viernes, abril 01, 2011

Héctor Viel Témperley: Elegía argentina

Para mi madre


Los caballos se bañan en el río

y yo me baño en el río con los caballos.
Sus crines y sus colas
son de agua sobre el agua,
como fuentes que fluyen
desde la arena al aire.
Y yo me baño en el río
pero bebo las crines
y las colas de los caballos.


El agua rueda desde Dios
y se desliza por sus ancas
y se bifurca en mis caderas.
Más que el río y la lluvia,
sus crines me humedecen
el pelo.

Es una tarde de verano,
de un día que no existe,
y en un país que no se tiende,
ya,
a la sombra de sus caballadas.


Esta tarde, Dios habla
en los saltos del río
para nombrarme caballos
que todavía yo recuerdo.
Caballos que la lluvia volvió de lluvia
y que se fueron tormentosos,
hasta que el sol los evaporó.
Y recuerdo el caballo
que murió con un ojo estallado por su dueño,
cuando mi madre era muchacha
y los carreros la saludaban
con el mismo silencio
que las dos torres de nuestra casa.


Y recuerdo otros caballos
que galopé en el sur
y que montaba en pelo
por una laguna de sal,
contra el viento que olía a mar, hasta que la lluvia
lo lavaba en la arena.
Y recuerdo caballos que fueron de mi tatarabuelo
y que eran iguales a los míos,
iguales a todas las caballerías
tormentosas por estas tierras.


Son los mismos caballos
que se bañan en el río
y que Dios llama por sus pelajes
con palabras que suenan
como los nombres de los ángeles.
Porque el pelaje de los caballos
tiene nombres angelicales
y la palabra azulejo
traspasa todos los cielos.


Dios les habla y me habla
con las mismas palabras
cuando el ruido del agua
es el silencio de todos los campos.
Los nombra y me nombra
en un país que no se tiende,
ya,
a la sombra de sus caballadas.
Y es una tarde de verano,
de un día que no existe
o que existió sólo en la pampa.
Pero montado en los caballos
siento mi cuerpo contra el río,
nado entre crines y galopo a Dios
y mis ojos se hunden
profundizados en su pecho.



Dios juega con los caballos
en sus manos,
palmotea y sonríe a los más humildes,
a los más castigados;
al que conoció mi madre cuando era muchacha,
muerto con un ojo menos
y que bajaba hasta el río
sin descubrir la razón de sus heridas,
y a todos los que rodaron
cuando los hombres afirmaban
que el cielo era para los hombres
y que las tardes no eran como yeguas
tendidas entre ángeles.


Yo entonces no conocía
el cielo de los caballos,
pero rezaba por ellos todas las noches,
y era un niño que rezaba por los caballos de Dios,
y era un niño al que Dios
perdonaba sus insolencias
porque rezaba por los caballos
y lloraba por ellos
y les prometía un dios omnipotente,
que los convertiría en ángeles
aunque los hombres se negaran.


Un Dios con el que soñaba mi madre
cuando era muchacha
y ya me descubría
descalzo por la arena.
Cuando los carreros eran silenciosos
como las torres de nuestra casa
y los jazmines eran argentinos
porque eran nuestros,
dando la vuelta al patio
hasta la noche,
en que la patria era en el cielo.

*Héctor Viel Temperley (1933-87) de "Poemas con caballos" (1955). Obra completa, Ediciones del Dock, 2006.

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