Oscar Masotta: La locura, el padre y un traje de Anselmo Spinelli
“Habrá
entonces que comenzar por el comienzo. Y si uno se quiere escritor el comienzo
es su primer libro. “Todo” comienza entonces a los veintiún años. Yo llenaba
entonces, y trabajosamente, las horas de un grueso cuaderno Avón mientras que,
manipulando palabras, hacía una cierta experiencia del mundo, a cuyo sentido,
o contenido, llamaré de esta manera: lo siniestro. Esto significa: que quería
ser escritor y que cuando intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre
de las cosas. Que no conocía ninguna palabra, por ejemplo que sirviera para
distinguir el estilo al que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre
de las partes de un edificio. Si el personaje de mi novela bajaba por una
escalera, y apoyaba la mano mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la
“baranda” o en la “barandilla”? Y si el personaje miraba a través de un balcón,
¿cómo nombrar los “travesaños” del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez
“barrotes”. Pero me perdía entonces el sonido material de las palabras y me
parecía grotesco y desmesurado llamar, por ejemplo, “barrotes” a esos
“travesaños”. Y si me decidía por la palabra “travesaños”, me parecía de pronto
pobremente descriptiva para contentarme con ella. Si mi personaje debía caminar
por la calle, y creía imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un
determinado momento del día, había que decir “que caminaba bajo los árboles”.
¿Pero qué árboles?, ¿“Pitas” o “cipreses”? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo
siniestro era el descubrimiento de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota
mental, pretendía escribir. Tenía miedo.
“Ese
miedo nunca me ha abandonado. O mejor: el miedo nunca me ha abandonado. Es
aquel ese miedo que se reflejaba en una más que sugestiva fotografía de la
época. Se ve en ella una cara irregular y un poco mofletuda. La nariz levemente
torcida. La frente, sin arrugas, pero con surcos, cae fláccidamente sobre las
cejas, las que se juntan a la altura del comienzo de la nariz. La mirada,
floja, como incapaz de penetrar nada. Y una mezcla de estupor y de disgusto (de
disgusto concreto, como si estuviese frente a un plato de comida un poco
repugnante) envuelve la zona de la boca, el labio inferior ancho y un poco
caído, una comisura lateral empujando al labio superior hacia arriba, y como
todavía no había aprendido la ventaja que consiste en ocultar el tamaño de las
orejas llenando de cabello los costados de la cabeza, las orejas aparecían en su
tamaño natural, largas y un poco separadas. Cuando vi por primera vez la foto
me acuerdo, me asusté bastante. No era que temiese a mi fealdad: la conocía. Lo
que me inquietaba era como la presencia en la foto de algún germen congénito de
anormalidad (...)
“Esa
sensación me acompañó durante mucho tiempo. Aunque sospechaba que lo que temía
congénito, no se originaba en la naturaleza ni en la biología, sino en la
cultura y en la sociedad. Esa atmósfera vagamente mórbida de mi rostro de
aquella fotografía tenía que ver conmigo y con el dinero, con el dinero y con
el trabajo, con el trabajo y con el trabajo de mi padre, con el “status” de mi
padre, con mi conciencia y con mis deseos. Me basta ahora mirar la parte
inferior de la fotografía para cerciorarme de ciertos datos que tienen que ver
con el origen de mis “rasgos de carácter” y también de mi temperamento. La ropa
que llevaba: un traje cruzado, oscuro, de franela, a rayas blancas. Además, una
camisa blanca y una corbata oscura. Se dirá: un conjunto banal, en el cual es
posible leer bastante poco. Pero si se mira la foto con cuidado se puede observar
un cierto corte de las solapas, que el saco se estrechaba en el pecho, que
“cruzaba” bastante más de lo normal. En verdad –como yo decía-: un saco de
corte perfecto. Y lo era: lo había hecho Anselmo Spinelli. Pero ese sastre no
lo había hecho para mí: habrían sido necesarios más de dos sueldos enteros de
mi padre para pagarle la hechura. Ese traje, sobre mi cuerpo, era ya una locura
sociológica, por decirlo así. Yo lo había comprado –después de rogarle para que
me lo vendiera- a un compañero en el servicio militar. El hijo de un juez de la
Capital y de una familia dueña de algunos campos en la provincia de Buenos
Aires. Pero yo sabía todo esto. Sin embargo, no podía dejar de despreciar a mi
padre puesto que “carecía de gusto”. Y efectivamente: se vestía con el gusto
mediocre de un bancario. Él me contestaba que era cuestión de dinero. Pero yo
sabía que no era así, o que era una cuestión de dinero pero no en el sentido
que lo entendía mi padre: mi padre ignoraba los principios más generales de un
dandismo a la inglesa que yo en cambio me sabía de memoria. Los había aprendido
mirando, fascinado, la ropa de Marcelo Sánchez Sorondo (hijo) que había sido mi
profesor de historia en la escuela secundaria. Yo no sabía entonces quién era
en verdad mi profesor de Historia. Mientras despreciaba a mi padre. En cuanto a
la ropa inglesa, “clásica”, todavía hoy me fascina. Y en cuanto a la época de
la foto, es seguro que todo esto no podía no desfigurarme, no enfermarme, a la
larga, o en aquel momento, ya, de algún modo...’’
[Tomado de Sexo y traición en Roberto Arlt. Centro
Editor de América Latina. Buenos Aires: 1982]
Etiquetas: Oscar Masotta
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