A buen entendedor, César Vallejo
XVI
Tengo fe en ser fuerte.
Dame, aire manco, dame ir
galoneándome de ceros a la izquierda.
Y tú, sueño, dame tu diamante implacable,
tu tiempo de deshora.
Tengo fe en ser fuerte.
Por allí avanza cóncava mujer,
cantidad incolora, cuya
gracia se cierra donde me abro.
Al aire, fray pasado. Cangrejos, zote!
Avístase la verde bandera presidencial,
arriando las seis banderas restantes,
todas las colgaduras de la vuelta.
Tengo fe en que soy,
y en que he sido menos.
Ea! Buen primero!
XXXIII
Si lloviera esta noche, retiraríame
de aquí a mil años.
Mejor a cien no más.
Como si nada hubiese ocurrido, haría
la cuenta de que vengo todavía.
O sin madre, sin amada, sin porfía
de agacharme a aguaitar al fondo, a puro
pulso,
esta noche así, estaría escarmenando
la fibra védica,
la lana védica de mi fin final, hilo
del diantre, traza de haber tenido
por las narices
a dos badajos inacordes de tiempo
en una misma campana.
Haga la cuenta de mi vida
o haga la cuenta de no haber aún nacido
no alcanzaré a librarme.
No será lo que aún no haya venido, sino
lo que ha llegado y ya se ha ido,
sino lo que ha llegado y ya se ha ido.
XLIII
Quién sabe se va a ti. No le ocultes.
Quién sabe madrugada.
Acaríciale. No le digas nada. Está
duro de lo que se ahuyenta.
Acaríciale. Anda! Cómo le tendrías pena.
Narra que no es posible
todos digan que bueno,
cuando ves que se vuelve y revuelve,
animal que ha aprendido a irse... No?
Sí! Acaríciale. No le arguyas.
Quién sabe se va a ti madrugada.
¿Has contado qué poros dan salida solamente,
y cuáles dan entrada?
Acaríciale. Anda! Pero no vaya a saber
que lo haces porque yo te lo ruego. Anda!
XLIV
Este piano viaja para adentro,
viaja a saltos alegres.
Luego medita en ferrado reposo,
clavado con diez horizontes.
Adelanta. Arrástrase bajo túneles,
más allá, bajo túneles de dolor,
bajo vértebras que fugan naturalmente.
Otras veces van sus trompas,
lentas asias amarillas de vivir,
van de eclipse,
y se espulgan pesadillas insectiles,
ya muertas para el trueno, heraldo de los génesis.
Piano oscuro ¿a quién atisbas
con tu sordera que me oye,
con tu madurez que me asorda?
Oh pulso misterioso.
LXXV
Estáis muertos.
Qué extraña manera de estarse muertos. Quienquiera diría no lo estáis. Pero, en verdad, estáis muertos, muertos.
Flotáis nadamente detrás de aquesa membrana que, péndula del zenit al nadir, viene y va de crepúsculo a crepúsculo, vibrando ante la sonora caja de una herida que a vosotros no os duele. Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte.
Mientras la onda va, mientras la onda viene, cuán impunemente se está uno muerto. Sólo cuando las aguas se quebrantan en los bordes enfrentados y se doblan y doblan, entonces os ransfiguráis y creyendo morir, percibís la sexta cuerda que ya no es vuestra.
Estáis muertos, no habiendo antes vivido jamás. Quienquiera diría que, no siendo ahora, en otro tiempo fuisteis. Pero, en verdad, vosotros sois los cadáveres de una vida que nunca fue. Triste destino el no haber sido sino muertos siempre. El ser hoja seca sin haber sido verde jamás. Orfandad de orfandades.
Y sin embargo, los muertos no son, no pueden ser cadáveres de una vida que todavía no han vivido. Ellos murieron siempre de vida.
Estáis muertos.
*Estos poemas pertenecen al libro de César Vallejo, Trilce (Editorial Losada,Buenos Aires, 1961).
Tengo fe en ser fuerte.
Dame, aire manco, dame ir
galoneándome de ceros a la izquierda.
Y tú, sueño, dame tu diamante implacable,
tu tiempo de deshora.
Tengo fe en ser fuerte.
Por allí avanza cóncava mujer,
cantidad incolora, cuya
gracia se cierra donde me abro.
Al aire, fray pasado. Cangrejos, zote!
Avístase la verde bandera presidencial,
arriando las seis banderas restantes,
todas las colgaduras de la vuelta.
Tengo fe en que soy,
y en que he sido menos.
Ea! Buen primero!
XXXIII
Si lloviera esta noche, retiraríame
de aquí a mil años.
Mejor a cien no más.
Como si nada hubiese ocurrido, haría
la cuenta de que vengo todavía.
O sin madre, sin amada, sin porfía
de agacharme a aguaitar al fondo, a puro
pulso,
esta noche así, estaría escarmenando
la fibra védica,
la lana védica de mi fin final, hilo
del diantre, traza de haber tenido
por las narices
a dos badajos inacordes de tiempo
en una misma campana.
Haga la cuenta de mi vida
o haga la cuenta de no haber aún nacido
no alcanzaré a librarme.
No será lo que aún no haya venido, sino
lo que ha llegado y ya se ha ido,
sino lo que ha llegado y ya se ha ido.
XLIII
Quién sabe se va a ti. No le ocultes.
Quién sabe madrugada.
Acaríciale. No le digas nada. Está
duro de lo que se ahuyenta.
Acaríciale. Anda! Cómo le tendrías pena.
Narra que no es posible
todos digan que bueno,
cuando ves que se vuelve y revuelve,
animal que ha aprendido a irse... No?
Sí! Acaríciale. No le arguyas.
Quién sabe se va a ti madrugada.
¿Has contado qué poros dan salida solamente,
y cuáles dan entrada?
Acaríciale. Anda! Pero no vaya a saber
que lo haces porque yo te lo ruego. Anda!
XLIV
Este piano viaja para adentro,
viaja a saltos alegres.
Luego medita en ferrado reposo,
clavado con diez horizontes.
Adelanta. Arrástrase bajo túneles,
más allá, bajo túneles de dolor,
bajo vértebras que fugan naturalmente.
Otras veces van sus trompas,
lentas asias amarillas de vivir,
van de eclipse,
y se espulgan pesadillas insectiles,
ya muertas para el trueno, heraldo de los génesis.
Piano oscuro ¿a quién atisbas
con tu sordera que me oye,
con tu madurez que me asorda?
Oh pulso misterioso.
LXXV
Estáis muertos.
Qué extraña manera de estarse muertos. Quienquiera diría no lo estáis. Pero, en verdad, estáis muertos, muertos.
Flotáis nadamente detrás de aquesa membrana que, péndula del zenit al nadir, viene y va de crepúsculo a crepúsculo, vibrando ante la sonora caja de una herida que a vosotros no os duele. Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte.
Mientras la onda va, mientras la onda viene, cuán impunemente se está uno muerto. Sólo cuando las aguas se quebrantan en los bordes enfrentados y se doblan y doblan, entonces os ransfiguráis y creyendo morir, percibís la sexta cuerda que ya no es vuestra.
Estáis muertos, no habiendo antes vivido jamás. Quienquiera diría que, no siendo ahora, en otro tiempo fuisteis. Pero, en verdad, vosotros sois los cadáveres de una vida que nunca fue. Triste destino el no haber sido sino muertos siempre. El ser hoja seca sin haber sido verde jamás. Orfandad de orfandades.
Y sin embargo, los muertos no son, no pueden ser cadáveres de una vida que todavía no han vivido. Ellos murieron siempre de vida.
Estáis muertos.
*Estos poemas pertenecen al libro de César Vallejo, Trilce (Editorial Losada,Buenos Aires, 1961).
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home