miércoles, noviembre 07, 2018

Roland Barthes:“La Cámara Lucida” , fragmentos


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Ahora bien, una tarde de noviembre, poco tiempo después de la muerte de mi madre, 
yo estaba ordenando fotos. No contaba «volverla a encontrar», no esperaba nada de 
«esas fotografías de un ser ante las cuales lo recordamos peor que si nos contentamos 
con pensar en él» (Proust). Sabía perfectamente que, por esa fatalidad que constituye 
uno de los rasgos más atroces del duelo, por mucho que consultase las imágenes, no 
podría nunca más recordar sus rasgos (traerlos a mi mente). No, lo que yo quería era, 
según el deseo de Valéry a la muerte de su madre, «escribir una pequeña obra sobre ella,
para mí solo» (quizás un día la escriba, con el fin de que, impresa, su memoria dure por 
lo menos el tiempo de mi propia notoriedad). Además, no puedo decir que esas fotos de
ella que yo guardaba me gustasen, si exceptuamos la que había publicado, aquella en la 
que se ve a mi madre, de joven, caminando por una playa de las Landas y en la que 
«reconocí» su modo de andar, su salud, su resplandor —pero no su rostro, demasiado 
lejano-: no me ponía a contemplarlas, no me sumía en ellas. Las desgranaba, pero 
ninguna me parecía realmente «buena»: ni resultado fotográfico, ni resurrección
viva del rostro amado. Si algún día llegase a mostrarlas a amigos, dudo que les hablasen.

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En cuanto a muchas de estas fotos, lo que me separaba de ellas era la Historia.
¿No es acaso la Historia ese tiempo en que no habíamos nacido? Leía mi
inexistencia en los vestidos que mi madre había llevado antes de que pudiese
acordarme de ella. Hay una especie de estupefacción en el hecho de ver a un ser
familiar vestido de otro modo. He aquí, hacia 1913, a mi madre en traje de calle,
con toca, pluma, guantes, fina lencería que sobresale por las mangas y el escote,
todo de un «chic» desmentido por la dulzura y la simplicidad de su mirada. Es la
única vez que la veo así, tomada en una Historia (de los gustos, de las modas,
de los tejidos): mi atención se desvía entonces de ella hacia el accesorio perecido;
pues el vestido es perecedero, constituye para el ser amado una segunda tumba.
 Para «reconocer» a mi madre, fugitivamente, por desgracia, y sin jamás poder
guardar durante mucho tiempo esta resurrección, es necesario que, mucho más
 tarde, reconozca en algunas fotos los objetos que ella tenía sobre su cómoda, 
una polvera de marfil (me agradaba el ruido de la tapa), un frasco de cristal biselado,
o incluso una silla baja que tengo actualmente junto a mi cama, o incluso las 
almohadillas  de rafia que ella ponía sobre el diván, los grandes bolsos que a ella 
le gustaban  (cuyas formas confortables contrariaban la idea burguesa del 
«monedero»).

Así, la vida de alguien cuya existencia ha precedido en poco a la nuestra tiene
encerrada en su particularidad la tensión misma de la Historia, su participación.
La Historia es histérica: sólo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario
estar excluido de ella. En tanto que alma viviente, soy propiamente lo contrario
de la Historia, lo que la desmiente en provecho únicamente de mi historia
(imposible para mí creer en los «testigos»; imposible cuanto menos ser uno de
ellos; Michelet no pudo, por así decir, escribir nada sobre su propio tiempo). 
El tiempo en que mi madre vivió antes que yo, esto es para mí la Historia
 (por otro lado, esta época es la que históricamente me interesa más), Ninguna 
anamnesis podrá jamás hacerme entrever ese tiempo a partir de mí mismo 
(es la definición de la anamnesis), mientras que contemplando una foto en la que
 ella, siendo yo niño, me estrecha contra sí, puedo reme-morar en mi interior la 
suavidad arrugada del crespón de China y el perfume de los polvos de arroz.

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Y he aquí que comenzaba a nacer la cuestión esencial: ¿la reconocía?
Según van apareciendo esas fotos reconozco a veces una parte de su rostro,
tal similitud de la nariz y de la frente, el movimiento de sus brazos, de sus manos.
Sólo la reconocía por fragmentos, es decir, dejaba escapar su ser y, por consiguiente, 
dejaba escapar su totalidad. No era ella, y sin embargo tampoco era otra persona.
 La habría reconocido entre millares de mujeres, y sin embargo no la «reencontraba».
La reconocía diferencialmente, no esencialmente. La fotografía me obliga así a un 
trabajo doloroso; inclinándome hacia la esencia de su identidad, me debatía en medio
de imágenes parcialmente auténticas y, por consiguiente, totalmente falsas. Decir ante
 tal foto «¡es casi ella!» me resultaba más desgarrador que decir ante tal otra: «no es ella en absoluto».
El casi: régimen atroz del amor, pero también estatuto decepcionante del sueño
—es la razón por la que odio los sueños-. Pues acostumbro a soñar con ella
(sólo sueño con ella), pero nunca es completamente ella: a veces tiene en el sueño algo de desplazado, de excesivo: por ejemplo, es jovial, o desenvuelta, lo cual ella no era
nunca; o también, que es ella, pero no veo sus rasgos (pero, ¿es que acaso
 vemos en sueños, o acaso sabemos?): sueño con ella, pero no la sueño.
Y ante la foto, como en e! sueño, se produce el mismo esfuerzo, la misma labor
de Sísifo: subir raudo hacia la esencia y volver a bajar sin haberla contemplado, y 
volver a empezar.

Sin embargo, había siempre en esas fotos de mi madre un lugar reservado, preservado:
la claridad de sus ojos. Por el momento no se trataba más que de una luminosidad 
totalmente física, la huella fotográfica de un color, el verdiazul de sus pupilas. Pero 
esta luz era ya en sí una especie de mediación que me conducía hacia una identidad 
esencial, el genio del rostro amado. Y además, por imperfectas que fuesen, cada una 
de esas fotos manifestaba el sentimiento justo que mi madre había debido experimentar
cada vez que se había «dejado» fotografiar: mi madre «se prestaba» a la fotografía, 
temiendo que su rechazo pudiese ser considerado como «actitud»; superaba esta adversidad
de situarse ante el objetivo (acto inevitable) con discreción (pero sin nada de la teatralidad 
contraída a base de humildad o de enfurruñamiento); pues sabía sustituir siempre 
un valor moral por un valor superior, un valor civil. Ella no se debatía
con su imagen, tal como yo hago con la mía: ella no se suponía.

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Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir,
bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco
 en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí.
La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia 
descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño 
puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces 
cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada
 del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba 
de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: «Avanza un poco, que se te 
vea»; había  juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran 
a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo 
sabía, por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían, habían 
posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del invernadero
 (era la casa en que había nacido mi madre, en Chenneviéres-sur-Marne).

Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro,
la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente,
sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como
el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás
y mamás, todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana (si se quiere
tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»),
todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible
que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen
de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre
sin haberla heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres 
imperfectos que la amaron mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad
estaba  precisamente fuera de juego, no pertenecía a ningún sistema, o por lo menos
se situaba en el límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría
definirla mejor que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común,
nunca me hizo una sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular,
tan abstracta en relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro
que tenía en la fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo
una imagen», dice Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa,
una imagen que fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una
 imagen justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero.

Por una vez la fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo,
tal como lo sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse,
percibió en su memoria el rostro de su abuela de verdad,
 «cuya realidad viviente volví a encontrar por vez primera en un recuerdo involuntario 
y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne había sido el mediador
de una verdad, al igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe)
una de las más bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria,
 que ofrecía más de lo que cabía esperar de la esencia técnica de la fotografía.
 0 también (pues intento enunciar esta verdad), esa Fotografía del Invernadero
constituía para mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann
antes de hundirse, ese primer Canto del Alba que concuerda a la vez
con la esencia de mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí;
sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos;
me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los
predicados posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o 
alteración  parcial, inversamente, me había remitido a las fotos de ella que me habían
 dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la fenomenología llamaría objetos
«cualesquiera», no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad,
no su verdad; pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente
esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único.

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No podía por más tiempo omitir de mi reflexión lo que sigue: que había descubierto esa
 foto remontándome en el Tiempo. Los griegos penetraban en la Muerte andando
hacia atrás: tenían ante ellos el pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía,
 sino la de aquella a quien yo amaba. Partiendo de su última imagen, tomada el
 verano anterior a su muerte (tan extenuada, tan noble, sentada ante la puerta de
nuestra casa, rodeada de mis amigos), llegué, remontando tres cuartos de siglo,
 a la imagen de una niña. Desde luego, la perdía entonces dos veces, en su fatiga
final y en su primera foto, que era para mí la última; pero también era entonces
cuando todo basculaba y la podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma...

Ese movimiento de la Foto (del ordenamiento de las fotos) lo he vivido en
la realidad. Al final de su vida, poco tiempo antes del momento en que miré sus
 fotografías y descubrí la Foto del Invernadero, mi madre estaba débil, muy débil.
Yo vivía en su debilidad (me era imposible participar en un mundo de fuerza, salir
 por la noche, toda mundanidad me horrorizaba). Durante su enfermedad yo la
cuidaba, le daba el tazón de té que a ella le gustaba porque podía beber más
cómodamente en él que en una taza, se había convertido en mi niña, identificándose
 para mí con la criatura esencial que era en su primera foto. En Brecht, por una
inversión que en otro tiempo admiré mucho, es el hijo quien educa (políticamente)
 a la madre; sin embargo, a mi madre yo nunca la eduqué, nunca la convertí a nada
; en cierto sentido, nunca le «hablé», nunca «discurrí» ante ella, para ella;
 pensábamos sin confesárnoslo que la ligera insignificancia del lenguaje, la suspensión 
de las imágenes debía ser el espacio propio del amor, su música. Ella, tan fuerte, 
que constituía mi Ley interior, yo la vivía para acabar como si fuese mi niña. Resolvía
así, a mi manera, la Muerte. Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte
es la dura victoria de la especie, si lo particular muere para satisfacer lo universal
, si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, 
habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado
 en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para 
seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi  particularidad ya no podría 
nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente,  por medio de la escritura, cuyo 
proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida). Ya no 
podía esperar más que mi muerte total,  indialéctica.

Esto es lo que yo leía en la Fotografía del Invernadero.

Universidad de Chile
Departamento de Pregrado
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Curso: “Experiencia Estética del Mundo”