Alejo Carpentier: Semejante a la noche
caminaba, semejante a la noche
Ilíada, Canto I
El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavía en sombras,
cuando la caracola del vigía anunció las cincuenta naves negras que nos enviaba
el rey Agamemnón. Al oír la señal, los que esperaban desde hacía tantos días
sobre las boñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playa donde
ya preparábamos los rodillos que servirían para subir las embarcaciones hasta
las murallas de la fortaleza. Cuando las quillas tocaron la arena,
hubo algunas riñas con los timoneles, pues tanto se había dicho a los
micenianos que carecíamos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que
trataron de alejarnos con sus pértigas. Además, la playa se había llenado
de niños que se metían entre las piernas de los soldados, entorpecían las
maniobras, y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos
de los remeros. Las olas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y
agarradas a puñetazos, sin que los notables pudieran pronunciar sus palabras de
bienvenida, en medio de la barahúnda. Como yo había esperado algo más solemne,
más festivo, de nuestro encuentro con los que venían a buscarnos para la
guerra, me retiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama gruesa
gustaba de montarme, apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque
tenía un no sé qué de flancos de mujer.
A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie de las montañas que ya
veían el sol, se iba atenuando en mí la mala impresión primera, debida sin duda
al desvelo de la noche de espera, y también al haber bebido demasiado, el día
anterior, con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados a esta costa, que
habrían de embarcar con nosotros, un poco después del próximo amanecer. Al
observar las filas de cargadores de jarras, de odres negros, de cestas, que ya
se movían hacia las naves, crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia
de la superioridad del guerrero. Aquel aceite, aquel vino resinado, aquel trigo
sobre todo, con el cual se cocerían, bajo ceniza, las galletas de las noches en
que dormiríamos al amparo de las proas mojadas, en el misterio de alguna
ensenada desconocida, camino de la Magna Cita de Naves, aquellos granos que
habían sido echados con ayuda de mi pala, eran cargados ahora para mí, sin que
yo tuviese que fatigar estos largos músculos que tengo, estos brazos hechos al
manejo de la pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sabían de oler
la tierra; hombres, porque la miraban por sobre el sudor de sus bestias, aunque
vivieran encorvados encima de ella, en el hábito de deshierbar y arrancar y
rascar, como los que sobre la tierra pacían. Ellos nunca pasarían bajo aquellas
nubes que siempre ensombrecían, en esta hora, los verdes de las lejanas islas
de donde traían el silfión de acre perfume. Ellos nunca conocerían la ciudad de
anchas calles de los troyanos, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar.
Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros del Rey de Micenas, de
la insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestro pueblo por la
arrogancia de sus súbditos, que hacían mofa de nuestras viriles costumbres;
trémulos de ira, supimos de los retos lanzados por los de Ilios a nosotros,
acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igualada por la de pueblo
alguno. Y fueron clamores de furia, puños alzados, juramentos hechos con
las palmas en alto, escudos arrojados a las paredes, cuando supimos del rapto
de Elena de Esparta. A gritos nos contaban los emisarios de su maravillosa
belleza, de su porte y de su adorable andar, detallando las crueldades a que
era sometida en su abyecto cautiverio, mientras los odres derramaban el vino en
los cascos. Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se
nos anunció el despacho de las cincuenta naves. El fuego se encendió entonces
en las fundiciones de los bronceros, mientras las viejas traían leña del monte.
Y ahora, transcurridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas a
mis pies, con sus quillas potentes, sus mástiles al descanso entre las bordas
como la virilidad entre los muslos del varón, y me sentía un poco dueño de esas
maderas que un portentoso ensamblaje, cuyas artes ignoraban los de acá,
transformaba en corceles de corrientes, capaces de llevarnos a donde
desplegábase en acta de grandezas el máximo acontecimiento de todos los tiempos.
Y me tocaría a mí, hijo de talabartero, nieto de un castrador de toros, la
suerte de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por
los relatos de los marinos; me tocaría a mí, la honra de contemplar las
murallas de Troya, de obedecer a los jefes insignes, y de dar mi ímpetu y mi
fuerza a la obra del rescate de Elena de Esparta -másculo empeño, suprema
victoria de una guerra que nos daría, por siempre, prosperidad, dicha y
orgullo. Aspiré hondamente la brisa que bajaba por la ladera de los olivares, y
pensé que sería hermosos morir en tan justiciera lucha, por la causa misma de
la Razón. La idea de ser traspasado por una lanza enemiga me hizo pensar, sin
embargo, en el dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez, de quien tuviera
que recibir la noticia con los ojos secos -por ser el jefe de la casa. Bajé
lentamente hacia el pueblo, siguiendo la senda de los pastores. Tres cabritos
retozaban en el olor del tomillo. En la playa, seguía embarcándose el trigo.
II
Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoletas, festejábase, en todas
partes, la próxima partida de las naves. Los marinos de La Gallarda andaban ya
en zarambeques de negras horras, alternando el baile con coplas de sobado, como
aquella de la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto de la rima
dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del vino, el aceite y el
trigo, con ayuda de los criados indios del Veedor, impacientes por regresar a
sus lejanas tierras. Camino del puerto, el que iba a ser nuestro capellán
arreaba dos bestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano de
palo. Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de
muchos aspavientos, con risas y alardes para sacar las mujeres a sus ventanas.
Éramos como hombres de distinta raza, forjados para culminar empresas que nunca
conocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el mercader que
andaba pregonando camisas de Holanda, ornadas de caireles de monjas, en patios
de comadres. En medio de la plaza, con los cobres al sol, los seis
trompetas del Adelantado se habían concertado en folías, en tanto que los
atambores borgoñones atronaban los parches, y bramaba, como queriendo morder,
un sacabuche con fauces de tarasca.
Mi padre estaba, en su tienda oliente a pellejos y cordobanes, hincando la
lezna en un acción con el desgano de quien tiene puesta la mente en espera. Al
verme, me tomó en brazos con serena tristeza, recordando tal vez la horrible
muerte de Cristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que había sido
traspasado por las flechas de los indios de la Boca del Drago. Pero él sabia
que era locura de todos, en aquellos días, embarcar para las Indias, aunque ya
dijeran muchos hombres cuerdos que aquello era engaño común de muchos y remedio
particular de pocos. Algo alabó de los bienes de la artesanía, del honor -tan
honor como el que se logra en riesgosas empresas- de llevar el estandarte de
los talabarteros en la procesión del Corpus; ponderó la olla segura, el
arca repleta, la vejez apacible. Pero, habiendo advertido tal vez que la fiesta
crecía en la ciudad y que mi ánimo no estaba para cuerdas razones, me llevó
suavemente hacia la puerta de la habitación de mi madre. Aquél era el momento
que más temía, y tuve que contener mis lágrimas ante el llanto de la que sólo
habíamos advertido de mi partida cuando todos me sabían ya asentado en los
libros de la Casa de la Contratación. Agradecí las promesas hechas a la Virgen
de los Mareantes por mi pronto regreso, prometiendo cuanto quiso que prometiera,
en cuanto a no tener comercio deshonesto con las mujeres de aquellas tierras,
que el Diablo tenía en desnudez mentidamente edénica para mayor confusión y
extravío de cristianos incautos, cuando no maleados por la vista de tanta carne
al desgaire. Luego, sabiendo que era inútil rogar a quien sueña ya con lo que
hay detrás de los horizontes, mi madre empezó a preguntarme, con voz dolorida,
por la seguridad de las naves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la
solidez y marinería de La Gallarda, afirmando que su práctico era veterano de
Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla de sus dudas, le hablé de
los portentos de aquel mundo nuevo, donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra
Bezar curaban todos los males, y existía, en tierra de Omeguas, una ciudad toda
hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar,
a la que llegaríamos, sin duda, a menos de que halláramos nuestra fortuna en
comarcas aún ignoradas, cunas de ricos pueblos por sojuzgar. Moviendo
suavemente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y
jactancias de los indianos, de amazonas y antropófagos, de las tormentas
de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas que dejaban como estatua al que
hincaban. Viendo que a discursos de buen augurio ella oponía verdades de mala
sombra, le hablé de altos propósitos, haciéndole ver la miseria de tantos
pobres idólatras, desconocedores del signo de la cruz. Eran millones de almas,
las que ganaríamos a nuestra santa religión, cumpliendo con el mandato de
Cristo a los Apóstoles. Éramos soldados de Dios, a la vez que soldados del Rey,
y por aquellos indios bautizados y encomendados, librados de sus bárbaras
supersticiones por nuestra obra, conocería nuestra nación el premio de una
grandeza inquebrantable, que nos daría felicidad, riquezas, y poderío sobre
todos los reinos de la Europa. Aplacada por mis palabras, mi madre me colgó un
escapulario del cuello y me dio varios ungüentos contra las mordeduras de
alimañas ponzoñosas, haciéndome prometer, además, que siempre me pondría, para
dormir, unos escarpines de lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces
repicaron las campanas de la catedral, fue a buscar el chal bordado que sólo
usaba en las grandes oportunidades. Camino del templo, observé que a pesar de
todo, mis padres estaban como acrecidos de orgullo por tener un hijo alistado
en la armada del Adelantado. Saludaban mucho y con más demostraciones que de
costumbre. Y es que siempre es grato tener un mozo de pelo en pecho, que sale a
combatir por una causa grande y justa. Miré hacia el puerto. El trigo seguía
entrando en las naves.
III
Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores.
Cuando vi a su padre cerca de las naves, pensé que estaría sola, y seguí aquel
muelle triste, batido por el viento, salpicado de agua verde, abarandado de
cadenas y argollas verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de
ventanas verdes, siempre cerradas. Apenas hice sonar la aldaba vestida de
verdín, se abrió la puerta y, con una ráfaga de viento que traía garúa de olas,
entré en la estancia donde ya ardían las lámparas, a causa de la bruma. Mi
prometida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocado antiguo, y
recostó la cabeza sobre mi hombro con tan resignada tristeza que no me atreví a
interrogar sus ojos que yo amaba, porque siempre parecían contemplar cosas
invisibles con aire asombrado. Ahora, los extraños objetos que llenaban la sala
cobraban un significado nuevo para mí. Algo parecía ligarme al astrolabio, la
brújula y la Rosa de los Vientos; algo, también, al pez-sierra que colgaba de
las vigas del techo, y a las cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los
lados de la chimenea, revueltos con mapas celestiales habitados por Osas, Canes
y Sagitarios. La voz de mi prometida se alzó sobre el silbido del viento que se
colaba por debajo de las puertas, preguntando por el estado de los
preparativos. Aliviado por la posibilidad de hablar de algo ajeno a nosotros
mismos, le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían con nosotros,
alabando la piedad de los gentileshombres y cultivadores escogidos por quien
hubiera tomado posesión de las tierras lejanas en nombre del Rey de Francia. Le
dije cuanto sabía del gigantesco río Colbert, todo orlado de árboles
centenarios de los que colgaban como musgos plateados, cuyas aguas rojas
corrían majestuosamente bajo un cielo blanco de garzas. Llevábamos víveres para
seis meses. El trigo llenaba los sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a
cumplir una gran tarea civilizadora en aquellos inmensos territorios
selváticos, que se extendían desde el ardiente Golfo de México hasta las
regiones de Chicagúa, enseñando nuevas artes a las naciones que en ellos
residían. Cuando yo creía a mi prometida más atenta a lo que le narraba, la vi
erguirse ante mí con sorprendente energía, afirmando que nada glorioso había en
la empresa que estaba haciendo repicar, desde el alba, todas las campanas de la
ciudad. La noche anterior, con los ojos ardidos por el llanto, había querido
saber algo de ese mundo de allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y,
tomando los ensayos de Montaigne, en el capítulo que trata de los carruajes,
había leído cuanto a América se refería. Así se había enterado de la perfidia
de los españoles, de cómo, con el caballo y las lombardas, se habían hecho
pasar por dioses. Encendida de virginal indignación, mi prometida me señalaba
el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que "nos habíamos valido
de la ignorancia e inexperiencia de los indios, para atraerlos a la traición,
lujuria, avaricia y crueldades, propias de nuestras costumbres". Cegada
por tan pérfida lectura, la joven que piadosamente lucía una cruz de oro en el
escote, aprobaba a quien impíamente afirmara que los salvajes del Nuevo Mundo
no tenían por qué trocar su religión por la nuestra, puesto que se habían
servido muy útilmente de la suya durante largo tiempo. Yo comprendía que, en
esos errores, no debía ver más que el despecho de la doncella enamorada, dotada
de muy ciertos encantos, ante el hombre que le impone una larga espera, sin
otro motivo que la azarosa pretensión de hacer rápida fortuna en una empresa
muy pregonada. Pero, aun comprendiendo esa verdad, me sentía profundamente
herido por el desdén a mi valentía, la falta de consideración por una
aventura que daría relumbre a mi apellido, lográndose, tal vez, que la noticia
de alguna hazaña mía, la pacificación de alguna comarca, me valiera algún
título otorgado por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mi mano,
algunos indios más o menos. Nada grande se hacía sin lucha, y en cuanto a
nuestra santa fe, la letra con sangre entraba. Pero ahora eran celos los que se
traslucían en el feo cuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en
la que haríamos escala, y que mi prometida, con expresiones adorablemente
impropias, calificaba de "paraíso de mujeres malditas". Era evidente
que, a pesar de su pureza, sabía de qué clase eran las mujeres que solían
embarcar para el Cabo Francés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los
corchetes, entre risotadas y palabrotas de los marineros; alguien -una criada
tal vez- podía haberle dicho que la salud del hombre no se aviene con ciertas
abstinencias y vislumbraba, en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de
calores enervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundaciones,
tormentas, y mordeduras de los dragones de agua que pululan en los ríos de
América. Al fin empecé a irritarme ante una terca discusión que venía a
sustituirse, en tales momentos, a la tierna despedida que yo hubiera apetecido.
Comencé a renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapacidad de
heroísmo, de sus filosofías de pañales y costureros, cuando sonaron fuertes
aldabonazos, anunciando el intempestivo regreso del padre. Salté por una
ventana trasera sin que nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pues
los transeúntes, los pescaderos, los borrachos -ya numerosos en esta hora de la
tarde- se habían aglomerado en torno a una mesa sobre la que a gritos hablaba
alguien que en el instante tomé por un pregonero del Elixir de Orvieto, pero
que resultó ser un ermitaño que clamaba por la liberación de los Santos
Lugares. Me encogí de hombros y seguí mi camino. Tiempo atrás había estado a
punto de alistarme en la cruzada predicada por Fulco de Neuilly. En buena hora
una fiebre maligna -curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi santa madre-
me tuvo en cama, tiritando, el día de la partida: aquella empresa había
terminado, como todos saben, en guerra de cristianos contra cristianos. Las
cruzadas estaban desacreditadas. Además, yo tenía otras cosas en qué pensar.
El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tonta disputa con mi
prometida, me fui hacia el puerto, para ver los navíos. Estaban todos arrimados
a los muelles, lado a lado, con las escotillas abiertas, recibiendo millares de
sacos de harina de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín. Los regimientos
de infantería subían lentamente por las pasarelas, en medio de los gritos de
los estibadores, los silbatos de los contramaestres, las señales que rasgaban
la bruma, promoviendo rotaciones de grúas. Sobre las cubiertas se amontonaban
trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltas en telas impermeables. Un
ala de aluminio giraba lentamente, a veces, por encima de una borda, antes de
hundirse en la oscuridad de un sollado. Los caballos de los generales, colgados
de cinchas, viajaban por sobre los techos de los almacenes, como corceles
wagnerianos. Yo contemplaba los últimos preparativos desde lo alto de una
pasarela de hierro, cuando, de pronto, tuve la angustiosa sensación de que
faltaban pocas horas -apenas trece- para que yo también tuviese que acercarme a
aquellos buques, cargando con mis armas. Entonces pensé en la mujer; en los
días de abstinencia que me esperaban; en la tristeza de morir sin haber dado mi
placer, una vez más, al calor de otro cuerpo. Impaciente por llegar, enojado
aún por no haber recibido un beso, siquiera, de mi prometida, me encaminé a
grandes pasos hacia el hotel de las bailarinas. Christopher, muy borracho, se
había encerrado ya con la suya. Mi amiga se me abrazó, riendo y llorando,
afirmando que estaba orgullosa de mí, que lucía más guapo con el uniforme, y
que una cartomántica le había asegurado que nada me ocurriría en el Gran
Desembarco. Varias veces me llamó héroe, como si tuviese una conciencia del
duro contraste que este halago establecía con las frases injustas de mi
prometida. Salí a la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisando
en puntos luminosos la gigantesca geometría de los edificios. Abajo, en las calles,
era un confuso hormigueo de cabezas y sombreros.
No era posible, desde este alto piso, distinguir a las mujeres de los
hombres en la neblina del atardecer. Y era, sin embargo, por la permanencia de
ese pulular de seres desconocidos, que me encaminaría hacia las naves, poco
después del alba. Yo surcaría el Océano tempestuoso de estos meses, arribaría a
una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defender los Principios de los
de mi raza. Por última vez, una espada había sido arrojada sobre los mapas de
Occidente. Pero ahora acabaríamos para siempre con la nueva Orden Teutónica, y
entraríamos, victoriosos, en el tan esperado futuro del hombre reconciliado con
el hombre. Mi amiga puso una mano trémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la
magnanimidad de mi pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su peinador
entreabierto.
IV
Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quien ha pretendido
burlar con el vino la fatiga del cuerpo ahíto de holgarse sobre otro cuerpo,
faltaban pocas horas para el alba. Tenía hambre y sueño, y estaba desasosegado,
al propio tiempo, por las angustias de la partida próxima. Dispuse mis armas y
correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho. Noté entonces, con
sobresalto, que alguien estaba acostado bajo la gruesa manta de lana, y ya iba
a echar mano al cuchillo cuando me vi preso entre brazos encendidos de fiebre,
que buscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unas piernas
indeciblemente suaves se trepaban a las mías. Mudo de asombro quedé al
ver que la que de tal manera se había deslizado en el lecho era mi prometida.
Entre sollozos me contó su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el
paso furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana, y las
impaciencias y los miedos de la espera. Después de la tonta disputa de la
tarde, había pensado en los peligros y sufrimientos que me aguardaban,
sintiendo esa impotencia de enderezar el destino azaroso del guerrero que se
traduce, en tantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese sacrificio
de la virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la partida,
sin esperanzas de placer, dando el desgarre propio para el goce ajeno,
tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual. El contacto de un cuerpo puro,
jamás palpado por manos de amante, tiene un frescor único y peculiar dentro de
sus crispaciones, una torpeza que sin embargo acierta, un candor que intuye, se
amolda y encuentra, por oscuro mandato, las actitudes que más estrechamente
machihembran los miembros. Bajo el abrazo de mi prometida, cuyo tímido vellón
parecía endurecerse sobre uno de mis muslos, crecía mi enojo por haber
extenuado mi carne en trabazones de harto tiempo conocidas, con la absurda
pretensión de hallar la quietud de días futuros en los excesos presentes. Y
ahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento, me hallaba casi
insensible bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba. No diré que mi
juventud no fuera capaz de enardecerse una vez más aquella noche, ante la
incitación de tan deleitosa novedad. Pero la idea de que era una virgen la que
así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiría un lento y
sostenido empeño por mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido. Eché
a mi prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros, y empecé a
hablarle, con sinceridad en falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos
nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza al resultar empreñada;
de la tristeza de los niños que crecen sin un padre que les enseñe a sacar la
miel verde de los troncos huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras. Ella
me escuchaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche, y yo advertía
que, irritada por un despecho sacado de los trasmundos del instinto, despreciaba
al varón que, en semejante oportunidad, invocara la razón y la cordura, en vez
de roturarla, y dejarla sobre el lecho, sangrante como un trofeo de caza, de
pechos mordidos, sucia de zumos; pero hecha mujer en la derrota. En aquel
momento bramaron las reses que iban a ser sacrificadas en la playa y sonaron
las caracolas de los vigías. Mi prometida, con el desprecio pintado en el
rostro, se levantó bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, menos con
gesto de pudor que con ademán de quien recupera algo que estuviera a punto de
malbaratar, lo que de súbito estaba encendiendo mi codicia. Antes de que
pudiera alcanzarla, saltó por la ventana. La vi alejarse a todo correr por
entre los olivos, y comprendí en aquel instante que más fácil me sería entrar sin
un rasguño en la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona perdida.
Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres, mi orgullo de
guerrero había sido desplazado en mi ánimo por una intolerable sensación de
hastío, de vacío interior, de descontento de mí mismo. Y cuando los timoneles
hubieron alejado las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se
enderezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que habían terminado
las horas de alardes, de excesos, de regalos, que preceden las partidas de
soldados hacia los campos de batalla. Había pasado el tiempo de las guirnaldas,
las coronas de laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos, y el
favor de las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el pan llovido, la
arrogancia de los jefes, la sangre derramada por error, la gangrena que huele a
almíbares infectos. No estaba tan seguro ya de que mi valor acrecería la
grandeza y la dicha de los acaienos de largas cabelleras. Un soldado viejo que
iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas
que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo,
que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se
refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas
de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la
historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendida y humillada por
los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el
asentimiento de Menelao. En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con
tan elevados propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los
combatientes de poco más o menos. Se trataba sobre todo -afirmaba el viejo
soldado- de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras
de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de
trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana. La nave, demasiado
cargada de harina y de hombres, bogaba despacio. Contemplé largamente las casas
de mi pueblo, a las que el sol daba de frente. Tenía ganas de llorar. Me quité
el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera que tanto
trabajo me hubiera costado redondear -a semejanza de las cimeras magníficas de
quienes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de gran estilo, y
que, por cierto, viajaban en la nave más velera y de mayor eslora.
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