miércoles, diciembre 03, 2008

Thomas de Quincey*: Fragmento de Bosquejo de la infancia**

"(...) La tremenda quietud de los mediodías de verano, cuando no sopla el viento, y el agradable silencio de las tardes grises o nubladas, ejercían sobre mí una fascinación como de hechicería. Contemplaba los bosques o el aire desierto como si en ellos se escondiese algún consuelo. La interrogación de mis ojos implorantes fatigaba los cielos. Atormentaba la azul inmensidad con mi escrutinio obstinado, la recorría con la mirada buscando siempre algún rostro angélico que tuviera quizás permiso para revelarse por un instante. La facultad de formar imágenes a distancia con elementos simples y de agruparlas según los anhelos de mi corazón surgió en mí en aquel tiempo. Ahora me viene a la memoria un ejemplo que demostrará cómo apenas unas sombras, un reflejo brillante o aun menos que nada, eran base suficiente para esta facultad creativa. Los domingos por la mañana me llevaban siempre a la iglesia, un templo construido según el viejo modelo vigente en Inglaterra, con naves, galerías y órganos, cosas todas ellas antiguas y venerables y de proporciones majestuosas. Los fieles rezaban hincados de rodillas la larga letanía y siempre que llegábamos a ese pasaje tan hermoso, entre muchos que también lo son, donde se ruega a Dios "en nombre de todos los enfermos y los niños" para que "muestre su compasión a todos los prisioneros y cautivos", yo lloraba en secreto y, levantando hacia las ventanas de las galerías los ojos llenos de lágrimas, veía, los días en que brillaba el sol, un espectáculo tan conmovedor como cualquiera que los profetas hayan podido contemplar. Los ventanales estaban ricamente cubiertos a los lados con vidrieras de colores, de profundo púrpura y carmesí, que filtraban la luz de oro, blasones de iluminación celestial mezclados con los blasones terrestres de la parte más noble del hombre. Allí estaban los apóstoles que, movidos por el amor celestial de los hombres, caminaron sobre la tierra y las glorias de la tierra. Allí estaban los mártires que dieron testimonio de la verdad a pesar de las llamas, las torturas y los ejércitos de rostros fieros e insultantes. Allí estaban los santos que en medio de sufrimientos intolerables glorificaron a Dios con la mansa sumisión de su voluntad. Y en todo momento, mientras duraba el estruendo de estos sublimes monumentos como los hondos acordes de un acompañamiento de bajo, a través del ancho campo central de los ventanales, que no era de vidrio de color, veía flotar nubes blancas y purísimas sobre las profundidades azules del cielo; aunque sólo fuera un jirón, un fragmento de nube, el destello de mis ojos, poseídos por el dolor, se dilataba de inmediato para transformarse en visiones de camas adornadas con blancos cortinajes de linón; y en las camas yacían niños enfermos, niños moribundos que, agitados por la angustia, reclamaban llorando la muerte. Dios, por alguna razón misteriosa, no podía librarlos de sus sufrimientos, pero permitía que las camas se elevaran lentamente a través de las nubes; lentamente ascendían las camas hasta los aposentos del aire; lentamente, también, bajaba del cielo sus brazos para que pudiera reunirse antes con sus niños, a quienes en Judea bendijo de una vez y para siempre, si bien ahora ellos debían atravesar el terrible abismo que los separaba. Estas visiones se sostenían a sí mismas sin necesidad de que me hablara sonido alguno ni de que la música moldease mis sentimientos. Bastaba la sugestión de la letanía y el fragmento de nube; eso, y la vidriera de colores, era suficiente. Pero también las resonancias del órgano tumultuoso forjaban sus propias creaciones. Muchas veces, cuando el poderoso instrumento desplegaba en himnos sus vastas columnas sonoras, violentas pero melodiosas, sobre las voces del coro –que parecía elevarse en arcos altísimos, sobrepasando y dominando el contraste de las partes vocales e imponiendo, con fuerte coerción, unidad a la tormenta- también yo parecía pasar triunfante sobre las mismas nubes que poco antes contemplara como signos del más rendido sufrimiento. Sí, a veces, sometido a la transfiguración de la música, sentía que mi propio dolor era un carro de fuego que me elevaba victoriosamente sobre las causas del dolor (...)."
*(Manchester, 15 de agosto de 1785 - Edimburgo, 8 de diciembre de 1859).
**Bosquejo de la infancia, Ed. Caja Negra, Buenos Aires, 2006.