miércoles, noviembre 26, 2008

Oscar Masotta: "Roberto Artl, yo mismo"*: Segunda Parte

"Pueden ustedes reírse: pero ya entonces, en 1957, estaba yo un poco loco. Es decir, que pesaban sobre mí un conjunto de estructuras, un pasado, que se contradecían, las que yo intentaba estúpida e inconscientemente resolver. Es cierto, no lo sé todo sobre mí mismo, y no entiendo del todo el sentido de aquél modo de resolver mis contradicciones que fue para aquel entonces escribir sobre Arlt. Pero de cualquier modo no carezco de una cierta conciencia aguda de algunos de los términos contradictorios. Pensemos por ejemplo en el “estilo”, en la prosa de mi libro. Ya he dicho que al nivel de las ideas el libro estaba fuertemente influenciado por Sartre. Ahora bien, en lo que hace a la prosa, la influencia viene de Merleau–Ponty.
Yo había leído entonces todo lo que Merleau–Ponty había escrito, y me fascinaba ese estilo elegante, esa prosa consciente de su cadencia y de su ritmo, esa sobre o infra–conciencia del desenvolvimiento temporal de las palabras, ese gusto por el “tono” o por la “voz”, esas insistencias de un fraseo a veces monotemático que entiende investigar las ideas acariciando las palabras. Amaba entonces esa prosa. En mi libro sobre Arlt intentaba esa prosa, me esforzaba por establecerme en ella, o en que ella se estableciera en mí. Quiero decir: que la imitaba. Y esto no es malo en sí mismo, ni me ocasiona hoy problemas de conciencia, puesto que imitar una prosa es la mejor manera de apresar desde adentro el pensamiento del autor, o como dice el mismo Merleau–Ponty, aprender a pensar lo informulado por el pensamiento, ese lugar todavía vacío hacia el que toda formulación tiende y que es el verdadero “objeto” del pensamiento. No, lo malo estaba en otra cosa.
Piensen: una prosa que, como la de Merleau–Ponty, se basa sobre todo en el tono, en la “altura” de la voz, no es sino la prosa de un refinado. Supone un alto grado de cultura, la inscripción en una tradición cultural precisa, es decir, otros tipos de prosa pertenecientes a escritores lejanos y cercanos en el tiempo[91), con los que ella misma forma sistema, oponiéndose y diferenciándose de unas, semejándose a otras. Una prosa de refinado: una prosa de “tonos”. Y se podría pensar en una analogía con la lengua china. Efectivamente: en las lenguas chino–tibetanas los tonos de la frase no son usados como en las nuestras para expresar sentimientos, sino que sirven para nombrar objetos. Ahora bien, ese tipo de lengua aparece históricamente en sociedades muy jerarquizadas. La estructura propia de un orden social muy regimentado parece ser complementaria de la lengua de tonos. Una lengua de tonos, en una sociedad democrática, así, sería un impensable. Si se hiciera la experiencia de juntar una cosa con la otra el resultado tal vez sería alguna aberración: tal vez una sociedad de idiotas. Ahora bien, con mi libro pasaba algo parecido. Imagínense: emplear una prosa de “tonos” para hablar sobre Roberto Arlt. Claro que Merleau–Ponty había usado esa prosa para escribir sobre Hemingway. Pero yo no era Merleau–Ponty. Y la relación que va desde Merleau–Ponty a Hemingway no es homóloga a la que iba de mí a Arlt. Y no me refiero al valor de los autores ni me comparo a quien tengo por uno de los autores más importantes de nuestro tiempo. Quiero decir, que entre yo y las novelas de Arlt había una relación más estrecha, más igualitaria, que entre un alto profesor universitario parisino, y que hablaba por lo mismo, y con derecho, desde la cumbre de la cultura (y no ironizo) y un hombre con las características de Hemingway. Arlt y yo habíamos salido de la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la misma ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los mismos miedos económicos... Brevemente: apoyándome en Sartre y en Merleau–Ponty yo escribía entonces sobre Arlt. ¿Cómo decirlo? Cuando escribía mi libro en verdad me sentía un poco exótico. Y textualmente, puesto que ¿qué es lo exótico sino el resultado de la unión de sistemas simbólicos que tienen poco que ver unos con otros? Pero aún aquí, y aunque con otra significación, aquél exotismo me colocaba en la línea de Arlt. ¿Esa imagen sobre mí mismo (prosa de “tonos” para escribir sobre Arlt) no tenía acaso mucho que ver con esa foto que se conserva de Arlt en África, vestido con ropas nativas pero calzado con unos enormes y evidentes botines?
Dicho de otra manera: un día me encontré con que ya el libro estaba escrito. Es decir, que me encontré con que ya algo había sido hecho en mí, o que se había hecho ya algo de mí, tal vez sin mí. ¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad [92] “cae” sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la mañana, en un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en sociedades como las nuestras, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como se dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo. Tampoco puedo leer. Fue la miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y también la miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que va desde el momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación.
Enfermo (aunque con el cuerpo sano) me veía obligado a pasarme las horas, los días, los meses, con la cara contra la almohada, oliendo el neutro y espantoso olor a las sábanas (me parecía espantoso: lo era) regando de saliva el género. ¿Cuánto tardaría en idiotizarme por completo? No podía leer, no podía trabajar, no podía estudiar, no podía escribir. No podía nada, salvo atender a ese pánico psicótico que me habitaba. Tenía miedo de todo, de cualquier cosa, de ver, por ejemplo, brotar el agua del agujero de una canilla. ¿Y los otros? Yo temía que se aburrieran pronto y que me mandaran al demonio. Temía, digo, puesto que quería curarme y necesitaba de ellos, “apoyarme” en ellos. Mi mujer (esto antes de mandarme al demonio) me explicaba, con la mejor voluntad, que puesto que yo quería curarme era seguro que me curaría. Pero yo entonces me acordaba de esas historias clínicas de esquizofrénicos que también se quieren curar y que no lo logran jamás.
Era seguro: yo era un esquizofrénico.
¿Pero tiene sentido que un autor hable de sus enfermedades, que las use para “racionalizar” sobre su vida, para justificarse? No sé bien, y sólo recuerdo ahora a un escritor que a veces lo hace (y dejo de lado el exaltamiento pueril de la locura a lo Alex Guinsberg): es George Bataille. Recuerdo su tono, bajo y lento, en el prólogo de un libro en el que relata el tiempo real, el suyo, de la redacción del libro. Dice que una enfermedad, a la que no nombra, le dificulta las cosas, le obliga a escribir lentamente. Un tono quejoso: y no estaba mal, porque servía al menos para recordar al lector que un libro ha sido hecho con el tiempo real, cotidiano, del escritor. De cualquier modo, y tratándose de quejas: yo prefiero reservarme el derecho para mi vida privada. Pero mi enfermedad está ahí —estuvo ahí— y tal vez no es malo, ahora, reflexionar sobre ella. En ese sentido, la experiencia de la enfermedad —la mía— podría resumirse así: padecer algo que se hizo afuera de uno, la experiencia de “soportar” algo. Pero aun en el interior mismo de esa experiencia había un nido de víboras: ¿yo, que amaba a Sartre[93], cómo podía olvidar que uno “hace” su enfermedad? Recordaba entonces un párrafo de Merleau–Ponty sobre el Greco: las deformaciones de las figuras que pintaba, no podían ser explicadas a partir del astigmatismo que el artista padecía, sino al revés, las figuras explicaban su astigmatismo, revelaban el carácter “intencional” de la enfermedad. El Greco había hecho su astigmatismo para explorar el mundo a su manera. Su arte y su enfermedad no eran más que dos aspectos de una misma cosa, dos manifestaciones de un mismo “estilo” de vivir y de comprometerse en el mundo.
Pero en el momento mismo en que soportaba mi enfermedad, en que ella no se traducía más que en mi imposibilidad de vivir, en el momento en que me veía arrancado de mi trabajo, trabado y presa de la mirada de los otros, arrastrado por añadidura a la miseria económica, ¿cómo entender que yo “había hecho” (y por lo mismo, querido) todo eso? Uno hace su enfermedad, ¿pero qué podía sacar yo ahora de eso que yo había hecho de mí? No entendía nada. Era un infierno." (Sigue.)
*Texto tomado de Sexo y traición en Roberto Arlt. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires: 1982.

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