Roger Caillois: El agua dentro de la piedra
El siguiente texto fue extractado de http://www.letrasenlinea.cl/?p=571
Traducción de: Fernando Pérez y Carlos Labbé
Al
sostenerlo, un nódulo de ágata de dimensiones modestas puede parecer
anormalmente liviano. Uno descubre entonces que está hueco y revestido de
cristal por dentro. Si lo sacudimos cerca de la oreja, es posible –una vez
entre muchas– que oigamos el ruido de un líquido batiéndose entre las paredes.
Es seguro que hay un agua ahí, prisionera en esa cárcel de piedra desde los
orígenes del planeta. El deseo nace de percibir esta agua anterior.
Se hace
necesario pulir lentamente la superficie rugosa, la envoltura de la piedra y
luego, con más cuidado incluso, la calcedonia interna hasta que una mancha
sombría se revela tras el tabique cristalino, una mancha temblorosa por el
movimiento de la mano que sostiene la piedra, y sin embargo se obstina en
mantenerse horizontal a cada inclinación que se le da. Es agua, o por lo menos
un fluido anterior al agua, conservado desde épocas tan lejanas que no
conocieron fuentes ni lluvias, ríos ni océanos. Nada salvo metales en fusión
que poco después se solidificarían; puede ser, en aquellas cavidades perdidas,
el veloz y paradojal mercurio, espejo fugitivo y frío, el único metal que pudo
enfriar la severa temperatura que el planeta alcanzaba y no ha vuelto a
alcanzar. Se trata, finalmente, de un agua secreta que de agua no tiene más que
la apariencia.
A la
mínima fisura, a la primera perforación –aunque sea más fina que un pelo–, esta
agua emerge y se volatiliza en menos tiempo que el que uno se demora en
decirlo. Sólo una presión extraordinaria la mantuvo líquida. Cualquier abertura
es suficiente para hacerla desaparecer en la superficie, evaporada un segundo
después de la más larga reclusión.
Esta agua
cautiva se encuentra sólo dentro de las sustancias menos porosas, como el
cuarzo o la calcedonia, que impiden casi toda osmosis, toda transpiración. Sin
embargo, la calcedonia no es una prisión totalmente segura, ya que algunos artesanos
hábiles de Hunsrück-Eifel consiguieron infiltrarle un color. Sólo el cristal de
roca es lo suficientemente hermético como para que no haya fugas. El líquido se
mantiene en los vacíos paralelos, separados por las capas superpuestas a
ciertas grietas que aparecen de manera intermitente. En cada movimiento
ascendente que la mano haga, como en los vidrios dobles, un líquido no menos
diáfano que los tabiques que lo retienen vuelve desde el principio de las eras,
al borde de la extinción y simultáneamente a salvo de terribles conmociones. En
ese momento, larvas esféricas o alargadas erran sin fin por un laberinto de
pasadizos invisibles. Según se vuelva el cristal en un sentido o en otro, estas
burbujas suben, descienden, giran, caen en una fisura imprevista y no vuelven a
unirse más. Cada una en su dédalo, de tamaños diversos e incesantemente
deformadas por los obstáculos que rodean, estas burbujas van perpetuando de
manera absurda las figuras invariables y cambiantes de los desencuentros
humanos, de este carrusel que no se detiene.
En el
cuarzo, el agua suele aparecer repartida en muchas células que la ocupan casi
por entero. En la calcedonia está concentrada en una sola cavidad; el espacio
sobre ella es tan elevado y tan vasto que se podría decir que el cielo recubre
aquel estanque encantado. Los remolinos insinúan este lago sonoro e impreciso,
constreñido al interior de una piedra, como el misterio de un paisaje
espectral, brumoso, por lo tanto más real y más pesado que los evasivos
paisajes que la imaginación se apresura a proyectar en los dibujos de las
ágatas. Encima de éstos, circulares e hinchados, los gruesos copos amarillos de
un cielo de nieve se aprietan contra una ventana irregular de amatista, cuyos
prismas trazan una vidriera con minúsculos elementos hexagonales. Aquellos del
centro son casi incoloros y parecen existir sólo como una segunda abertura en
medio del vitral. Cuando se inclina esta geoda, la línea oscura del agua sube y
desciende hacia este hueco, y es como un párpado lento: la noche que cae o que
se eleva semejante a una respiración de lava en los cráteres de los volcanes, o
bien el flujo y el reflujo inexplicables de un mar inmenso y solitario, sin
luna ni riberas, que podemos ver únicamente desde una escotilla.
El azul
tormentoso de una calcedonia nocturna colma otra vez la superficie de la
piedra. En el borde, manchas púrpura o bermellón rodean pálidos velos
pulcramente fragmentados por la erosión. Su rastro oblicuo desaparece con
rapidez en el espesor del mineral, como grietas atrapadas en el hielo. En el
fondo, estratos lechosos, más claros o más oscuros dibujan tanto horizontes
superpuestos como los reflejos de un astro invisible que avanza en su órbita
borrosa. Y, arriba, enormes nubarrones hacen hervir mil amenazas oscuras y una
explícita: a modo de última advertencia, un meteorito consumido en medio del
cielo por su propia caída lanza un trágico insulto a las tinieblas.
Las dos
caras del ágata están igualmente pulidas y son del mismo azul nocturno. Ofrecen
un espejo idéntico, cargado de presagios y de injurias. Entre ellas, acaso como
garantía de una terrible promesa, se desplaza el agua oculta de los orígenes,
que apenas se ve como una sombra y se oye como un chapoteo. Creo que nadie
puede quedar insensible a la emoción que provoca semejante presencia. Este
recipiente sellado nunca estuvo abierto. Tampoco necesitó soldarse a una base,
como la ampolla. Un vacío penetra hasta el corazón de la masa. Nada ni nadie la
forzó ni le inyectó el fluido incorruptible que contiene y que, desde entonces,
no se puede escapar ni tampoco endurecerá.
El ser
vivo que la observa entiende que por sí mismo jamás podrá llegar a ser tan
duradero ni tan cerrado. Ni tan ágil ni tan puro. Se reconoce desdichado en el
límite de otro imperio y, súbitamente, extranjero en el universo: un intruso
estupefacto. Adivino quizá con facilidad excesiva –por obsesión personal– las
reflexiones, los vagos sueños que pueden hacer dudar a un pasajero del mundo a
partir de alguna piedra encantada por el licor, un poco de agua que ha quedado
prisionera en la cavidad transparente de una piedra hermética.
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L’EAU
DANS LA PIERRE
Parfois
un nodule d’agate, de dimensions modestes, soupesé, paraît anormalement léger. On sait alors qu’il est
creux et tapissé de cristaux. Si on le secoue près de l’oreille, il arrive,
mais très rarement, qu’il fasse entendre un bruit de liquide battant les
parois. A coup sur, une eau l’habite, demeurée
prisonnière dans une geôle de pierre depuis le début de la planète. Le désir
naît d’apercevoir cette eau antérieure.
Il
faut polir lentement la surface rugueuse, l’écorce de la géode, puis, avec plus
de précautions encore, la calcédoine interne jusqu’au moment où, derrière la
cloison translucide, une tache sombre se meut. Elle tremble avec la main qui
tient la pierre, et son niveau reste obstinément horizontal, quelque
inclinaison qu’on donne à celle-ci. C’est l’eau ou, du moins, un fluide d’avant
l’eau, conservé d’époques si lointaines qu’elles ne connaissaient sans doute ni
sources ni pluies, ni fleuves ni océans. De liquide, rien alors que des métaux
en fusion bientôt solidifiés; peut-être, en quelques cavités perdues, le véloce
et paradoxal mercure, miroir fugitif, liquide et froid, seul métal qu’il faille
pour geler une sévère température que la planète attiédie n’est pas encore près
d’atteindre; enfin cette eau secrète qui assurément de l’eau n’eut jamais que
l’apparence.
A la
plus légère fissure, à la première percée, fût-elle plus mince que cheveu, elle
fuse et se volatilise en moins de temps qu’il ne faut pour le dire. Seule une
pression extraordinaire la maintenait liquide. La moindre issue lui suffit pour
disparaitre sur-le-champ, évaporée en un éclair après la plus longue réclusion.
Aussi
ne trouve-t-on cette eau captive que dans les substances les moins poreuses,
comme le quartz ou la calcédoine, qui interdisent ou peu s’en faut toute
osmose, toute transpiration. Encore la calcédoine n’est-elle pas une prison
tout à fait sûre, puisque des artisans habiles, entre l’Eifel et le Hunsrück,
parviennent à y infiltrer une couleur. Le cristal de roche, seul, est assez
étanche pour qu’aucune fuite ne soit à redouter. Le liquide se tient dans les
vides parallèles qui séparent les couches superposées de certaines aiguilles.
Celles-ci semblent s’être développées par bonds intermittents. Entre chaque
nouvelle poussée, comme entre des doubles fenêtres, un liquide non moins
transparent que les cloisons qui le retiennent s’est trouvé, au commencement
des âges, a la fois pris au piège et rescapé de terribles émois. Depuis, des
libelles sphériques ou allongés errent sans fin dans un labyrinthe de chicanes
invisibles. Selon qu’on tourne le cristal dans un sens ou dans l’autre, ces
bulles montent, descendent, obliquent, s’engagent dans une rigole imprévue,
sans se rencontrer jamais. Chacune dans son dédale, de tailles diverses et sans
cesse déformées par les obstacles qu’elles contournent, elles perpétuent
absurdement les figures invariables et changeantes d’un chassé-croisé, d’un
carrousel sans dénouement.
Dans
le quartz, l’eau est á l’ordinaire répartie en plusieurs cellules qu’elle
occupe presque entièrement. Dans la calcédoine, elle est ramassée en une seule
poche; l’espace au-dessus d’elle est si haut et si vaste qu’on dirait le ciel
recouvrant quelque étang ensorcelé. Les remous du liquide ajoutent en filigrane
ce lac sonore et indistinct, rapetissé jusqu’à tenir à l’intérieur d’une
pierre, comme le mystère d’un paysage spectral, brumeux, pourtant plus réel et
plus lourd que les paysages évasifs que l’imagination, au premier appel, se
hâte de projeter dans les dessins des agates.
Sur
celle-ci, circulaire et bombée, les gros flocons jaunes d’un ciel de neige
pressent vers le centre une fenêtre irrégulière d’améthyste, dont les prismes
soudés dessinent une verrière aux minuscules éléments hexagonaux. Ceux du
centre sont presque incolores et paraissent n’exister que comme une ouverture
seconde pratiquée dans le vitrail plein. Quand on incline la géode, la ligne
sombre de l’eau monte et descend derrière la baie et c’est comme une lente
paupière; ou la nuit qui tombe ou qui s’élève telle une respiration de lave aux
cratères des volcans; ou, perceptible par ce hublot seul, le flux et le jusant
inexplicables d’une mer immense et seule, sans lune ni rivages.
Le
bleu d’orage d’une calcédoine nocturne emplit une autre fois la surface de la
pierre. Sur le bord, des taches de pourpre ou de vermillon s’élargissent autour
de voiles livides tranchés net par le polissage. Leur traîne oblique disparaît
vite dans l’épaisseur du minéral, comme guenilles prises par la glace. Tout en
bas, des strates laiteuses, plus claires ou plus foncées, dessinent autant
d’horizons étagés ou les reflets d’un astre invisible sur l’avancée des vagues
parallèles. Au-dessus, d’énormes nuées frémissent de mille menaces obscures et
d’une plus explicite: en guise d’ultime semonce, un météore consumé en plein
ciel par sa propre chute fait un accroc tragique aux ténèbres.
Les
deux faces de l’agate sont également polies et du même bleu nocturne. Elles
offrent un miroir identique, chargé de présages et d’invectives. Entre elles,
qui semble en garantir la terrible promesse, l’eau cachée des origines dont on
voit l’ombre se déplacer et dont l’oreille entend le clapotis. Je crois que nul
ne reste insensible à l’émotion qu’engendre pareille présence. Ce vase le plus
clos jamais ne fut ouvert. Il ne fut même pas soudé à sa naissance, comme
ampoule de verre. Un vide s’y creusa de lui-même au cœur de la masse. Nul ni
nulle forcé n’y fit pénétrer le fluide incorruptible qu’il contient et qui,
depuis lors, demeure impuissant à s’en échapper comme à s’y dessécher.
Le
vivant qui le regarde comprend qu’il n’est, pour sa part, ni si durable ni si
ferme. Ni si agile ni si pur. Il se connait sans joie á l’extrémité d’un autre
empire, et soudain si étranger à l’univers: un intrus hébété. Je ne devine que
trop, par obsession personnelle, quelles méditations, du moins quelles rêveries
vagues, un passager du monde peut commencer de dévider à partir de ces cailloux
hantés d’une liqueur, un peu d’eau géologique restée prisonnière dans la poche
transparente d’une pierre hermétique.
* Datos del autor, véase: http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2750
* Datos del autor, véase: http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2750
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