sábado, marzo 24, 2012

Bruno Schulz: La Noche de Julio



La Noche de Julio

Conocí por primera vez las noches de verano durante las largas vacaciones que siguieron a mi bachillerato. Nuestra casa, por cuyas ventanas abiertas de par en par desde el amanecer hasta la noche entraban los efluvios, los murmullos y los reflejos de esos largos días de calima, acababa de recibir a un nuevo y llorón inquilino, el recién nacido de mi hermana. La llegada de ese ser minúsculo y enojado llevó de nuevo la vida de toda la familia a las condiciones más antiguas y retrotrajo su evolución social a la etapa del matriarcado: ambiente de harén nómada con su vivaque de ropa de cama, pañales y mantillas sempiternamente lavadas y secadas, además de la manera poco precavida de asearse de la nodriza —mujer que tenía que mostrar floridos desnudos, tan exuberantes como inocentes—, y todo impregnado por ese olor ácido que desprenden la carne de los recién nacidos y los pechos desbordantes de leche.

Después de un parto difícil, mi hermana se había ido a un balneario; mi cuñado, a su vez, sólo aparecía a las horas de la comida. En cuanto a mis padres, permanecían en la tienda hasta avanzadas horas de la noche. Toda la casa cayó bajo la férula de la nodriza, cuya expansiva feminidad, proliferando a su antojo, desarrolló una autoridad suplementaria en el papel de madre alimenticia que ella asumía. 
Desde las alturas de esa mayestática función, imponía en nuestro interior, con su avasalladora presencia, el sello mismo de la ginocracia –predominio del elemento carnal, floreciente y pleno-, inteligentemente repartido entre ella misma y las dos jóvenes sirvientas: a las tres, sus ocupaciones diarias les permitían abrir, como un abanico de pavo real, toda la gama de una autosuficiente feminidad. La casa –impregnada con el aroma de gineceo y del perfume maternal que flotaba sobre ese mundo de ropa fresca y de carne en flor- respondía así a la floración dulce y a la maduración silenciosa del jardín que se estremecía con todos sus rumores frondosos, reflejos plateados y sombrías meditaciones. Y, cuando todas las cortinas de nuestras ventanas abiertas de par en par se levantaban con pánico, bajo la inmisericorde crudeza del mediodía, y todos los pañales y mantillas que se secaban en las cuerdas se ponían de pie como una gran fila de resplandeciente blancura, un torbellino de aleves semillas, de polen y de pétalos perdidos, volaba a la deriva a través de esa ingenua alerta de prendas colgadas: el jardín, llevado por esa ola de sombras y luces, murmullos y reflejos temblorosos, atravesaba la habitación sin prisa, como si en esa hora del Señor, todas las paredes y barreras se hubiesen levantado y el tembloroso presentimiento del Único, a punto de caer sobre todas las cosas, hubiera penetrado el mundo aboliendo cualquier pensamiento o emoción.

Pasaba las noches de ese verano en un cine-teatro del pueblo. No salía de él hasta que finalizaba la última sesión. 
Igual que de la inmensidad de la noche de tormenta se penetra en la quietud de una posada, así del negro de la sala desgarrada por el ligero pánico de oscilantes luces y sombras, se entraba en la tranquila claridad del vestíbulo. 
Después de haber recorrido a locas velocidades los tortuosos caminos de la película, el corazón, conmovido por tantos desatinos, recobraba su aliento en medio de las luces del vestíbulo, cuyos tabiques nos separaban de la enorme y patética presión de la noche, en ese puerto bien resguardado en el que el tiempo se había detenido desde hacía mucho, en el que las bombillas difundían inútilmente una luz estéril y anodina, según un ritmo establecido de una vez para siempre por el motor, cuyo sordo zumbido hacía vibrar ligeramente la cabina de la cajera.
 Ese vestíbulo, sumido en la monotonía de aquellas horas tardías –igual que esas salas de espera de las estaciones, amodorradas durante mucho tiempo, después de la partida de los trenes--, parecía ser el último fondo de la existencia: lo que quedará cuando todo esté cumplido y se apague el ruido de lo múltiple. En un enorme cartel colorado, Asta Nielsen se tambaleaba para la eternidad, con el negro estigma de la muerte sobre su frente, su boca abierta para siempre con el grito final y sus ojos fijos en una mirada de una belleza perfecta y sobrehumana.
Hacía mucho tiempo que la cajera había regresado a su casa. Sin duda, en aquel momento trajinaba en su pequeña habitación cerca del expectante lecho, ya descubierto para la noche, barca dispuesta para trasladarla a las negras lagunas del sueño, a través de las inextricables tramas y aventuras del otro sueño. Aquella que se veía allí, instalada en su cabina, no era más que su cáscara, un doble ilusorio, un fantasma que miraba con un ojo ultrajadamente maquillado y lacio el vacío de la luz, o que parpadeaba maquinalmente para sacudir las doradas escamas de la somnolencia que las lámparas esparcían sin tregua en el aire. Ella lanzaba de vez en cuando una pálida sonrisa al sargento de bomberos, quien, vaciado a su vez desde hacía horas de su realidad, se mantenía allí, apoyado en la pared, inmóvil para siempre bajo su rutilante casco, enarbolando sin tregua el oropel estéril e inútil de sus hombreras, de sus bocamangas plateadas y de sus medallas. 
A lo lejos, el zumbido del motor hacía vibrar los cristales de la puerta de entrada, que se abría directamente a la noche avanzada de julio: pero los crudos reflejos de las farolas cegaban el cristal, negaban la oscuridad, recomponían, mejor o peor, la ilusoria seguridad de un puerto que el inconmensurable elemento de la noche no podía amenazar. El encanto del vestíbulo del cine acababa sin embargo por romperse, la puerta se abría ampliamente, su cortina de terciopelo rojo se hinchaba con el soplo de la noche que repentinamente lo sustituía todo. ¿No sentís la esencia profunda y misteriosa de esa aventura, cuando el bachiller pálido y débil abandona la tranquilidad del puerto para afrontar en solitario el infinito de esta noche de julio? ¿Sabrá atravesar alguna vez esos negros pantanos, esos tremedales, y los abismos de la noche infinita, llegará en algún amanecer a un puerto protector? ¿Cuántos años, decidme, durará aún esta sombría odisea? 
Nadie ha trazado, aún, el mapa topográfico de la Noche de Julio. En la geografía de nuestro cosmos interior esas páginas siguen vírgenes. ¡La Noche de Julio! ¿Cómo describirla? ¿Con qué compararla? ¿Con el corazón de una maravillosa rosa negra que nos sumerge en el sueño de sus innumerables pétalos de terciopelo, con la brisa nocturna deshojando hasta lo más recóndito esa dulce ambrosía, mientras desde el abismo de olor asciende hasta nosotros la mirada de los astros? ¿La compararé con el negro firmamento de nuestros párpados semicerrados en el que revolotea todo un mundo de polvos errantes, con el blanco grano de la adormidera de las galaxias, con la lluvia de los cometas y los meteoritos? ¿O, tal vez, con un tren nocturno, largo como el universo y que circula a través de un interminable túnel negro? Atravesar la noche de julio es molestar a los adormecidos viajeros y abrirse un penoso camino de un vagón a otro, a través de un dédalo de estrechos pasillos, de compartimentos mal ventilados y de corrientes de aire que se entrecruzan. 
¡La Noche de Julio! Fluido enigmático de la sombra, materia viva de las tinieblas, sensible, móvil, vigilante, y que extrae del caos un enorme caudal de formas a cada instante inmediatamente abandonadas. Negro material que amontona alrededor del adormecido visitante grutas, bóvedas y pórticos. Al igual que el inoportuno charlatán, la noche de julio ya no abandona al explorador solitario, sino que lo encierra rápidamente en el círculo de sus espectros, creando e inventando constantemente fantasmas, divagaciones siempre nuevas, nunca cansada de alucinar al viajero con sus lejanas estrellas, sus vías lácteas, sus laberintos sin fin que prolongan los coliseos y fórums.
 El aire nocturno es ese oscuro Prometeo, que, para sus juegos, se transforma en ricas condensaciones de terciopelo, en madejas de oloroso jazmín, en cascadas de ozono y, después, en súbitos desiertos sin aire, esos grandes bulbos negros que proliferan hasta el infinito, monstruosos racimos de tinieblas repletos de jugos sombríos. Yo me deslizo a través de estrechas cornisas, inclino la cabeza bajo esas arcadas, esas criptas y bóvedas bajas, y he aquí que, repentinamente, se rompe el techo, se detiene en un estrellado suspiro, entorna la cúpula de su cielo inmenso para conducirme de nuevo directamente al apretado dédalo de sus arcadas, pasadizos y vanos.
En el corazón de esos retiros de sombrío silencio, de esos corredores sin aliento, se pueden distinguir aún retazos de conversaciones abandonadas allí por los noctámbulos, sintagmas de inscripciones hechas sobre los carteles, compases de risas perdidas en un largo surco de murmullos que la brisa no ha disipado. Y ocurre también que la noche me rodea, como en una angosta habitación sin salida. El sueño me vence y apenas me doy cuenta de si mis piernas me soportan o si hace rato que descanso en la pequeña habitación de un hotel. Pero he aquí que, ahora, siento un cálido beso aterciopelado que unos labios perfumados han perdido en el espacio, he aquí que, ahora, se abren las celosías de una ventana cuyo alféizar traspaso con una gran zancada, y, entonces, prosigo más lejos mi camino, bajo las parábolas de las estrellas fugaces. Del laberinto de la noche surgen dos paseantes. Ensimismados tejen una conversación, extraen de la oscuridad la decepcionante trenza de un diálogo sin salida. Sus pasos resuenan sobre el pavimento, ritmados por el monótono golpeteo de un paraguas (tales paraguas os protegen de los aguaceros de astros y meteoros) y sus enormes cabezas de noctámbulos, provistas de sombreros hongos, titubean a la manera de los borrachos. Más adelante me detengo bajo la conspiradora mirada de un ojo negro y bizqueante, mientras, apoyándose en el pomo de su bastón, una huesuda mano con los nudillos muy pronunciados, pasa cojeando en la oscuridad, con su palma cerrada alrededor de la empuñadura de asta de ciervo (semejantes bastones ocultan algunas veces en su interior largas cuchillas afiladas).
 Finalmente, en los extramuros de la ciudad, la noche renuncia a sus juegos, aparta su velo y nos descubre su faz grave y eterna. Ya no nos encierra en ese quimérico laberinto de alucinaciones y delirios: nos abre su eternidad llena de estrellas. El firmamento asciende hasta el infinito, las constelaciones fulguran en toda su majestad, en sus eternos posicionamientos, y trazan en el cielo figuras mágicas como si quisieran anunciar, proclamar con su pavoroso silencio algo definitivo. Del centelleo de esos universos lejanos desciende un croar de ranas, el tumulto argentado de los astros. El cielo de julio siembra la inaudita adormidera de los meteoros que infiltra silenciosamente por el cosmos.
 A una cierta hora de la noche –allá arriba las constelaciones soñaban siempre su sueño eterno- me encontraba de nuevo en mi calle: una de esas estrellas, destellando a la entrada de la calle, exhalaba un extraño perfume. Al abrir la puerta de casa sentí la corriente de aire que barría la calle como si fuera un oscuro pasillo. En el comedor aún humeaban cuatro velas sobre un candelabro de bronce. Mi cuñado todavía no estaba. Desde la partida de mi hermana no cenaba casi nunca en casa, y regresaba ya muy entrada la noche.
 Despertando de mi sueño, me daba cuenta de su presencia mientras se despojaba de las ropas, con la mirada abuhada y pensativa. Después apagaba la vela, y una vez desnudo permanecía durante mucho tiempo sin dormir, entre la tibieza de las sábanas. Sin prisa, una agitada duermevela desarmaba progresivamente ese gran cuerpo. Y aun entonces mascullaba, soplaba, suspiraba penosamente, se debatía como agobiado por un peso que hundiera sus entrañas. De vez en cuando profería repentinamente un seco sollozo, apenas audible. Lleno de temor yo preguntaba en la oscuridad: “¿Qué sucede, Karol, qué tienes?” Pero entonces él estaba ya lejos y marchaba por los abruptos caminos del sueño, ascendiendo penosamente las alturas del ronquido.
 Por la ventana abierta la noche respiraba con lentas contracciones. En el seno de su informe masa circulaba un fluido oloroso y fresco, sus partículas comenzaban ya a resquebrajarse, dejando pasar finísimas hebras de olor. La materia muerta de la oscuridad buscaba su liberación en las inspiradas pulsaciones del oloroso jazmín, pero las enormes tinieblas aún permanecían en el fondo de la noche inertes y sofocadas.
 A través de la rendija de la puerta que daba a la habitación contigua brillaba un hilo de luz, cuerda dorada, resonante y frágil como el sueño del recién nacido que lloraba allí dentro de su cuna. Se oía todo un gorjeo de caricias, el idilio entre la nodriza y el pequeño, el bucólico primer amor, tiernos sufrimientos y enojos que amenazaban por todas partes los demonios de la noche, que atraídos por aquella temblorosa luminaria de vida, hacían aún más espesa la negrura detrás de la ventana.
 Del otro lado se encontraba, en primer lugar, una gran habitación vacía y oscura; luego, el dormitorio de mis padres. Si aguzaba el oído podía escuchar cómo mi padre, colgado del pecho del sueño, se dejaba llevar en éxtasis hacia parajes ilusorios, con todo su ser entregado a ese vuelo onírico y sin límites. Su ronquido lejano y sonoro narraba la epopeya de su travesía por los desconocidos dédalos del sueño.
 Así, las almas entraban parsimoniosamente en el sombrío afelio, en la faz sin sol de la vida, cuyos contornos jamás habían sido percibidos por ningún mortal. Y permanecían allí, como muertos, entre espantosos estertores y lamentos, mientras el negro eclipse pesaba como un plomo sobre sus almas. Y, finalmente, cuando lograban alcanzar el negro Nadir, el más profundo Orco de las almas, atravesaban con un supremo esfuerzo sus extraños promontorios; entonces, hinchando de nuevo los fuelles de sus pulmones con una nueva melodía, ascendían a base de profundos ronquidos hacia la aurora.
 Densa y sorda, la oscuridad oprimía la tierra, sus gigantescas formas yacían allí muertas, como negras bestias inertes de las que colgaban sus lenguas, dejando escapar de sus fauces vaharadas de saliva. Pero ya otro olor, otro matiz de las tinieblas, anunciaba lejanamente la proximidad del amanecer. Los venenosos fermentos del nuevo día gestaban la noche, crecía, como con ayuda de levaduras, su fantástica pasta, desarrollándose en extraordinarias formas, desbordándose de todas las cubas y artesas, fermentando rauda, y despavorida de que el día no la sorprendiera en aquella procreación orgiástica e inmovilizara para siempre las innumerables y mórbidas excrecencias, la monstruosa descendencia de la autogénesis que nacía en las arcas y las artesas de la noche, como esos demonios que van a lavarse por parejas en las bañeras infantiles.
 Este es el momento durante el cual la cabeza más lúcida, la más insomne, se adormece por un instante y se desliza en el sueño, la hora durante la cual, los enfermos, los melancólicos y los desesperados encuentran finalmente un paréntesis de reposo. ¿Quién conoce la auténtica duración de esa pausa durante la cual la noche corre una cortina sobre todo lo que aún se está tramando en sus profundidades? Pero este breve entreacto le basta para cambiar totalmente el decorado, retirar el enorme dispositivo del escenario y liquidar la grandiosa empresa de la noche con todos los fantasmas de su oscura pompa. Os despertaréis sobresaltados con el sentimiento de llegar con retraso y, realmente, percibiréis en el horizonte, al mismo tiempo, el diáfano surco de la aurora y la negra masa de la tierra que lentamente se consolida.


*Bruno Schulz: La Noche de Julio en: El Sanatorio bajo la Clepsidra

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