Bruno Schulz: Tratado de los maniquíes, Segundo Génesis
"El Demiurgo", dijo mi padre, "no tuvo el monopolio de la creación; ella es privilegio de todos los espíritus. La materia posee una fecundidad infinita, una fuerza vital inagotable que nos impulsa a modelarla. En las profundidades de la materia se insinúan sonrisas imprecisas, se anudan conflictos, se condensan formas apenas esbozadas. Toda ella hierve en posibilidades incumplidas que la atraviesan con vagos estremecimientos. A la espera de un soplo vivificador, oscila continuamente y nos tienta por medio de curvas blancas y suaves nacidas de su tenebroso delirio.
"Privada de iniciativa propia, maleable y lasciva, dócil a todos los impulsos, constituye un dominio sin ley, abierto a innumerables improvisaciones, a la charlatanería, a todos los abusos, a las más equívocas manipulaciones demiúrgicas. Es lo más pasivo y desarmado que hay en el universo. Cada cual puede amasarla y moldearla a su arbitrio. Todas las estructuras de la materia son frágiles e inestables y están sujetas a la regresión y la disolución.
"No hay ningún mal en traducir la vida a nuevas apariencias. El asesinato no es un pecado. A menudo no es más que una violencia necesaria aplicada a formas entumecidas y refractarias que han dejado de ser interesantes. Puede incluso ser meritorio en el curso de una experiencia curiosa e importante. Se podría hacer del asesinato el punto de partida de una nueva apología del sadismo."
Mi padre no se fatigaba nunca en su glorificación de este elemento extraordinario.
"No hay materia muerta", enseñaba. "La muerte no es más que una apariencia bajo la cual se ocultan formas de vida desconocidas. Su escala es infinita, sus matices inagotables. Por medio de múltiples y preciosos arcanos, el Demiurgo ha creado numerosas especies dotadas del poder de reproducirse. Se ignora si esos arcanos podrán ser descubiertos un día, pero no es necesario, porque si esos procedimientos clásicos nos fueron prohibidos de una vez para siempre, no por eso no habrían de quedar muchos otros, una infinidad de procedimientos heréticos y criminales."
A medida que de esas generalidades cosmogónicas mi padre pasaba a consideraciones que le tocaban más de cerca, su voz bajaba de tono para transformarse en un murmullo penetrante; su expresión se hacía cada vez más difícil y confusa y se perdía en regiones progresivamente riesgosas y conjeturales. Su gesticulación tomaba entonces una especie de solemnidad esotérica. Entrecerraba un ojo, se llevaba dos dedos a la frente y su mirada se volvía notablemente astuta. Subyugaba a sus interlocutores, penetraba con su mirada sin par sus reservas más íntimas, y llegaba a lo más profundo, los hacía retroceder hasta sus últimas trincheras, los entretenía con un dedo juguetón, hasta que brotaba de ellos un destello de comprensión y de vida. Esta toda resistencia manifestaba su acuerdo y su complicidad.
Las jóvenes permanecían sentadas, inmóviles; la lámpara humeaba, ya hacía rato que la tela se había deslizado de la máquina de coser, que había continuado girando un poco más dando puntadas era el tejido interestelar que se desenvolvía hasta el infinito en la noche exterior.
"Hemos vivido demasiado tiempo aterrorizados por el Demiurgo, continuaba mi padre, durante demasiado tiempo la perfección de su obra ha paralizado nuestra propia iniciativa. Pero no podemos entrar en competencia con él. No tenemos la ambición de igualarlo. Queremos ser creadores en nuestra propia esfera, más baja. Aspiramos a los goces de la creación, en una palabra, a la demiurgia."
No sé en nombre de quién o de qué proclamaba esas reivindicaciones, pero la supuesta solidaridad con una colectividad, una corporación, una secta o una orden no mencionadas hacía más patética sus palabras. Por nuestra parte estábamos muy lejos de las tentaciones demiúrgicas.
Mi padre desarrollaba el programa de una segunda Creación, de un Génesis heterodoxo que debía oponerse abiertamente al orden de las cosas vigentes.
"No aspiramos", decía, "a realizar obras de largo aliento, seres hechos para durar mucho tiempo. Nuestras criaturas no serán héroes de novelas en varios volúmenes. Tendrán papeles cortos, lapidarios, carácter sin profundidad. A menudo será sólo para que diga una palabra o hagan un único gesto que nos tomamos el trabajo de llamarlos a la vida. Lo reconocemos francamente: no pondremos el acento sobre la durabilidad o la solidez de la ejecución. Nuestras criaturas serán provisorias, hechas para servir una sola vez. Si se trata de seres humanos, les daremos, por ejemplo una mitad de rostro, una pierna, una mano, la que sea necesaria para el papel que le toque representar. Sería una pura pedantería preocuparse por elementos secundarios si no estuvieran destinados a entrar en el juego. Por detrás bastará simplemente con una costura, o una mano de pintura blanca. Condensaremos nuestra ambición en esta arrogante divisa: un actor para cada gesto. Para cada palabra, para cada actitud haremos nacer a un hombre especial. Así nos place a nosotros y será un mundo a nuestro capricho.
"El Demiurgo estaba enamorado de los materiales sólidos, complicados y refinados: nosotros daremos preferencia a la pacotilla, a todo lo vulgar y ordinario. ¿Comprenden bien, preguntaba mi padre, el sentido profundo de esta debilidad, de esta pasión por los trocitos de papeles de color, por el papel maché, el barniz, la estopa y el aserrín? Y bien, respondía él mismo, con una sonrisa dolorosa, es nuestro amor por la materia en tanto tal, por lo que ella tiene de aterciopelado y de poroso, por su consistencia mística. El Demiurgo, ese gran artista y maestro, la hace invisible, la disimula bajo el juego de la vida. Nosotros, muy por el contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su grosera torpeza. Nos gusta discernir bajo cada gesto, bajo cada movimiento, sus duros esfuerzos, su pasividad, su rudeza de gran oso dócil."
Las jóvenes estaban fascinadas, con los ojos vidriosos. Al ver sus rostros tensos y estupefactos por la sostenida atención y sus mejillas afiebradas, uno podía preguntarse si pertenecían a la primera o a la segunda creación.
"En una palabra", concluyó mi padre, "queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí."
Debemos mencionar aquí, para mayor fidelidad de nuestro relato, un banal incidente que se produjo entonces y al cual no habíamos asignado ninguna importancia. Totalmente incomprensible y carente de sentido en esta serie de hechos, este incidente podría interpretarse como una suerte de automatismo fragmentario desprovisto de causas y efectos, como una especie de malicia del objeto traspuesta al dominio psíquico. Aconsejamos al lector que no le conceda más atención que la que nosotros le prestamos en su época.
En el momento en que mi padre pronunciaba la palabra maniquí, Adela miró su reloj pulsera y le guiñó un ojo a Poldina. Adelantó un poco su silla, levantó el ruedo de su pollera y extendió lentamente un pie envuelto en seda negra que apuntaba como una cabeza de serpiente.
Permaneció rígida en esta posición, mirando con sus grandes ojos de agitados párpados, agrandados más aún por la atropina. Estaba sentada entre Poldina y Paulina, que también miraban a mi padre con ojos muy abiertos. El tosió, se calló, se inclinó hacia adelante y enrojeció de golpe. En un segundo, su rostro, hasta entonces vibrante y profético, se ensombreció y tomó una expresión humilde.
El heresiarca inspirado se había replegado bruscamente sobre sí mismo, se había descompuesto y encogido; su entusiasmo lo había abandonado. Parecía haber sido reemplazado por otro, ese otro que permanecía ahora petrificado, lleno de rubor y con los ojos bajos. Poldina se acercó a él y, palmeándole el hombro, le dijo con tono de amable estímulo: "Jacob será razonable, Jacob va a escuchar, Jacob no será testarudo... ¡Vamos, Jacob, Jacob!"
Siempre apuntando a mí padre, el zapato de Adela temblaba un poco y brillaba como una lengua de serpiente. Siempre con la vista baja, mi padre se levantó lentamente de su silla con la actitud de un autómata y cayó de rodillas. En medio del silencio la lampara silbaba. El empapelado se llenó de miradas elocuente murmullos venenosos, pensamientos zigzagueantes.
"Privada de iniciativa propia, maleable y lasciva, dócil a todos los impulsos, constituye un dominio sin ley, abierto a innumerables improvisaciones, a la charlatanería, a todos los abusos, a las más equívocas manipulaciones demiúrgicas. Es lo más pasivo y desarmado que hay en el universo. Cada cual puede amasarla y moldearla a su arbitrio. Todas las estructuras de la materia son frágiles e inestables y están sujetas a la regresión y la disolución.
"No hay ningún mal en traducir la vida a nuevas apariencias. El asesinato no es un pecado. A menudo no es más que una violencia necesaria aplicada a formas entumecidas y refractarias que han dejado de ser interesantes. Puede incluso ser meritorio en el curso de una experiencia curiosa e importante. Se podría hacer del asesinato el punto de partida de una nueva apología del sadismo."
Mi padre no se fatigaba nunca en su glorificación de este elemento extraordinario.
"No hay materia muerta", enseñaba. "La muerte no es más que una apariencia bajo la cual se ocultan formas de vida desconocidas. Su escala es infinita, sus matices inagotables. Por medio de múltiples y preciosos arcanos, el Demiurgo ha creado numerosas especies dotadas del poder de reproducirse. Se ignora si esos arcanos podrán ser descubiertos un día, pero no es necesario, porque si esos procedimientos clásicos nos fueron prohibidos de una vez para siempre, no por eso no habrían de quedar muchos otros, una infinidad de procedimientos heréticos y criminales."
A medida que de esas generalidades cosmogónicas mi padre pasaba a consideraciones que le tocaban más de cerca, su voz bajaba de tono para transformarse en un murmullo penetrante; su expresión se hacía cada vez más difícil y confusa y se perdía en regiones progresivamente riesgosas y conjeturales. Su gesticulación tomaba entonces una especie de solemnidad esotérica. Entrecerraba un ojo, se llevaba dos dedos a la frente y su mirada se volvía notablemente astuta. Subyugaba a sus interlocutores, penetraba con su mirada sin par sus reservas más íntimas, y llegaba a lo más profundo, los hacía retroceder hasta sus últimas trincheras, los entretenía con un dedo juguetón, hasta que brotaba de ellos un destello de comprensión y de vida. Esta toda resistencia manifestaba su acuerdo y su complicidad.
Las jóvenes permanecían sentadas, inmóviles; la lámpara humeaba, ya hacía rato que la tela se había deslizado de la máquina de coser, que había continuado girando un poco más dando puntadas era el tejido interestelar que se desenvolvía hasta el infinito en la noche exterior.
"Hemos vivido demasiado tiempo aterrorizados por el Demiurgo, continuaba mi padre, durante demasiado tiempo la perfección de su obra ha paralizado nuestra propia iniciativa. Pero no podemos entrar en competencia con él. No tenemos la ambición de igualarlo. Queremos ser creadores en nuestra propia esfera, más baja. Aspiramos a los goces de la creación, en una palabra, a la demiurgia."
No sé en nombre de quién o de qué proclamaba esas reivindicaciones, pero la supuesta solidaridad con una colectividad, una corporación, una secta o una orden no mencionadas hacía más patética sus palabras. Por nuestra parte estábamos muy lejos de las tentaciones demiúrgicas.
Mi padre desarrollaba el programa de una segunda Creación, de un Génesis heterodoxo que debía oponerse abiertamente al orden de las cosas vigentes.
"No aspiramos", decía, "a realizar obras de largo aliento, seres hechos para durar mucho tiempo. Nuestras criaturas no serán héroes de novelas en varios volúmenes. Tendrán papeles cortos, lapidarios, carácter sin profundidad. A menudo será sólo para que diga una palabra o hagan un único gesto que nos tomamos el trabajo de llamarlos a la vida. Lo reconocemos francamente: no pondremos el acento sobre la durabilidad o la solidez de la ejecución. Nuestras criaturas serán provisorias, hechas para servir una sola vez. Si se trata de seres humanos, les daremos, por ejemplo una mitad de rostro, una pierna, una mano, la que sea necesaria para el papel que le toque representar. Sería una pura pedantería preocuparse por elementos secundarios si no estuvieran destinados a entrar en el juego. Por detrás bastará simplemente con una costura, o una mano de pintura blanca. Condensaremos nuestra ambición en esta arrogante divisa: un actor para cada gesto. Para cada palabra, para cada actitud haremos nacer a un hombre especial. Así nos place a nosotros y será un mundo a nuestro capricho.
"El Demiurgo estaba enamorado de los materiales sólidos, complicados y refinados: nosotros daremos preferencia a la pacotilla, a todo lo vulgar y ordinario. ¿Comprenden bien, preguntaba mi padre, el sentido profundo de esta debilidad, de esta pasión por los trocitos de papeles de color, por el papel maché, el barniz, la estopa y el aserrín? Y bien, respondía él mismo, con una sonrisa dolorosa, es nuestro amor por la materia en tanto tal, por lo que ella tiene de aterciopelado y de poroso, por su consistencia mística. El Demiurgo, ese gran artista y maestro, la hace invisible, la disimula bajo el juego de la vida. Nosotros, muy por el contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su grosera torpeza. Nos gusta discernir bajo cada gesto, bajo cada movimiento, sus duros esfuerzos, su pasividad, su rudeza de gran oso dócil."
Las jóvenes estaban fascinadas, con los ojos vidriosos. Al ver sus rostros tensos y estupefactos por la sostenida atención y sus mejillas afiebradas, uno podía preguntarse si pertenecían a la primera o a la segunda creación.
"En una palabra", concluyó mi padre, "queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí."
Debemos mencionar aquí, para mayor fidelidad de nuestro relato, un banal incidente que se produjo entonces y al cual no habíamos asignado ninguna importancia. Totalmente incomprensible y carente de sentido en esta serie de hechos, este incidente podría interpretarse como una suerte de automatismo fragmentario desprovisto de causas y efectos, como una especie de malicia del objeto traspuesta al dominio psíquico. Aconsejamos al lector que no le conceda más atención que la que nosotros le prestamos en su época.
En el momento en que mi padre pronunciaba la palabra maniquí, Adela miró su reloj pulsera y le guiñó un ojo a Poldina. Adelantó un poco su silla, levantó el ruedo de su pollera y extendió lentamente un pie envuelto en seda negra que apuntaba como una cabeza de serpiente.
Permaneció rígida en esta posición, mirando con sus grandes ojos de agitados párpados, agrandados más aún por la atropina. Estaba sentada entre Poldina y Paulina, que también miraban a mi padre con ojos muy abiertos. El tosió, se calló, se inclinó hacia adelante y enrojeció de golpe. En un segundo, su rostro, hasta entonces vibrante y profético, se ensombreció y tomó una expresión humilde.
El heresiarca inspirado se había replegado bruscamente sobre sí mismo, se había descompuesto y encogido; su entusiasmo lo había abandonado. Parecía haber sido reemplazado por otro, ese otro que permanecía ahora petrificado, lleno de rubor y con los ojos bajos. Poldina se acercó a él y, palmeándole el hombro, le dijo con tono de amable estímulo: "Jacob será razonable, Jacob va a escuchar, Jacob no será testarudo... ¡Vamos, Jacob, Jacob!"
Siempre apuntando a mí padre, el zapato de Adela temblaba un poco y brillaba como una lengua de serpiente. Siempre con la vista baja, mi padre se levantó lentamente de su silla con la actitud de un autómata y cayó de rodillas. En medio del silencio la lampara silbaba. El empapelado se llenó de miradas elocuente murmullos venenosos, pensamientos zigzagueantes.
FIN DEL TRATADO DE LOS MANIQUÍES
La noche siguiente mi padre volvió con renovado ardor a su tema obscuro y complejo. La red enmarañada de sus arrugas se había enriquecido y testimoniaba una refinada malicia. Cada surco de su rostro ocultaba una ironía. Pero a veces la inspiración extendía los arcos de sus arrugas que, cargadas de horror huían hacia las profundidades de la noche invernal.
"Figuras de museo de cera, mis queridas doncellas –comenzaba– maniquíes de feria, sí; pero aún bajo esta forma, guardaos de tratarlos a la ligera. La materia no bromea. Siempre está imbuida de una seriedad trágica. ¿Quién se atrevería a pensar que se puede jugar con ella, que se la puede moldear por broma, sin que esta chanza no penetre, no se incruste en ella como una fatalidad? ¿Presentís el dolor, el sufrimiento obscuro y prisionero de ese ídolo que no sabe por qué es lo que es ni por qué debe permanecer en ese molde impuesto y paródico? ¿Comprendéis la potencia de la expresión, de la forma, de la apariencia, la arbitraria tiranía con la que se arrojan sobre un tronco indefenso y lo dominan como si convirtieran a su alma, un alma autoritaria y altiva? Dais a una cabeza de tela y estopa una expresión de cólera y la dejáis con esa cólera, esa convulsión, esa tensión; la dejáis encerrada en una maldad ciega que no consigue hallar salida. El vulgo ríe de esta parodia. Pero vosotras mejor llorad, señoritas, por vuestra propia suerte, reflejada en esta materia prisionera, oprimida, que no sabe qué es ni por qué, ni adonde conduce esta actitud que se le ha impuesto para siempre...
"El vulgo ríe. ¿Comprendéis el horrible sadismo de esa risa, su crueldad embriagante, demiúrgica? Más valdría que llorarais por vosotras mismas, distinguidas señoritas, frente a la suerte de la materia violentada, víctima de ese terrible abuso de poder. De allí deriva la horrorosa tristeza de todos los golems bufones, de todos los maniquíes perdidos en una meditación trágica sobre sus risibles muecas.
"Mirad al anarquista Lucchini, el asesino de la emperatriz Isabel; mirad a la reina Draga de Serbia, diabólica e infortunada; ved a ese joven de genio, esperanza y orgullo de los suyos y a quien la funesta práctica del onanismo ha perdido... ¡Oh ironía de esos nombres, de esas apariencias! ¿Hay realmente en este fantoche de madera algo de la reina Draga, un sosias suyo, un reflejo de su persona, por más lejano que sea? Esta semejanza y ese nombre nos tranquiliza y nos impiden preguntarnos quién era para sí misma esa criatura. ¡Sin embargo, señoritas, debe de ser alguien, alguien anónimo, amenazante, desgraciado, que jamás ha oído hablar, en toda su triste vida, de la reina Draga!
"¿Habéis oído en medio de la noche los aullidos atroces de esos monigotes de cera encerrados en los parques de atracciones, el coro quejoso de esos troncos de madera y de porcelana que se golpean contra los muros de su prisión?"
En el rostro de mi padre, trastornado por el horror de las tinieblas que evocaba, apareció un torbellino de arrugas que iba ahondándose y en el fondo del cual brillaba un ojo terrible de profeta. Su barba se había erizado extrañamente, matas de pelo surgían de sus verrugas, fosas nasales y orejas. Se mantenía rígido, la mirada ardiente, temblando con la agitación interior de un autómata cuyo mecanismo se hubiera atascado.
Adela se puso de pie, rogándonos que no prestáramos demasiada importancia a lo que iba a suceder. Se acercó a mi padre y, poniendo los brazos en jarra, en una actitud de ostensible firmeza, preguntó de manera perentoria...
Las jóvenes continuaban endurecidas en sus sillas, los ojos bajos, extrañamente confundidas...
Una de las noches siguientes, mi padre retomó así su conferencia:
"No quería hablar de esos malentendidos encarnados, señoritas, de los frutos de una grosera y vulgar incontinencia, para prolongar mi discurso sobre los maniquíes. Tenía otra idea en la cabeza."
Se puso entonces a trazar frente a nosotros el cuadro de esta "generatio equivoca" que había imaginado: generación de seres a medias orgánicos, especie de seudofauna y de seudoflora, resultado de una fermentación fantástica de la materia.
En apariencia eran criaturas semejantes a criaturas vivas, a vertebrados, crustáceos o antropoides, pero tal apariencia era engañosa. En realidad se trataba de seres amorfos, desprovistos de estructura interna, frutos de tendencias imitadoras de la materia que, dotada de memoria, repite por hábito las formas adquiridas. Las posibilidades morfológicas de la materia, son en general limitadas, y ciertas formas retoman sin cesar a diversos estadios de la existencia.
Por su movilidad, esas criaturas reaccionaban ante los estímulos, aunque quedando muy alejadas de la vida verdadera; se podía obtenerlas suspendiendo coloides complejos en una solución de sal de mesa.
En los seres nacidos de esta materia se podía comprobar la existencia de procesos de respiración y metabólicos, pero el análisis químico no mostraba ningún rastro de albúmina ni de compuestos de carbono.
De cualquier manera, esas formas primitivas no eran en nada comparables, en cuanto a variedad y magnificencia, con esas seudofloras y seudofaunas que aparecían a veces en ciertos ambientes bien definidos: viejos departamentos saturados de emanaciones de existencias y hechos múltiples; atmósferas fatigadas, enriquecidas sólo por los ingredientes específicos de los sueños humanos; escombros en los que abundaban el humus del recuerdo, de la pena, del hastío estéril. En tales terrenos, esta falsa vegetación germinaba con gran rapidez y como vaporosamente. En su parasitismo abundante y efímero producía breves generaciones que, luego de una floración brillante, corrían a su extinción. En esos ámbitos, los empapelados deben hallarse ya bastante perjudicados y abrumados por la incesante alternancia de toda clase de ritmos. No es pues asombroso que se extravíen en ensoñaciones peligrosas y lejanas. La médula y la sustancia de los muebles deben de estar ya aflojadas, degeneradas y sensibles a las tentaciones anormales. Entonces, sobre ese terreno enfermo, agotado y salvaje, se ve madurar y florecer una erupción fantástica, un moho exuberante y coloreado. "¿Sabéis, decía mi padre, que en los viejos apartamentos hay estancias que han sido olvidadas? Abandonadas por sus habitantes desde hace meses, perecen entre sus propios muros y ocurre que se cierran sobre sí mismas, se cubren de ladrillos y, perdidas irremediablemente para nuestra memoria, pierden poco a poco su existencia. Las puertas que conducen a ellas, sobre el rellano de una ambigua escalera de servicio, pueden escapar durante tanto tiempo a la atención de los inquilinos, que terminan por hundirse en la pared, penetrando en ella hasta confundirse con la red de las grietas y ranuras.
"Una mañana de fines del invierno y al cabo de meses de ausencia, rehice un trayecto a medias olvidado y quedé sorprendido ante el aspecto de esas piezas.
"De todas las grietas del piso, de todos los nichos y molduras, salían finos brotes que poblaban el aire gris con un encaje centelleante de filigranado follaje, con una proliferación irregular que evocaba un invernadero llenó de murmullos, de reflejos, de oscilaciones: una especie de falsa y bienaventurada primavera. Alrededor de la cama, bajo la araña, a lo largo de los armarios, se mecían arbustos delicados surgiendo en fuentes de hojas de encaje que esparcían el aroma de la clorofila hasta el firmamento pintado del cielorraso. En un acelerado proceso de maduración, enormes flores blancas y rosadas habían crecido entre el follaje; apenas brotaban, una pulpa rosada crecía en ellas; luego comenzaban a inclinarse, a perder sus pétalos, a marchitarse.
"Me hacía feliz", agregó mi padre, "esta floración inesperada, cuyo rumor intermitente y delicado se había expandido como un puñado de papel picado entre los livianos ramajes. Podía ver cómo los estremecimientos y la fermentación de ese aire demasiado rico habían engendrado un desarrollo apresurado, una caída de hojas de rododendro que había llenado la pieza en lentos torbellinos.
"Poco antes de la caída del sol", concluyó, "ya no quedaba nada de esa brillante floración. Sólo era una mistificación, un caso extraño de simulación de la materia, que trataba de imitar a la vida."
Ese día mi padre se sentía extrañamente animado. Su mirada aguda e irónica chisporroteaba de fantasía y humor. Luego, poniéndose serio, volvió al estudio del ilimitado abanico de las formas y de los matices que podía revestir la materia polimórfica. Estaba fascinado por las formas límite, dudosas y problemáticas, tales como el ectoplasma de los médiums o la seudomateria que emana del cerebro en los casos de catalepsia y que, a veces, saliendo de la boca del sujeto adormecido, llena toda una habitación con una especie de tejido proliferante, una pasta astral intermediaria entre el espíritu y el cuerpo.
"¿Quién conoce", preguntaba, "el número de las formas de vida fragmentarias, sufrientes, mutiladas, las de las mesas y los armarios, hechas de cualquier manera, armadas a grandes golpes de martillo? Muebles de madera crucificada, tristes mártires del cruel ingenio humano, horribles injertos de diversas razas de árboles que se ignoran o se odian entre sí y que, encadenadas unas a otras, conforman una individualidad única y desgarrada...
"¡Cuánta vieja sabiduría atormentada hay en los nudos barnizados, las líneas y las vetas de nuestros armarios venerables y familiares! ¿Quién sabrá reconocer en ellos rasgos, sonrisas, miradas que han sido lijadas y pulidas hasta perder toda identidad?
Cuando terminó de hablar su rostro se cubrió de dolorosas arrugas, que evocaban los nudos y el jaspeado de una vieja plancha de madera a la que se le hubieran limado todos los recuerdos. Por un instante tuvimos la sensación de que iba a caer en ese estado de postración que a veces lo abatía; pero se reanimó y prosiguió de esta manera:
"Ciertas tribus místicas del pasado embalsamaban a sus muertos. Sus cuerpos, sus cabezas, eran a veces embutidos en las paredes de las habitaciones. En el salón, por ejemplo estaba el padre disecado; bajo la mesa, su esposa, curtida, servía de alfombra. He conocido un capitán que tenía en su camarote una lámpara confeccionada por embalsamadores malayos con el cuerpo de su amante asesinada: le habían agregado, sobre la cabeza, unos altos cuernos de ciervo. En la calma del camarote, esta cabeza, tirada por los cuernos, movía suavemente las cejas; en su boca entreabierta brillaba una delgada película de saliva quebrada a veces por un murmullo silencioso. Pulpos, tortugas y enormes cangrejos colgados de las vigas del techo como candelabros o arañas, agitaban sus patas y caminaban sin salir de su lugar..."
El rostro de mi padre tomó de pronto una expresión de tristeza y abatimiento, en el momento en que, por no se sabe qué asociación de ideas, le venían a la mente nuevos ejemplos.
"Debo confesaros", dijo bajando la voz, "que mi hermano, como consecuencia de una larga e incurable enfermedad, se había transformado progresivamente en tripas de caucho, y mi cuñada debía transportarlo noche y día sobre almohadones, cantándole las inacabables canciones de cuna de las noches invernales. ¿Puede haber algo más triste que un ser humano transformado en un tubo de caucho? ¡Qué desencanto para sus padres, qué turbación de sus sentimientos, qué desmoronamiento de todas sus esperanzas les depararía un joven que prometía tanto! Sin embargo, el devoto amor de mi cuñada lo acompañó en su metamorfosis."
"¡Ah, no puedo más, no puedo escuchar eso!", gimió Poldina, "¡Hazlo callar, Adela!"
Las jóvenes se levantaron. Adela se acercó a mi padre y lo amenazó con hacerle cosquillas. El quedó desconcertado, se calló y, poseído por el terror, retrocedió ante el dedo de Adela. Esta seguía avanzando, agitando su dedo con aire amenazador hasta que, paso a paso, lo hubo echado fuera de la habitación. Paulina estiró los brazos y bostezó. Ella y Poldina, apoyadas la una en la otra, se miraron a los ojos esbozando una sonrisa...
La noche siguiente mi padre volvió con renovado ardor a su tema obscuro y complejo. La red enmarañada de sus arrugas se había enriquecido y testimoniaba una refinada malicia. Cada surco de su rostro ocultaba una ironía. Pero a veces la inspiración extendía los arcos de sus arrugas que, cargadas de horror huían hacia las profundidades de la noche invernal.
"Figuras de museo de cera, mis queridas doncellas –comenzaba– maniquíes de feria, sí; pero aún bajo esta forma, guardaos de tratarlos a la ligera. La materia no bromea. Siempre está imbuida de una seriedad trágica. ¿Quién se atrevería a pensar que se puede jugar con ella, que se la puede moldear por broma, sin que esta chanza no penetre, no se incruste en ella como una fatalidad? ¿Presentís el dolor, el sufrimiento obscuro y prisionero de ese ídolo que no sabe por qué es lo que es ni por qué debe permanecer en ese molde impuesto y paródico? ¿Comprendéis la potencia de la expresión, de la forma, de la apariencia, la arbitraria tiranía con la que se arrojan sobre un tronco indefenso y lo dominan como si convirtieran a su alma, un alma autoritaria y altiva? Dais a una cabeza de tela y estopa una expresión de cólera y la dejáis con esa cólera, esa convulsión, esa tensión; la dejáis encerrada en una maldad ciega que no consigue hallar salida. El vulgo ríe de esta parodia. Pero vosotras mejor llorad, señoritas, por vuestra propia suerte, reflejada en esta materia prisionera, oprimida, que no sabe qué es ni por qué, ni adonde conduce esta actitud que se le ha impuesto para siempre...
"El vulgo ríe. ¿Comprendéis el horrible sadismo de esa risa, su crueldad embriagante, demiúrgica? Más valdría que llorarais por vosotras mismas, distinguidas señoritas, frente a la suerte de la materia violentada, víctima de ese terrible abuso de poder. De allí deriva la horrorosa tristeza de todos los golems bufones, de todos los maniquíes perdidos en una meditación trágica sobre sus risibles muecas.
"Mirad al anarquista Lucchini, el asesino de la emperatriz Isabel; mirad a la reina Draga de Serbia, diabólica e infortunada; ved a ese joven de genio, esperanza y orgullo de los suyos y a quien la funesta práctica del onanismo ha perdido... ¡Oh ironía de esos nombres, de esas apariencias! ¿Hay realmente en este fantoche de madera algo de la reina Draga, un sosias suyo, un reflejo de su persona, por más lejano que sea? Esta semejanza y ese nombre nos tranquiliza y nos impiden preguntarnos quién era para sí misma esa criatura. ¡Sin embargo, señoritas, debe de ser alguien, alguien anónimo, amenazante, desgraciado, que jamás ha oído hablar, en toda su triste vida, de la reina Draga!
"¿Habéis oído en medio de la noche los aullidos atroces de esos monigotes de cera encerrados en los parques de atracciones, el coro quejoso de esos troncos de madera y de porcelana que se golpean contra los muros de su prisión?"
En el rostro de mi padre, trastornado por el horror de las tinieblas que evocaba, apareció un torbellino de arrugas que iba ahondándose y en el fondo del cual brillaba un ojo terrible de profeta. Su barba se había erizado extrañamente, matas de pelo surgían de sus verrugas, fosas nasales y orejas. Se mantenía rígido, la mirada ardiente, temblando con la agitación interior de un autómata cuyo mecanismo se hubiera atascado.
Adela se puso de pie, rogándonos que no prestáramos demasiada importancia a lo que iba a suceder. Se acercó a mi padre y, poniendo los brazos en jarra, en una actitud de ostensible firmeza, preguntó de manera perentoria...
Las jóvenes continuaban endurecidas en sus sillas, los ojos bajos, extrañamente confundidas...
Una de las noches siguientes, mi padre retomó así su conferencia:
"No quería hablar de esos malentendidos encarnados, señoritas, de los frutos de una grosera y vulgar incontinencia, para prolongar mi discurso sobre los maniquíes. Tenía otra idea en la cabeza."
Se puso entonces a trazar frente a nosotros el cuadro de esta "generatio equivoca" que había imaginado: generación de seres a medias orgánicos, especie de seudofauna y de seudoflora, resultado de una fermentación fantástica de la materia.
En apariencia eran criaturas semejantes a criaturas vivas, a vertebrados, crustáceos o antropoides, pero tal apariencia era engañosa. En realidad se trataba de seres amorfos, desprovistos de estructura interna, frutos de tendencias imitadoras de la materia que, dotada de memoria, repite por hábito las formas adquiridas. Las posibilidades morfológicas de la materia, son en general limitadas, y ciertas formas retoman sin cesar a diversos estadios de la existencia.
Por su movilidad, esas criaturas reaccionaban ante los estímulos, aunque quedando muy alejadas de la vida verdadera; se podía obtenerlas suspendiendo coloides complejos en una solución de sal de mesa.
En los seres nacidos de esta materia se podía comprobar la existencia de procesos de respiración y metabólicos, pero el análisis químico no mostraba ningún rastro de albúmina ni de compuestos de carbono.
De cualquier manera, esas formas primitivas no eran en nada comparables, en cuanto a variedad y magnificencia, con esas seudofloras y seudofaunas que aparecían a veces en ciertos ambientes bien definidos: viejos departamentos saturados de emanaciones de existencias y hechos múltiples; atmósferas fatigadas, enriquecidas sólo por los ingredientes específicos de los sueños humanos; escombros en los que abundaban el humus del recuerdo, de la pena, del hastío estéril. En tales terrenos, esta falsa vegetación germinaba con gran rapidez y como vaporosamente. En su parasitismo abundante y efímero producía breves generaciones que, luego de una floración brillante, corrían a su extinción. En esos ámbitos, los empapelados deben hallarse ya bastante perjudicados y abrumados por la incesante alternancia de toda clase de ritmos. No es pues asombroso que se extravíen en ensoñaciones peligrosas y lejanas. La médula y la sustancia de los muebles deben de estar ya aflojadas, degeneradas y sensibles a las tentaciones anormales. Entonces, sobre ese terreno enfermo, agotado y salvaje, se ve madurar y florecer una erupción fantástica, un moho exuberante y coloreado. "¿Sabéis, decía mi padre, que en los viejos apartamentos hay estancias que han sido olvidadas? Abandonadas por sus habitantes desde hace meses, perecen entre sus propios muros y ocurre que se cierran sobre sí mismas, se cubren de ladrillos y, perdidas irremediablemente para nuestra memoria, pierden poco a poco su existencia. Las puertas que conducen a ellas, sobre el rellano de una ambigua escalera de servicio, pueden escapar durante tanto tiempo a la atención de los inquilinos, que terminan por hundirse en la pared, penetrando en ella hasta confundirse con la red de las grietas y ranuras.
"Una mañana de fines del invierno y al cabo de meses de ausencia, rehice un trayecto a medias olvidado y quedé sorprendido ante el aspecto de esas piezas.
"De todas las grietas del piso, de todos los nichos y molduras, salían finos brotes que poblaban el aire gris con un encaje centelleante de filigranado follaje, con una proliferación irregular que evocaba un invernadero llenó de murmullos, de reflejos, de oscilaciones: una especie de falsa y bienaventurada primavera. Alrededor de la cama, bajo la araña, a lo largo de los armarios, se mecían arbustos delicados surgiendo en fuentes de hojas de encaje que esparcían el aroma de la clorofila hasta el firmamento pintado del cielorraso. En un acelerado proceso de maduración, enormes flores blancas y rosadas habían crecido entre el follaje; apenas brotaban, una pulpa rosada crecía en ellas; luego comenzaban a inclinarse, a perder sus pétalos, a marchitarse.
"Me hacía feliz", agregó mi padre, "esta floración inesperada, cuyo rumor intermitente y delicado se había expandido como un puñado de papel picado entre los livianos ramajes. Podía ver cómo los estremecimientos y la fermentación de ese aire demasiado rico habían engendrado un desarrollo apresurado, una caída de hojas de rododendro que había llenado la pieza en lentos torbellinos.
"Poco antes de la caída del sol", concluyó, "ya no quedaba nada de esa brillante floración. Sólo era una mistificación, un caso extraño de simulación de la materia, que trataba de imitar a la vida."
Ese día mi padre se sentía extrañamente animado. Su mirada aguda e irónica chisporroteaba de fantasía y humor. Luego, poniéndose serio, volvió al estudio del ilimitado abanico de las formas y de los matices que podía revestir la materia polimórfica. Estaba fascinado por las formas límite, dudosas y problemáticas, tales como el ectoplasma de los médiums o la seudomateria que emana del cerebro en los casos de catalepsia y que, a veces, saliendo de la boca del sujeto adormecido, llena toda una habitación con una especie de tejido proliferante, una pasta astral intermediaria entre el espíritu y el cuerpo.
"¿Quién conoce", preguntaba, "el número de las formas de vida fragmentarias, sufrientes, mutiladas, las de las mesas y los armarios, hechas de cualquier manera, armadas a grandes golpes de martillo? Muebles de madera crucificada, tristes mártires del cruel ingenio humano, horribles injertos de diversas razas de árboles que se ignoran o se odian entre sí y que, encadenadas unas a otras, conforman una individualidad única y desgarrada...
"¡Cuánta vieja sabiduría atormentada hay en los nudos barnizados, las líneas y las vetas de nuestros armarios venerables y familiares! ¿Quién sabrá reconocer en ellos rasgos, sonrisas, miradas que han sido lijadas y pulidas hasta perder toda identidad?
Cuando terminó de hablar su rostro se cubrió de dolorosas arrugas, que evocaban los nudos y el jaspeado de una vieja plancha de madera a la que se le hubieran limado todos los recuerdos. Por un instante tuvimos la sensación de que iba a caer en ese estado de postración que a veces lo abatía; pero se reanimó y prosiguió de esta manera:
"Ciertas tribus místicas del pasado embalsamaban a sus muertos. Sus cuerpos, sus cabezas, eran a veces embutidos en las paredes de las habitaciones. En el salón, por ejemplo estaba el padre disecado; bajo la mesa, su esposa, curtida, servía de alfombra. He conocido un capitán que tenía en su camarote una lámpara confeccionada por embalsamadores malayos con el cuerpo de su amante asesinada: le habían agregado, sobre la cabeza, unos altos cuernos de ciervo. En la calma del camarote, esta cabeza, tirada por los cuernos, movía suavemente las cejas; en su boca entreabierta brillaba una delgada película de saliva quebrada a veces por un murmullo silencioso. Pulpos, tortugas y enormes cangrejos colgados de las vigas del techo como candelabros o arañas, agitaban sus patas y caminaban sin salir de su lugar..."
El rostro de mi padre tomó de pronto una expresión de tristeza y abatimiento, en el momento en que, por no se sabe qué asociación de ideas, le venían a la mente nuevos ejemplos.
"Debo confesaros", dijo bajando la voz, "que mi hermano, como consecuencia de una larga e incurable enfermedad, se había transformado progresivamente en tripas de caucho, y mi cuñada debía transportarlo noche y día sobre almohadones, cantándole las inacabables canciones de cuna de las noches invernales. ¿Puede haber algo más triste que un ser humano transformado en un tubo de caucho? ¡Qué desencanto para sus padres, qué turbación de sus sentimientos, qué desmoronamiento de todas sus esperanzas les depararía un joven que prometía tanto! Sin embargo, el devoto amor de mi cuñada lo acompañó en su metamorfosis."
"¡Ah, no puedo más, no puedo escuchar eso!", gimió Poldina, "¡Hazlo callar, Adela!"
Las jóvenes se levantaron. Adela se acercó a mi padre y lo amenazó con hacerle cosquillas. El quedó desconcertado, se calló y, poseído por el terror, retrocedió ante el dedo de Adela. Esta seguía avanzando, agitando su dedo con aire amenazador hasta que, paso a paso, lo hubo echado fuera de la habitación. Paulina estiró los brazos y bostezó. Ella y Poldina, apoyadas la una en la otra, se miraron a los ojos esbozando una sonrisa...
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1 Comments:
Interesante! Saludos
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