Roland Barthes:“La Cámara Lucida” , fragmentos
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Ahora
bien, una tarde de noviembre, poco tiempo después de la muerte de mi madre,
yo
estaba ordenando fotos. No contaba «volverla a encontrar», no esperaba nada de
«esas fotografías de un ser ante las cuales lo recordamos peor que si nos
contentamos
con pensar en él» (Proust). Sabía perfectamente que, por esa fatalidad
que constituye
uno de los rasgos más atroces del duelo, por mucho que
consultase las imágenes, no
podría nunca más recordar sus rasgos (traerlos a mi
mente). No, lo que yo quería era,
según el deseo de Valéry a la muerte de su
madre, «escribir una pequeña obra sobre ella,
para mí solo» (quizás un día la
escriba, con el fin de que, impresa, su memoria dure por
lo menos el tiempo de
mi propia notoriedad). Además, no puedo decir que esas fotos de
ella que yo
guardaba me gustasen, si exceptuamos la que había publicado, aquella en la
que
se ve a mi madre, de joven, caminando por una playa de las Landas y en la que
«reconocí» su modo de andar, su salud, su resplandor —pero no su rostro,
demasiado
lejano-: no me ponía a contemplarlas, no me sumía en ellas. Las desgranaba,
pero
ninguna me parecía realmente «buena»: ni resultado fotográfico, ni
resurrección
viva del rostro amado. Si algún día llegase a mostrarlas a amigos,
dudo que les hablasen.
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En cuanto a muchas de estas fotos, lo
que me separaba de ellas era la Historia.
¿No es acaso la Historia ese tiempo en
que no habíamos nacido? Leía mi
inexistencia en los vestidos que mi
madre había llevado antes de que pudiese
acordarme de ella. Hay una especie de
estupefacción en el hecho de ver a un ser
familiar vestido de otro modo.
He aquí, hacia 1913, a mi madre en traje de calle,
con toca, pluma, guantes, fina
lencería que sobresale por las mangas y el escote,
todo de un «chic» desmentido por la
dulzura y la simplicidad de su mirada. Es la
única vez que la veo así, tomada en
una Historia (de los gustos, de las modas,
de los tejidos): mi atención se desvía
entonces de ella hacia el accesorio perecido;
pues el vestido es perecedero,
constituye para el ser amado una segunda tumba.
Para «reconocer» a mi madre, fugitivamente,
por desgracia, y sin jamás poder
guardar durante mucho tiempo esta
resurrección, es necesario que, mucho más
tarde, reconozca en algunas fotos los objetos
que ella tenía sobre su cómoda,
una polvera de marfil (me agradaba el ruido de
la tapa), un frasco de cristal biselado,
o incluso una silla baja que tengo
actualmente junto a mi cama, o incluso las
almohadillas de rafia que ella ponía sobre el diván, los grandes bolsos que a ella
le gustaban (cuyas formas confortables contrariaban la idea burguesa del
«monedero»).
almohadillas de rafia que ella ponía sobre el diván, los grandes bolsos que a ella
le gustaban (cuyas formas confortables contrariaban la idea burguesa del
«monedero»).
Así, la vida de alguien cuya
existencia ha precedido en poco a la nuestra tiene
encerrada en su particularidad la
tensión misma de la Historia, su participación.
La Historia es histérica: sólo se
constituye si se la mira, y para mirarla es necesario
estar excluido de ella. En tanto que
alma viviente, soy propiamente lo contrario
de la Historia, lo que la desmiente en
provecho únicamente de mi historia
(imposible para mí creer en los
«testigos»; imposible cuanto menos ser uno de
ellos; Michelet no pudo, por así
decir, escribir nada sobre su propio tiempo).
El tiempo en que mi madre vivió antes
que yo, esto es para mí la Historia
(por otro lado, esta época es la que históricamente me interesa
más), Ninguna
anamnesis podrá jamás hacerme entrever ese tiempo a partir de mí
mismo
(es la definición de la anamnesis), mientras que contemplando una foto en
la que
ella, siendo yo niño, me estrecha contra sí, puedo reme-morar en mi
interior la
suavidad arrugada del crespón de China y el perfume de los polvos
de arroz.
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Y he aquí que comenzaba a nacer la
cuestión esencial: ¿la reconocía?
Según
van apareciendo esas fotos reconozco a veces una parte de su rostro,
tal
similitud de la nariz y de la frente, el movimiento de sus brazos, de sus
manos.
Sólo
la reconocía por fragmentos, es decir, dejaba escapar su ser y, por
consiguiente,
dejaba escapar su totalidad. No era ella, y sin embargo tampoco
era otra persona.
La habría reconocido entre millares de
mujeres, y sin embargo no la «reencontraba».
La reconocía diferencialmente, no esencialmente. La fotografía me obliga así a
un
trabajo doloroso; inclinándome hacia la esencia de su identidad, me debatía
en medio
de imágenes parcialmente auténticas y, por consiguiente, totalmente
falsas. Decir ante
tal foto «¡es casi ella!» me resultaba más
desgarrador que decir ante tal otra: «no es ella en absoluto».
El casi:
régimen atroz del amor, pero también estatuto decepcionante del sueño
—es
la razón por la que odio los sueños-. Pues acostumbro a soñar con ella
(sólo
sueño con ella), pero nunca es completamente ella: a veces tiene en el sueño
algo de desplazado, de excesivo: por ejemplo, es jovial, o desenvuelta, lo cual
ella no era
nunca;
o también, sé que es ella, pero no veo sus rasgos (pero, ¿es que
acaso
vemos en sueños, o acaso sabemos?):
sueño con ella, pero no la sueño.
Y
ante la foto, como en e! sueño, se produce el mismo esfuerzo, la misma labor
de
Sísifo: subir raudo hacia la esencia y volver a bajar sin haberla contemplado,
y
volver a empezar.
Sin embargo,
había siempre en esas fotos de mi madre un lugar reservado, preservado:
la
claridad de sus ojos. Por el momento no se trataba más que de una luminosidad
totalmente física, la huella fotográfica de un color, el verdiazul de sus pupilas. Pero
esta luz era ya en sí una especie de mediación que me conducía hacia una identidad
esencial, el genio del rostro amado. Y además, por imperfectas que fuesen, cada una
de esas fotos manifestaba el sentimiento justo que mi madre había debido experimentar
cada vez que se había «dejado» fotografiar: mi madre «se prestaba» a la fotografía,
temiendo que su rechazo pudiese ser considerado como «actitud»; superaba esta adversidad
de situarse ante el objetivo (acto inevitable) con discreción (pero sin nada de la teatralidad
contraída a base de humildad o de enfurruñamiento); pues sabía sustituir siempre
un valor moral por un valor superior, un valor civil. Ella no se debatía
totalmente física, la huella fotográfica de un color, el verdiazul de sus pupilas. Pero
esta luz era ya en sí una especie de mediación que me conducía hacia una identidad
esencial, el genio del rostro amado. Y además, por imperfectas que fuesen, cada una
de esas fotos manifestaba el sentimiento justo que mi madre había debido experimentar
cada vez que se había «dejado» fotografiar: mi madre «se prestaba» a la fotografía,
temiendo que su rechazo pudiese ser considerado como «actitud»; superaba esta adversidad
de situarse ante el objetivo (acto inevitable) con discreción (pero sin nada de la teatralidad
contraída a base de humildad o de enfurruñamiento); pues sabía sustituir siempre
un valor moral por un valor superior, un valor civil. Ella no se debatía
con su imagen, tal como yo hago con la mía: ella no se suponía.
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Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir,
bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás
poco a poco
en el tiempo con ella, buscando
la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí.
La fotografía era
muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia
descolorido,
en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño
puente
de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces
cinco
años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la
balaustrada
del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más
lejos, más pequeña, estaba
de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le
había dicho: «Avanza un poco, que se te
vea»; había juntado las manos, la una
cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran
a hacer los niños, con un gesto
torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo
sabía,
por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían,
habían
posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del
invernadero
(era la casa en que había nacido mi madre, en
Chenneviéres-sur-Marne).
Observé a la niña
y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro,
la ingenua
posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente,
sin mostrarse ni
esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como
el Bien del Mal
de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás
y mamás, todo
esto conformaba la imagen de una inocencia soberana (si se quiere
tomar esta
palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»),
todo esto había
convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible
que toda su vida
había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen
de niña yo veía
la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre
sin haberla
heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres
imperfectos que la amaron
mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad
estaba precisamente fuera de juego, no pertenecía a
ningún sistema, o por lo menos
se situaba en el
límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría
definirla mejor
que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común,
nunca me hizo una
sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular,
tan abstracta en
relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro
que tenía en la
fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo
una imagen», dice
Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa,
una imagen que
fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una
imagen
justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero.
Por una vez la
fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo,
tal como lo
sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse,
percibió en su
memoria el rostro de su abuela de verdad,
«cuya realidad viviente volví a encontrar por
vez primera en un recuerdo involuntario
y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne
había sido el mediador
de una verdad, al
igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe)
una de las más
bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria,
que ofrecía más de lo que cabía esperar de la
esencia técnica de la fotografía.
0 también (pues intento enunciar esta verdad),
esa Fotografía del Invernadero
constituía para
mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann
antes de
hundirse, ese primer Canto del Alba que concuerda a la vez
con la esencia de
mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí;
sólo podría
expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos;
me los ahorro,
convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los
predicados
posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o
alteración parcial, inversamente, me había remitido a las
fotos de ella que me habían
dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la
fenomenología llamaría objetos
«cualesquiera»,
no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad,
no su verdad;
pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente
esencial,
certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único.
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No podía por más tiempo omitir de mi
reflexión lo que sigue: que había descubierto esa
foto remontándome en el Tiempo. Los griegos
penetraban en la Muerte andando
hacia atrás: tenían ante ellos el
pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía,
sino la de aquella a quien yo amaba. Partiendo
de su última imagen, tomada el
verano anterior a su muerte (tan extenuada,
tan noble, sentada ante la puerta de
nuestra casa, rodeada de mis amigos),
llegué, remontando tres cuartos de siglo,
a la imagen de una niña. Desde luego, la
perdía entonces dos veces, en su fatiga
final y en su primera foto, que era
para mí la última; pero también era entonces
cuando todo basculaba y la podía
reencontrar por fin tal como ella era en sí misma...
Ese movimiento de
la Foto (del ordenamiento de las fotos) lo he vivido en
la realidad. Al
final de su vida, poco tiempo antes del momento en que miré sus
fotografías y descubrí la Foto del
Invernadero, mi madre estaba débil, muy débil.
Yo vivía en su
debilidad (me era imposible participar en un mundo de fuerza, salir
por la noche, toda mundanidad me horrorizaba).
Durante su enfermedad yo la
cuidaba, le daba
el tazón de té que a ella le gustaba porque podía beber más
cómodamente en él
que en una taza, se había convertido en mi niña, identificándose
para mí con la criatura esencial que era en su
primera foto. En Brecht, por una
inversión que en
otro tiempo admiré mucho, es el hijo quien educa (políticamente)
a la madre; sin embargo, a mi madre yo nunca
la eduqué, nunca la convertí a nada
; en cierto
sentido, nunca le «hablé», nunca «discurrí» ante ella, para ella;
pensábamos sin confesárnoslo que la ligera
insignificancia del lenguaje, la suspensión
de las imágenes debía ser el
espacio propio del amor, su música. Ella, tan fuerte,
que constituía mi Ley
interior, yo la vivía para acabar como si fuese mi niña. Resolvía
así, a mi manera,
la Muerte. Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte
es la dura
victoria de la especie, si lo particular muere para satisfacer lo universal
, si, después de
haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere,
habiéndose así
negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado
en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para
seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya no podría
nunca más
universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo
proyecto debía
convertirse desde entonces en la única
finalidad de mi vida). Ya no
podía esperar más que mi muerte total, indialéctica.
Esto es lo que yo leía en la
Fotografía del Invernadero.
Universidad
de Chile
Departamento
de Pregrado
Cursos
de Formación General
www.cfg.uchile.cl
Curso:
“Experiencia Estética del Mundo”
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