miércoles, agosto 07, 2019

Luis Bacigalupo: Apuntes para Cuerpos con música de fondo, de Rita Kratsman



Apuntes para Cuerpos con música de fondo
por Luis Bacigalupo

Un poema empieza como un nudo en la garganta, como una añoranza o un amor. Luego da con el pensamiento y el pensamiento da con las palabras. Estas, que en algún artículo Seamus Heaney atribuye a Robert Frost, bien podrían estar describiendo el nacimiento de Cuerpos con música de fondo, de Rita Kratsman.

Hay un espacio y un tiempo en que se escucha por primera vez una música. Con estas palabras comienza el poema que da inicio al libro. Un poema es un universo, me gusta creer, que deja oír las notas primeras de su cosmogonía. Por lo tanto, un poema es uno y diverso, pero, a su vez, la constelación de todos aquellos que le precedieron y aún emiten siquiera un débil fulgor en el breve, infinito firmamento del texto.
Así debió de haber acontecido el principio de todas las cosas, de un orden primordial, de la belleza implicada en ese orden. Hablo del poema, pero también de un ciclo de estos, los 50 que conforman el Pierrot Lunaire del simbolista belga Albert Giraud, de cuya serie, Ar-nold Schönberg selecciona 21 para componer su ciclo de canciones, Tres veces siete poemas de Pierrot Lunaire de Albert Giraud, más conocido como Pierrot Lunaire, op. 21. En este espacio: Berlín, y en este tiempo: 16 de octubre de 1912, se escuchó una música también por primera vez.

Existe, de igual forma, un espacio y un tiempo para Cuerpos con música de fondo (las calles de Buenos Aires, solsticio de verano austral, 2016), como así también los hubo en Tornasol (Automotores Orletti, 1976), y, además, un paralelo que establece, con el melo-drama de Schönberg, los márgenes de un acorde discordante, el fondo de una música renuente a hacer de los cuerpos el centro tonal de atracción.

Este séptimo título de Kratsman –constituido, a mi modo de ver o leer, por cuatro series de poemas claramente delimitadas y organizadas según la progresión de un pensamiento crítico que se alza, sin perder de vista su objeto, por encima de él en provecho de una mirada contextual omnicomprensiva: ... a qué bosque pertenece cada árbol, se pregunta– plantea una instancia de inflexión y reflexión en su poesía, en que el lirismo –de tenues reminiscencias impresionistas, involuntariamente proustianas, en Giverny, o evocador, en El cuaderno de Amanda, de una infancia recuperada más tarde en Tornasol por pura pulsión de sobreviven-cia– da paso a la aspereza de un decir fiel a la poética del mirar, del “saber” mirar y padecer la pasión del otro en su caída. Las calles son la vía del sufrimiento y sus estaciones, la experiencia dramática, con visos de teatralidad, en que la voz del yo lírico configura un pathos que, con su estupor, su ironía, su solo temblor, interpela el silencio de una cortedad o de una indolencia.

Es un momento, decía, de inflexión y reflexión que destaca una valoración ético-política incidente, cuanto más sugestiva, en la construcción de sentido del poema. El pasaje de una introspección solipsista a la narratividad épica de una mirada crítica que encuentra, en el complejo compositivo del texto y sus voces, el aire fresco de un extrañamiento que sopla, por momentos frío como el Burán ruso, ligeras ráfagas del Método Formal precisamente sobre la sofocada atmósfera de lo ya visto, de lo ya oído, de una inexorabilidad o un fatalismo constitutivos, acaso, de una perspectiva de época, si bien remozada, nunca del todo nueva.

Las calles de Buenos Aires asumen hoy el dudoso resguardo de una privacidad previa-mente vaciada de sí y hostigada por las fuerzas y el orden públicos. A diferencia de Tornasol (desaparición forzada, aislamiento, reclusión, tortura y exterminio), Cuerpos con música de fondo exhibe las consecuencias de un tejido social desgarrado a los ojos de quienes rehúyen ver el dolor en la herida ajena, como si tal aprensión fuera requisito para evitar la propia: ¿o es que creen en la influencia de la luna sobre los vaivenes del mercado?, escribe Kratsman.

Abandonados al llamado de un destino sin horizontes, al imperativo categórico neoliberal en su rol mundial de máximo productor de pobreza, indigencia y marginalidad, nuestros pasos fatigados tropiezan con el oscuro espejo que refleja su estúpida perplejidad, el escándalo ante los restos de un cuerpo social devaluado, intervenido, hoy más que ayer, en los múltiples sentidos que admite el término: el político, el social, el policial y, desde ya, el artístico. Caminamos/ y en eso consiste la ciudad –leemos. Y luego, en esa contundente serie de estampas de vidas despojadas de todo derecho, titulada “Imaginería horizontal”, Rita escribe: caminar por la calle/ supone una trama de cuerpos sin sueños/ y recorriste tan solo diez metros/ para comprobarlo. La apelación a la segunda persona concede un anclaje político-testimonial en el que el yo lírico evoca ecos virgilianos, enrostrando, a la mala conciencia de una ciudadanía refractaria o inadvertida, el infierno al que la redistribución inequitativa del poder hegemónico del capital ha condenado a los pueblos.

El espacio urbano transitado, desprovisto de las ropas que hacen del sentido de urbanidad una solapada hipocresía, pone en crisis nuestra mirada, nuestra displicencia peregrina sin objeto, nuestras falsas urgencias y elegancias. Frente a esto: el paisaje desolado en que ha devenido el mundo contemporáneo –escribe Guillermo Saavedra en la contratapa del libro, y agrega–: la lúcida y descarnada voz poética de Rita Kratsman se quiere testimonio de una mirada decidida a recorrer ese territorio hostil...

Sobre este estado de cosas sin Estado, de cuerpos librados a la buena de Dios, lo que es lo mismo, a la asistencia de un Estado ausente, cuando no expulsivo y usurpador, Kratsman ensaya su crítica a la violencia en línea con el pensamiento de Harum Farocki, quien prescribe en el epígrafe que introduce al texto, que la violencia, antes de ser criticada, debe ser descrita. He aquí la música de fondo de un libro que cobra cuerpo y vigor por su capacidad de mirar de frente a la realidad por horrenda que se muestre. Efectiva, vallejianamente, ¡esto es horrendo! Atención, asombro y una curiosidad perspicaz, pero, ante todo, esa aptitud para vincularse con los seres y las cosas del mundo desde la inocencia a que aspira toda primera mirada, toda primera lectura, toda primera vez.
Justicia poética es señalar asimismo la sensible disposición de Rita para escuchar tanto los ensordecedores como los más apagados ritmos de una ciudad que expone, con soberbia impudicia, el diálogo imposible entre extrema necesidad e indiferencia. Cuando estas dotes encarnan en una poeta de cualidades líricas y éticas insobornables, este es el caso, su escritura se difunde, más allá de esas mismas virtudes, a través de un mar de percepción y comprensión de la alteridad, lo que equivale a decir, de un lector susceptible de ser exhortado por la indig-nación de la palabra insumisa, poéticamente gozosa y elusiva, pero signada por un puñado de verdades tajantes, evidencias de un naufragio que, en tanto reveladoras de nuestras miserias, evitamos ver.

Cuerpos con música de fondo es, además de todo y ante todo, un texto plural inagotable, un complejo de códigos y voces de una vocación constructiva inusual, remiso a esas urgencias realistas de enarbolar la denuncia de pancarta, la ruda consigna o la condena con tufillo
moral. Su pluralidad es tan ancha, tan digna en su adecuado tendido de correspondencias y contrastes históricos, culturales y estilísticos que, de no ser por el firme sentido de unidad que su autora ha sabido tensar con hilo invisible, se diría que estamos frente a una diversidad textual impertinente. Se diría, si no fuese que la voz lírica que adopta el texto no cesa un instante en intensidad ni sede identidad ni eficacia. Se diría, sin más, si la belleza del conjunto no se correspondiera con la de sus partes, no portara la consistencia de una verdad. Aun así, en los enmascaramientos, y en el expresivo y acertado uso que hace del monólogo dramático, por ejemplo, en la apropiación de la jerga de un pibe de la calle (Pierrot) que recibe a cambio de sus piruetas las justas monedas que le permitirán salvar la magra subsistencia diaria de él y de Braulio, su perro rengo. Contra esa otra belleza, la que resulta, como dice Rita, una opresora codicia de estilo/ sin lenguaje en que las letras signifiquen, se escribe Cuerpos...

Hay una galería de nombres propios de la más alta cultura: Homero, Leopardi, Fauré, Joyce, Saint-John Perse, Shklovski, Mandelbrot, Ekelöf, Tarkovski, por nombrar unos pocos, en franco contrapunto y productiva tensión con otra de ignotos desclasados, víctimas de un sistema engordado en la expoliación, la opresión, la injusticia.

Es justo, dicho sea de paso, señalar también que Cuerpos... es un tour de force del sentido en su afán incesante de proliferación, en sus desplazamientos, en sus estallidos, en su resistencia a las sujeciones escolares de un lector normativo y condescendiente, a resguardo de toda problematización. En esta busca Kratsman propone sus “extensiones”, suerte de raicillas o brazos que confieren al texto derivas aleatorias a través de nuevas corrientes de sentido.
Estos también son los atajos de una “imaginería horizontal”, sus encrucijadas, sus desvíos, las fugas de una significancia transeúnte de la amenaza de una situación de calle. Todo, hasta que alguien de pronto se detiene, mira, despierta y, al fin, apoya el oído sobre el corazón de la Tierra.

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