lunes, junio 16, 2008

Bruno Schultz*: La calle de los cocodrilos

Mi padre conservaba en el cajón inferior de su am­plio escritorio un hermoso plano ntiguo de nuestra ciudad. Era en realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por medio de cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panora­ma a vuelo de pájaro.
Fijado a la pared, a la que cubría casi por entero, dejaba ver todo el valle del Tysmienica, que serpen­teaba como una cinta pálida y dorada, el conjunto de los grandes lagos y pantanos y los últimos contrafuer­tes de las montañas, cuyas ondulaciones huían hacia el Sur, primero raras y distantes, luego reunidas en cadenas cada vez más numerosas, en un damero de co­linas redondeadas que se hacían más pequeñas y más pálidas a medida que se acercaban al horizonte dorado y brumoso. Bajo esas periferias empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que avanzaba hacia el borde del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún indiferenciadas, compacta mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de las calles; más cerca se dividía en inmuebles individualizados, que habían sido dibuja­dos con la misma procesión con que se verían a través de unos prismáticos.
En esta parte, el artista había logrado fijar la profu­sión tumultuosa de las calles y callejuelas, el diseño de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras que brillaban en el oro sombrío de un crepúsculo que hun­día a los nichos y hoquedades en una sombra color ocre. Esos espectros de sombra se extendían como ra­yos de miel, por las arterias de la ciudad. Bañaban con su masa tibia y opulenta aquí la mitad de una calle, allá un espacio entre dos casas, y orquestaban, en un clarobscuro triste y romántico, la polimorfía arquitec­tónica del conjunto.
Ahora bien, sobre este plano, dibujado en el estilo de los prospectos barrocos, los alrededores de la calle de los Cocodrilos formaban una mancha blanca com­parable a la que, en los tratados de geografía, señala a las regiones polares o los países inciertos o inexplora­dos. Sólo algunas calles estaban indicadas allí con lí­neas negras, con sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que las otras leyendas se distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era evidente que el cartógrafo se había negado a reconocer esta zo­na como parte legítima de la ciudad y había manifes­tado su oposición por medio de ese tratamiento super­ficial.
Para comprender su reserva, debemos describir aquí la naturaleza particular de este barrio equívoco. Era un distrito comercial e industrial de muy marcado ca­rácter utilitarista. El espíritu de la época y los meca­nismos económicos no habían perdonado a nuestra ciudad y se habían enraizado en su periferia, donde habían dado nacimiento a ese suburbio parásito. Mien­tras que en la ciudad vieja reinaba aún un comercio nocturno, semiclandestino y ceremonioso, aquí, en es­te barrio joven habían florecido toda clase de métodos comerciales sobrios y modernos. Injertado en este suelo agotado, cierto americanismo exuberante había producido un estilo soso e incoloro, de una Vulgaridad presuntuosa. Se veían allí miserables edificios de fa­chada caricaturesca, embozados en monstruosos or­namentos de estuco que se desmoronaban fácilmente. A las viejas barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente portales cerrados que, si se los mi­raba de cerca, no eran más que una lamentable imita­ción del estilo de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales se quebraba en reflejos ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de los portales, el tono gris uniforme de esos interiores estériles en los que las altas estanterías y los muros agrietados se cubrían de telas de araña y de capas de polvo, todo eso daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo Klondyke. Así se alineaban una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de confección, los depósitos de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En los grandes vidrios grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamen­te o en semicírculo, inscripciones en letras doradas: "Confitería, manicura, KING OF ENGLAND".
Los viejos habitantes de la ciudad se mantenían apartados de esta zona, ocupada por un populacho sin carácter ni cohesión, una verdadera pacotilla moral, una categoría inferior del ser humano que, por sí mis­mos y ellos solos, engendraban tales ambientes dudo­sos y efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las horas de debilidad, podía ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona equívoca. Ni siquiera los mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna vez, de borrar las jerarquías, de hundirse en ese ce­nagal de fácil promiscuidad. Ese barrio era un Eldorado para esos desertores que renunciaban a su digni­dad. Todo allí parecía sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas discretas, gestos cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia impura; todo tendía a desencadenar los bajos instintos.
Un transeúnte desprevenido difícilmente descubri­ría la extraña peculiaridad de estos lugares, donde los colores estaban ausentes, como en esta aglomeración mediocre y apresurada nadie pudiera permitirse ese lujo. Todo era gris, como en un folleto ilustrado o en las fotos en blanco y negro. Esta semejanza iba más allá de la simple metáfora pues, por momentos, si uno paseaba por esas calles, tenía la impresión de hojear un insípido prospecto en el que, por inadvertencia, se hubieran deslizado proposiciones equívocas, notas escabrosas, ilustraciones parásitas. Esos paseos se re­velaban tan estériles como los desbordes de una ima­ginación que se arrastra entre las ilustraciones y los textos de una publicación pornográfica.
Si uno entraba, por ejemplo, en la tienda de un sas­tre, para encargar un traje de dudosa elegancia, a tono con las características del lugar, se encontraba en un local vasto y vacío, de techo elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las grandes estanterías. Ese anda­miaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada hacia las alturas, hacia ese techo que podía ser también un cielo, un cielo mediocre y mustio como los de ese ba­rrio. Pero, por otra parte, las demás piezas, que es posible ver por la puerta entreabierta, están llenas hasta el tope de cajas y cartones, superpuestos como en un inmenso fichero que, allá arriba junto al vago firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío, una construcción estéril de la nada. La luz diur­na no atraviesa esas ventanas grises de múltiples vi­drios cuadriculados como las hojas de los cuadernos escolares, porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa e indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.
Y ahora se nos aparece un joven extremadamente servicial, esbelto y ágil, dispuesto a satisfacer todos nuestros deseos y a aplastarnos bajo su fácil elocuen­cia de hortera. Sin dejar de parlotear, despliega largas piezas de tela, mide, alisa las arrugas y da forma a la onda infinita que corre entre sus manos, armando capotes o pantalones imaginarios. Todas esas mani­pulaciones solo parecen una simulación, una comedia, una máscara irónica que oculta el sentido verdadero de su actividad.
Las vendedoras son morenas y esbeltas, pero la be­lleza de cada una de ellas tiene un pequeño deterioro, muy característico de ese barrio de mala vida. Van y vienen por la tienda, o se apostan en la puerta, vigi­lando si la operación comercial confiada al experto de­pendiente está llegando a concretarse. El joven hace toda clase de ceremonias y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer vestida de hombre. Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus me­jillas, cuando, esbozando una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención sobre la etiqueta de su mercadería, de transparente simbolismo.
Poco a poco la cuestión de la elección de una tela queda relegada a un segundo plano. Ese joven co­rrompido y casi afeminado, lleno de comprensión por los caprichos más íntimos del cliente, exhibe ante los ojos de éste etiquetas muy particulares, toda una co­lección de marcas registradas, la colección de un amateur refinado. Entonces descubrimos que la sas­trería no era más que una fachada que disimulaba el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje re­ducido y escritos de carácter licencioso. El joven dili­gente nos muestra reservas de libros, grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las viñetas y las estampas superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos imaginado tales abismos de depravación, una desvergüenza tan refinada.
Las vendedoras, grises, color de papel, pasan y vuel­ven a pasar, ahora con mayor frecuencia, entre las pilas de libros. Sus rostros ya corrompidos tienen ese pigmento graso de las morenas que, agazapado en el fondo de sus ojos, se lanza a veces a una carrera enlo­quecida de cucaracha. En las manchas de rubor que colorean sus mejillas, en sus lunares picarescos, en el impudor de su vello, se trasluce el ardor de su san­gre negra. Los libros, que ellas toman con sus dedos oliváceos, parecen conservar manchas de esa sangre: sus colorantes muy intensos, al desteñirse sobre el papel, soltaban en el aire como una lluvia de pecas, un reguero obscuro y aromático, olor de café, de tabaco y de hongos venenosos.
Entretanto la licencia se generaliza. El dependiente, que ha agotado sus facultades de convicción, se ha reducido progresivamente a una femenina pasividad. Se ha tendido sobre uno de los numerosos divanes que se hallan entre las estanterías; un escote femenino entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se mues­tran unas a otras las figuras y posiciones de las es­tampas; otras se adormecen sobre lechos improvisa­dos. La presión sobre el cliente se debilita. Han deja­do de importunarlo y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya no le prestan nin­guna atención. Sin embargo adoptan una actitud arro­gante, colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se siente así atraído, em­pujado por esa retirada estratégica que le deja si cam­po libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para escapar a las imprevisi­bles consecuencias de nuestra inocente visita y salga­mos a la calle.
Nadie nos retiene. Nos escabullimos entre corredores de libros, entre las largas estanterías de revistas e impresos; logramos abandonar el negocio y nos ha­llamos de nuevo en el punto más alto de la calle de los Cocodrilos, desde donde se puede observar todo su trazado, hasta las construcciones interrumpidas de la estación. La luz es grisácea, como siempre ocurre en estos parajes, y el paisaje recuerda una foto de vieja revista ilustrada, a tal punto son descoloridos y vul­gares los vehículos, las casas y la gente. Esta realidad, delgada como el papel, denuncia por todas sus grietas su carácter ilusorio. A veces uno tiene la impresión de que esa esquinita que de pronto descubrimos ha sido arreglada especialmente para ofrecer la imagen de una avenida de una gran ciudad. Pero de inmediato esa mascarada improvisada se descompone: incapaz de sostener su ficción, se desmorona, y sólo queda un montón de argamasa, los escombros de un teatro in­menso y vacío recorrido a veces por los estremecimien­tos de una gravedad tensa y patética.
Lejos está de nosotros la intención de denostar este espectáculo. Aceptamos conscientemente que el encanto mezquino de este barrio nos seduce. Por otra parte, no está desprovisto de cierto carácter autoparódico. Las hileras de barracas suburbanas alternan con altos edificios que se diría hechos de cartón, un conglomerado de insignias, ciegas ventanas de oficinas, vidrieras opacas, chapas y anuncios. La multitud hor­miguea al pie de esas casas. La calle es tan ancha co­mo una avenida urbana, pero la calzada, a la manera de las plazuelas aldeanas, está hecha de arcilla apiso­nada, invadida de hierbas silvestres, llena de pozos y charcos. La circulación de los peatones es motivo de orgullo para los habitantes del barrio, y hablan de ella exhibiendo miradas de suficiencia. La multitud des­colorida, anónima, está en sumo grado poseída de su papel y despliega todo el celo posible para contribuir a crear la impresión de una gran ciudad. Sin embar­go, a pesar de su aspecto atareado y práctico, da la impresión de un cortejo somnoliento que circula monó­tonamente y sin objeto. Toda la escena está impreg­nada de una curiosa insignificancia. La multitud continúa errando en una ola monótona y, cosa extraña, se la distingue apenas vagamente. Las siluetas se des­lizan en un tumulto suave y confuso, sin llegar a des­tacarse completamente recortadas. Sólo de vez en cuando puede uno aislar, en esa maraña, alguna mira­da negra y viva, un sombrero muy calado, una mitad de rostro deformado por un rictus y cuyos labios aca­ban de entreabrirse, una pierna que ha dado un paso y queda endurecida para siempre en esa actitud.
Una de las particularidades del barrio son los co­ches de plaza sin conductor, que ruedan solos por las calles, y no porque falten cocheros, sino porque éstos, perdidos en la multitud y solicitados por otros asun­tos, no se preocupan por sus coches. En esta esfera de la apariencia y del gesto vacío, no se preocupa uno demasiado por precisar el lugar de destino y los pasajeros se confían a esos vehículos errantes con la indolencia que se observa aquí en general. En cier­tos cruces peligrosos se los ve, a veces, asomados fuera de sus vehículos desencajados y efectuar, no sin esfuerzo, riendas en mano, una maniobra complicada.
En el barrio hay también tranvías, que constituyen el más brillante de los triunfos para los concejales municipales. Pero el aspecto de esos coches de papel maché es lastimoso, con sus tabiques deformados por el paso del tiempo. A veces hasta les falta la delantera, de manera que se ve a los pasajeros sentados en el interior, rígidos y en actitud muy digna. Estos tran­vías son empujados por mandaderos municipales.
Pero lo más sorprendente es el sistema ferroviario de la calle de los Cocodrilos. A veces, durante el fin de semana, a horas variables, se puede observar a una multitud que espera el tren en una parada. Ni la hora de llegada del tren, ni el lugar exacto donde habrá de detenerse son seguros y ocurre a veces que la gente forma dos filas de espera, pues no logran ponerse de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación. Espe­ran mucho tiempo, formando un grupo sombrío y si­lencioso a lo largo de las vías trazadas vagamente. Vis­tos de perfil, sus rostros son como máscaras de pa­pel que la expectativa recorta con líneas fantásticas.
Por fin el tren llega. Sale de una callecita, minúsculo, pegado a las vías, arrastrado por una locomotora ja­deante. Ha entrado en ese corredor obscuro y la calle se ennegrece bajo el polvillo de carbón que esparcen los vagones. La respiración apagada de la locomotora, un soplo de extraña severidad y lleno de tristeza, el gentío y el enervamiento contenido transforman por un instante a la calle en un andén de estación, en me­dio del breve crepúsculo invernal.
El comercio de billetes de tren es, junto con la co­rrupción, la plaga de la ciudad. A último momento, cuando el tren se halla ya en la estación, tienen lugar las negociaciones con los empleados de la línea. Antes de que ellas concluyan, el tren se pone en marcha, acompasado por una multitud lenta y desencantada que lo sigue largo rato y luego se dispersa.
La calle, reducida por un momento a ser esa esta­ción crepuscular, llena del aliento de las vías lejanas, se ilumina y se ensancha de nuevo para dejar paso a la multitud indolente y monótona, que vaga con su impreciso murmullo a lo largo de las vidrieras que, detrás de los sucios cristales, exhiben toda clase de baratijas, grandes maniquíes de cera y muñecas de peluqueros.
Vestidas con largas ropas de encaje pasan, provo­cadoras, las prostitutas. Son quizás, por otra parte, las mujeres de los peluqueros o de los músicos de las tabernas. Andan con un paso elástico de animales feroces y llevan en sus rostros malvados y corrompi­dos una pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son estrábicos, tienen la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.
Los vecinos están orgullosos de las emanaciones vi­ciosas de la calle de los Cocodrilos. No nos privamos de nada, piensan satisfechos, podemos ofrecernos el lujo de un verdadero libertinaje. Dicen que todas las mujeres del barrio son cortesanas. En efecto, basta mirar a cualquiera de ellas para encontrar una mira­ra insistente, viscosa, que nos hiela con su certidum­bre voluptuosa. Hasta las escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto defecto en los ojos, una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se esboza su futura depravación.
Y sin embargo... Sin embargo, ¿será necesario, aún, traicionar el último secreto de este barrio, el misterio cuidadosamente conservado de la calle de los Cocodrilos? Varias veces, en el curso de esta narración, hemos manifestado ciertos escrúpulos y expresado dis­cretamente nuestras reservas. El lector atento no se sorprenderá pues al descubrir la incógnita del asunto. Hablamos del carácter mimético de este barrio, pero este término tiene también un significado bastante cla­ro para expresar la esencia intermedia e indecisa del barrio.
Nuestro lenguaje no tiene vocablos que permitan fi­jar los grados de la realidad o definir su densidad. Digámoslo sin disimulo: la fatalidad de este barrio reside en que nada cobra realidad en él. Todos los ges­tos insinuados quedan en suspenso, se agotan prematu­ramente y no pueden trasponer ciertos límites. Hemos tenido la oportunidad de observar la exuberancia y prodigalidad de las intenciones, de los proyectos y de las anticipaciones: no se trataba de otra cosa que de una fermentación de deseos, precoz y, por lo tanto, estéril.
En una atmósfera de facilidad excesiva todos los caprichos germinan y la tensión más pasajera crece y se cubre de estériles excrecencias, hierbas silvestres de la pesadilla, adormideras febriles y descoloridas. Sobre todo el barrio se cierne un olor de pecado diso­luto y perezoso: gentes, casas y tiendas sólo parecen, a veces, un estremecimiento de su cuerpo febril, un es­pasmo entre sus ensoñaciones. En parte alguna como aquí se siente uno a tal punto amenazado por la pro­ximidad de realización, debilitado y paralizado por la aprehensión voluptuosa del hecho a cumplirse. Pero todo termina allí.
Una vez superado cierto nivel, el flujo se detiene y retrocede, la atmósfera pierde color, las posibilidades recaen en la nada, las amapolas grises y enloquecidas de la excitación se disipan en cenizas.
Nunca nos abandonará el arrepentimiento de haber­nos alejado de aquella sastrería. Sabemos que jamás volveremos a encontrarla. Iremos de una insignia a otra y siempre nos equivocaremos. Visitaremos dece­nas de negocios parecidos, caminaremos entre mura­llas de libros, hojearemos centenares de publicaciones, mantendremos confusas negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza defectuosa que no com­prenderán nuestros deseos. Caeremos en confusiones sin fin, hasta que nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de tantos esfuerzos inútiles, tan­tas búsquedas infructuosas.
Nuestras esperanzas reposaban sobre un equívoco; la ambigüedad del local era sólo una apariencia; la tienda era una verdadera sastrería y el empleado no tenía ninguna intención oculta. En cuanto a las mu­jeres de la calle de los Cocodrilos, su depravación es más bien moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad no hay lugar para los instintos exuberantes ni para las pasio­nes obscuras e insólitas.
La calle de los Cocodrilos era una concesión de nuestra ciudad al progreso y a la corrupción moder­nas. Pero, como es natural, sólo podíamos pretender edificar una imitación en papel maché, un fotomonta­je hecho con recortes de viejos periódicos amarillentos.
*Escritor polaco.