jueves, octubre 29, 2009

Virginia Woolf en la BBC: Las palabras me fallan...

Agradecemos a Patricia Díaz Garbarino el habernos enviado el siguiente texto, que rescató The Book Bench de The New Yorker, y que forma parte, además, de la única grabación conocida de la autora de Orlando. Se trata de la contribución de Woolf a la serie Las palabras me fallan (Words fail me) que hizo la BBC en 1937. Aquí el texto en español.

"Las palabras, las palabras del inglés, están llenas de ecos, de memorias, de asociaciones. Han estado por todas partes: en los labios de la gente, en las calles, en sus casas, en los campos, por tantos siglos. Y esa es una de las principales dificultades para escribirlas hoy: están llenas de otros significados, de otras memorias, y han contraído muchos matrimonios famosos en el pasado. La espléndida palabra “enrojecer”, por ejemplo. ¿Quién puede usarla sin recordar el “mar innumerable”?
En los viejos tiempos, por supuesto, el inglés era una nueva lengua, los escritores podían inventar nuevas palabras y usarlas. Hoy en día, es bastante fácil inventar nuevas palabras -brotan a los labios cuando vemos una nueva vista o tenemos una nueva sensación- pero no podemos usarlas porque el inglés es una lengua vieja. No se puede usar una palabra nueva en un lenguaje viejo por el hecho tan obvio pero siempre misterioso de que una palabra no es una entidad distinta y separada, sino parte de otras palabras. En efecto, no es una palabra hasta que no es parte de un enunciado. Las palabras pertenecen las unas a las otras, aunque, claro, sólo un gran poeta sabe que la palabra “enrojecer” pertenece al “mar innumerable”. Combinar nuevas palabras con viejas palabras es fatal para la constitución de un enunciado. Para poder usar nuevas palabras con propiedad se debe inventar todo un nuevo lenguaje, y eso, aunque sin duda llegará, no es por el momento nuestro asunto. Nuestro asunto es ver qué podemos hacer con la vieja lengua inglesa tal como es. ¿Cómo podemos combinar las viejas palabras con nuevos órdenes para que puedan sobrevivir, para que creen belleza, para que digan verdad? Ese es el dilema.
La persona que pudiera responder esa pregunta merecería cualquier corona de gloria que el mundo pueda ofrecer. Pensar en lo que significaría si se pudiera enseñar, o si se pudiera aprender el arte de escribir. Cada libro, cada periódico que se tomara, dirían verdad o crearían belleza. Pero hay, parece ser, algún obstáculo en el caminio, algún impedimento en la enseñanza de las palabras, pues aunque en este momento al menos cien profesores están dando cátedra sobre la literatura del pasado, al menos mil críticos revisan la literatura del presente y cientos y cientos de jóvenes hombres y mujeres pasan exámenes de literatura en inglés con todo crédito, pese a todo eso, ¿escribimos mejor, leemos mejor lo que leímos y escirbimos hace 400 años, cuando no teníamos cátedras, ni críticas, ni clases? ¿Nuestra moderna literatura georgiana es un parche de la isabelina? Bueno, ¿dónde pondremos la culpa por ello? No en nuestros profesores, o en nuestros editores, o en nuestros escritores, sino en las palabras. Es sobre las palabras sobre quienes cae la culpa. Son la más salvaje, libre, la más irresponsable, la más inenseñable de todas las cosas. Por supuesto, puedes atraparlas y distribuirlas y colocarlas en orden alfabético en los diccionarios. Pero las palabras no viven en diccionarios. Viven en la mente. Si se quiere una prueba de ello, que se considere cuán seguido, en momentos de emoción, cuando más necesitamos las palabras, no encontramos ninguna. Y sin embargo, ahí está el diccionario; ahí, a nuestra disposición, está medio millón de palabras, todas en orden alfabético. Pero, ¿podemos usarlas? No, porque las palabras no viven en diccionarios, viven en la mente. Mira una vez más al diccionario. Ahí, más allá de toda duda, yacen obras más espléndidas que Antonio y Cleopatra, poemas más amorosos que la Oda al ruiseñor, y novelas junto a las cuáles Orgullo y prejuicio o David Copperfield son garabatos crudos de amateurs. Es sólo cuestión de encontrar las palabras correctas y ponerlas en el orden adecuado. Pero no podemos hacerlo porque no viven en diccionarios; viven en la mente. ¿Y cómo viven en la mente? En forma extraña y variada, en gran parte como los seres humanos, deambulando de aquí para allá, enamorándose, juntándose. Es cierto que están menos atadas por la ceremonia y la convención que nosotros. Las palabras de la realeza se juntan con las comunes. Las palabras inglesas se casan con las francesas, las alemanas, las indias, las negras, si así lo quieren. En efecto, cuanto menos indaguemos en el pasado de nuestra querida madre Inglés, mejor será para la reputación de esa señora, pues es una doncella amancebada como las de Amsterdam.
Por tanto, imponer cualquier ley a vagabundos tan irreprochables es peor que inútil. Unas cuantas reglas triviales de gramática y ortografía es cuanta mordaza podemos ponerles. Todo lo que podemos decir sobre ellas, conforme nos aparejamos con ellas a la orilla de esa caverna honda, oscura y apenas iluminada en la que viven -la mente-, todo lo que podemos decir de ellas que es que parece gustarles la gente que piensa antes de usarlas, y que siente antes de usarlas, pero no piensa y siente sobre ellas, sino sobre algo completamente diferente. Son altamente sensibles, y fácilmente se incomodan y apenan. No les gusta que se discuta su pureza o impureza. Si se abriera una Sociedad por el Inglés Puro, mostrarían su resentimiento iniciando otro inglés impuro, y de ahí la antinatural violencia de gran parte del discurso moderno, en protesta contra los puritanos. Son muy democráticas, también. Piensan que una palabra es tan buena como la otra, y las palabras mal educadas tan buenas como las educadas, y las incultas tan buenas como las cultas: no hay rangos ni títulos en su sociedad. Tampoco les gusta ser elevadas en el punto de una pluma y examinadas por separado. Se pasean juntas, en enunciados, en párrafos -a veces en páginas enteras a la vez. Odian ser útiles, odian hacer dinero, odian que se les den lecciones en público. En pocas palabras, odian cualquier cosa que les estampe un significado o las confine a una actitud, pues su naturaleza es cambiar.
Quizá esa sea su mayor peculiareidad: su necesidad de cambio. Es porque la verdad que tratan de atrapar tiene muchos tamaños, y la transportan adquiriendo muchos tamaños, corriendo para aquí, luego para allá. Por eso, significan una cosa para una persona, otra cosa para otra persona; son ininteligibles para una generación, directas como una lanza para la siguiente. Y es por esta complejidad, este poder para significar distintas cosas para distintas personas, que sobreviven. Quizás, entonces, una razón por la que no tenemos un gran poeta, novelista o crítico que escriba hoy es que nos negamos a permitir a las palabras su libertad. Las encajamos en un significado, su significado útil, el significado que nos hace llegar al tren, el que nos hace pasar el examen."
*El video con su voz (y texto en inglés) en www.atrespistas.com o enlace en Wikipedia.

2 comentarios:

cansarnoso dijo...

"las palabras no viven en diccionarios, viven en la mente"

Marco[s] dijo...

orwell decia en 1984 que lo que no esta en el lenguaje no es posible de pensar.

yo no se si viven en la mente.

viven?