienen todo el cuerpo lleno de pelo”. Esto ocurría un viernes de noche. Al otro día se levantó temprano para ir al banco y al acercarse al espejo para arreglarse la corbata echó el humo en el vidrio y recién entonces comprendí que el día anterior había echado humo en la puerta de cristales biselados. Esa mañana, por decirle algo, le pregunté:
—¿Así que usted prefirió ser portero?
—¡Ah! —dijo él—. Si se decide a escribir el cuento, ya sabrá por qué.
Después que se fue pensé en el gran deseo de Mur; pero todavía yo no estaba decidido. Él llegó a la una, del banco, y al sentarse en la mesa pidió una botella de vino. Yo pedí otra, pero no la tomé toda. Él sí. Y mientras tanto yo pensaba: “A los murciélagos les gusta chupar la sangre”. Cuando fuimos a la habitación, él encontró sobre su cama un ramo de flores y una cartita. Tomó el ramo, le echó una bocanada de humo y después hundió aquella enorme nariz violácea entre las flores y el humo. Cuando estaba leyendo la cartita vino una criada y le dijo:
—Hoy puede ir a la pieza 8.
Entonces yo me comedí:
—Si quiere utilizar esta pieza, yo...
—No, me interrumpió él, no tiene nada que ver.
Había arrugado las cejas; no sé si por mi pregunta o por lo que diría la cartita. En el momento en que yo salía me volvió a repetir que él no necesitaba pieza. Yo salí para arreglar otra conferencia en otro club. A la hora de cenar no lo vi; después fui al cine y cuando volví era más de media noche y él estaba dormido. A las dos de la madrugada me desperté por el ruido de una corneta de carnaval. Era él, había encendido la luz, se sonaba las narices con fuerza y me miraba por entre las ondas del pañuelo. Después empezó a leer, a fumar, y yo me di vuelta para el otro lado. Al rato me volvió a despertar el ruido del fuelle. Al otro día él fue a un paseo campestre desde temprano. En la tarde yo recorrí los suburbios de la ciudad y fui a tomar vino a una taberna que quedaba cerca del cementerio. Salí de noche. Me sorprendió un auto que cruzó la vereda, de tierra, y entró en un terreno lleno de arbustos que había al lado del cementerio. Yo me quedé parado porque había oído gritar: “¡Mur!” El auto se detuvo a poca distancia, pero sólo bajó una mujer gorda y un hombre que no era Mur. Esa noche él no vino a cenar. Llegó tarde y yo le dije:
—Hoy creí haber oído su nombre dentro de un auto que pasó al lado del cementerio.
—No oyó mal —dijo él—, riéndose.
— Pero sólo bajó...
Él me interrumpió:
—Yo me quedé en el auto con mi muchacha; pero el otro domingo nosotros bajaremos a conversar entre los yuyos y la otra pareja quedará en el auto.
—¿Y a las muchachas no les hace mala impresión ese lugar?
—No; lo malo de la muerte no alcanza a llegar hasta el cementerio.
Entonces yo me dije definitivamente: “Ya sé por qué le dicen Murciélago”.
El lunes se reunió la comisión del club que decidiría mi conferencia; yo estaba nervioso y no me fijé en Mur. El martes él no vino a cenar; después lo encontré en la calle:
—Vamos a un café; tengo que hablarle.
Pidió una bebida cara. Yo pensé que tendría algo más que el sueldo de portero. Y de pronto me dijo:
—Se ha sabido lo del cementerio y acabo de pelearme con mi novia. ¿Sabe lo qué significa eso?
—Caramba, comprendo. Pero todo pasará...
—No, no, no, eso significa que usted puede escribir el cuento; ahora, a ella, no se le importará nada.
Yo me reí, le miré la cara y se me desvaneció todo el sentido tenebroso que me sugería su apodo. Entonces le dije:
—Me alegro de que usted sea una persona tan clara.
—No sé lo que quiere decir —me contestó—, pero si deseo que escriba algo sobre mi vida es porque a mí me gusta ver las cosas turbias. ¿Usted tiene tiempo, ahora?
—Sí.
Y me acomodé recostándome en la pared y disimulando un suspiro. Él se detuvo antes de empezar; se preparó como para un hecho histórico y se emocionó. Yo también me conmoví inesperadamente y me dispuse a recibir su confesión. Viendo que transcurría demasiado tiempo traté de ayudarlo.
—¿En qué sentido le gustan las cosas turbias?
—Yo le dije ver las cosas turbias; es en el sentido de la vista. A veces pienso que me correspondería mejor un pintor.
—No crea —le dije para animarlo—, a todos los artistas nos gustan las cosas turbias.
—Escuche —dijo él sin haberme oído—, si yo miro esta botella de cerca con la luz del día y los ojos bien abiertos, la botella se vuelve demasiado material y pensaría en cómo la fabricaron y cómo es su contenido de una manera indiferente y hasta desagradable. Pero si la botella está en la mesa redonda de mi cuarto y yo la miro con luz escasa y un poco antes de dormirme, usted comprenderá que se trata de una botella muy distinta.
En ese instante me pareció que yo había recibido un mensaje inesperado y me empecé a preparar para hablar; pero él no me dejó y siguió diciendo:
—Bueno, una noche yo estaba muy aburrido y después de haber tomado una botella de vino vi la vida con luz difusa y desde la otra distancia; entonces sentí ternura por las casas, las mesas, los árboles y muchas otras cosas.
—¿Por personas también? —le interrumpí yo.
—De ninguna manera; esa noche yo separé para siempre las personas de las cosas.
—¿Y los animales?
—Mejor que las personas, pero ellos son cosas que se mueven, una casa y un árbol se quedan en el lugar donde uno los deja y sus sorpresas son más suaves. El otro día descubrí que siempre había mirado las calles de cerca y a medida que necesitaba pasar por ellas; pero nunca había visto el fondo de las calles; ni los pisos intermedios de las casas altas; entonces me encontré con una ciudad nueva y con ventanas que nadie había mirado. Al principio tropecé muchas veces con la gente y estuvieron a punto de pisarme muchos autos; pero después me acostumbré a agarrarme de un árbol para ver las calles y a detenerme largo rato antes de bajar una vereda y esperar que yo pudiera poner atención en los vehículos. El primer día llegué tarde al banco y creyeron que yo estaba enfermo. Y ya esa misma noche comprendí que el banco me comía la cabeza, que yo me obstinaba en meterme números en ella, como si se llenara de seres que debía hacer mover y proliferarse.
Después de un intervalo bajó los ojos como si estuviera avergonzado y agregó:
—Por eso quise ser portero.
Esperé un rato y entonces le dije:
—Yo no creo que usted se haya separado tanto de las personas; ya ve, está hablando conmigo...
—¡Ah! —me dijo él—, cuando usted daba la conferencia parecía una higuera que se arrancara, ella misma, los higos. Y además, usted siempre se queda en el mismo lugar.
Después se distrajo, echó una bocanada contra la botella y el humo también me envolvió a mí.
—Dígame, ¿por qué echa el humo sobre las cosas? ¿será para verlas turbias?
—No; es costumbre...
Al poco rato fuimos a la pieza. Allí seguimos charlando y fumando hasta que llenamos la habitación de humo. Mur se arriesgó a abrir un poco más la ventana; pero cuando se dirigía hacia la pared donde estaba colgado el fuelle, entró por la ventana un poco de viento y empezó a llevarse el humo, como si un fantasma lo manoteara.
En todas las otras noches él me siguió contando su vida y yo me propuse escribirla. Me quedé en aquella ciudad hasta el domingo. Pero el sábado a medio día entró en la pieza la criada y le dijo a Mur:
—Hoy puede ir a la pieza 14.
Yo volví al hotel al oscurecer; la dueña estaba hablando con unos recién llegados y me dijo:
—¿Quiere decirle a su compañero que me deje libre la pieza 14?
—¿Cómo no? Y él, ¿dónde está?
—¡Pero muchacho! ¡En la pieza 14!
Estaba cerrada y a oscuras. Apenas abrí la puerta se me vino encima una espesa nube de humo. Primero vi las colchas blancas, y después a Mur; estaba sentado a una mesa frente a dos botellas vacías. Lo llevé a su cama con dificultad. Él se reía tapándose los ojos y yo le decía:
—¡El vino es un elemento, para ver turbio, de primer orden!
Al otro día nos despedimos como grandes amigos. Yo vine a Montevideo, busqué a Rafael y le pregunté por qué le decían “murciélago” a mi compañero de pieza.
—¡Ah! ¿no sabés? Les tiene terror a los murciélagos y cree que entrarán por la ventana.
*Narrador uruguayo (1902-1964).
**Cuento originalmente publicado en la revista Escritura, 1948.
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