Roland Barthes: La foto del invernadero
(...) 28
Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir, bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí.
La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: «Avanza un poco, que se te vea»; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chenneviéres-sur-Marne).
Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás y mamás, todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana (si se quiere tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»), todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre sin haberla heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres imperfectos que la amaron mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad estaba precisamente fuera de juego, no pertenecía a ningún sistema, o por lo menos se situaba en el límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría definirla mejor que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común, nunca me hizo una sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular,
tan abstracta en relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro que tenía en la fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo una imagen», dice Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa, una imagen que fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una imagen justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero.
Por una vez la fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo, tal como lo sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse, percibió en su memoria el rostro de su abuela de verdad, «cuya realidad viviente volví a encontrar por vez primera en un recuerdo involuntario y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne había sido el mediador de una verdad, al igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe) una de las más bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria, que ofrecía más de lo que cabía esperar de la esencia técnica de la fotografía. O también (pues intento enunciar esta verdad), esa Fotografía del Invernadero constituía para mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann antes de hundirse, ese primer Canto del Alba que concuerda a la vez con la esencia de mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí; sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o alteración parcial, inversamente, me había remitido a las fotos de ella que me habían dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la fenomenología llamaría objetos «cualesquiera», no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad, no su verdad; pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único.
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No podía por más tiempo omitir de mi reflexión lo que sigue: que había descubierto esa foto remontándome en el Tiempo. Los griegos penetraban en la Muerte andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía, sino la de aquella a quien yo amaba. Partiendo de su última imagen, tomada el verano anterior a su muerte (tan extenuada, tan noble, sentada ante la puerta de nuestra casa, rodeada de mis amigos), llegué, remontando tres cuartos de siglo, a la imagen de una niña. Desde luego, la perdía entonces dos veces, en su fatiga final y en su primera foto, que era para mí la última; pero también era entonces cuando todo basculaba y la podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma...
Ese movimiento de la Foto (del ordenamiento de las fotos) lo he vivido en la realidad. Al final de su vida, poco tiempo antes del momento en que miré sus fotografías y descubrí la Foto del Invernadero, mi madre estaba débil, muy débil.
Yo vivía en su debilidad (me era imposible participar en un mundo de fuerza, salir por la noche, toda mundanidad me horrorizaba). Durante su enfermedad yo la cuidaba, le daba el tazón de té que a ella le gustaba porque podía beber más cómodamente en él que en una taza, se había convertido en mi niña, identificándose
para mí con la criatura esencial que era en su primera foto. En Brecht, por una inversión que en otro tiempo admiré mucho, es el hijo quien educa (políticamente) a la madre; sin embargo, a mi madre yo nunca la eduqué, nunca la convertí a nada; en cierto sentido, nunca le «hablé», nunca «discurrí» ante ella, para ella;
pensábamos sin confesárnoslo que la ligera insignificancia del lenguaje, la suspensión de las imágenes debía ser el espacio propio del amor, su música. Ella, tan fuerte, que constituía mi Ley interior, yo la vivía para acabar como si fuese mi niña. Resolvía así, a mi manera, la Muerte. Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie, si lo particular muere para satisfacer lo universal , si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía
razón alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida). Ya no podía esperar más que mi muerte total, indialéctica.
Esto es lo que yo leía en la Fotografía del Invernadero.
Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir, bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí.
La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: «Avanza un poco, que se te vea»; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chenneviéres-sur-Marne).
Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás y mamás, todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana (si se quiere tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»), todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre sin haberla heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres imperfectos que la amaron mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad estaba precisamente fuera de juego, no pertenecía a ningún sistema, o por lo menos se situaba en el límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría definirla mejor que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común, nunca me hizo una sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular,
tan abstracta en relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro que tenía en la fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo una imagen», dice Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa, una imagen que fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una imagen justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero.
Por una vez la fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo, tal como lo sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse, percibió en su memoria el rostro de su abuela de verdad, «cuya realidad viviente volví a encontrar por vez primera en un recuerdo involuntario y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne había sido el mediador de una verdad, al igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe) una de las más bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria, que ofrecía más de lo que cabía esperar de la esencia técnica de la fotografía. O también (pues intento enunciar esta verdad), esa Fotografía del Invernadero constituía para mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann antes de hundirse, ese primer Canto del Alba que concuerda a la vez con la esencia de mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí; sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o alteración parcial, inversamente, me había remitido a las fotos de ella que me habían dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la fenomenología llamaría objetos «cualesquiera», no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad, no su verdad; pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único.
29
No podía por más tiempo omitir de mi reflexión lo que sigue: que había descubierto esa foto remontándome en el Tiempo. Los griegos penetraban en la Muerte andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía, sino la de aquella a quien yo amaba. Partiendo de su última imagen, tomada el verano anterior a su muerte (tan extenuada, tan noble, sentada ante la puerta de nuestra casa, rodeada de mis amigos), llegué, remontando tres cuartos de siglo, a la imagen de una niña. Desde luego, la perdía entonces dos veces, en su fatiga final y en su primera foto, que era para mí la última; pero también era entonces cuando todo basculaba y la podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma...
Ese movimiento de la Foto (del ordenamiento de las fotos) lo he vivido en la realidad. Al final de su vida, poco tiempo antes del momento en que miré sus fotografías y descubrí la Foto del Invernadero, mi madre estaba débil, muy débil.
Yo vivía en su debilidad (me era imposible participar en un mundo de fuerza, salir por la noche, toda mundanidad me horrorizaba). Durante su enfermedad yo la cuidaba, le daba el tazón de té que a ella le gustaba porque podía beber más cómodamente en él que en una taza, se había convertido en mi niña, identificándose
para mí con la criatura esencial que era en su primera foto. En Brecht, por una inversión que en otro tiempo admiré mucho, es el hijo quien educa (políticamente) a la madre; sin embargo, a mi madre yo nunca la eduqué, nunca la convertí a nada; en cierto sentido, nunca le «hablé», nunca «discurrí» ante ella, para ella;
pensábamos sin confesárnoslo que la ligera insignificancia del lenguaje, la suspensión de las imágenes debía ser el espacio propio del amor, su música. Ella, tan fuerte, que constituía mi Ley interior, yo la vivía para acabar como si fuese mi niña. Resolvía así, a mi manera, la Muerte. Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie, si lo particular muere para satisfacer lo universal , si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía
razón alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida). Ya no podía esperar más que mi muerte total, indialéctica.
Esto es lo que yo leía en la Fotografía del Invernadero.
*Fragmento de La cámara lúcida.
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