jueves, mayo 07, 2009

Nunca*, de Katherine Mansfield**

"(…)--Qué miras, abuelita? ¿Por qué te paras a cada momento y te fijas en la pared?
(…) Dímelo, abuela –dijo Kezia, insistiendo.
La anciana suspiró, tiró rápidamente la lana dos o tres veces alrededor de su pulgar, y pasó la aguja de hueso a través del rizo; estaba añadiendo mallas.
--Pensaba en tu tío William, queridita –dijo tranquilamente.
--Mi tío William de Australia? –preguntó Kezia, porque tenía otro.
--Sí, claro.
--¿El que no he visto nunca?
--Aquél, sí.
--¿Y qué, qué le ha ocurrido?
Kezia lo sabía bien, pero quería que se lo contasen de nuevo.
--Se había ido a las minas, tomó una insolación y ha muerto –dijo la anciana señora Fairfield.
Kezia parpadeó y consideró de nuevo el cuadro… Un hombrecito volcado como un soldadito de plomo junto a un gran agujero negro.
--¿Te da tristeza pensar en él, abuela?
No podía sufrir el ver a su abuelita enternecida.
Le tocó entonces reflexionar a la anciana. ¿La ponía triste mirar lejos, lejos tras ella? ¿Contemplar la larga perspectiva de los años huidos como Kezia la había vistop hacer? ¿Mirarlos a los idos, como lo hace una mujer, mucho tiempo después de haber ellos desparecido? ¿La ponía triste eso? No, la vida era así.
--No, Kezia.
--Pero por qué –preguntó Kezia.
Levantó un brazo desnudo y se puso a trazar en el aire unos dibujos.
--¿Por qué el tío William tuvo que morir? No era viejo.
La señora Fairfield empezó a contar las mallas de tres en tres.
--Ha ocurrido así –dijo con tono absoluto.
--¿Es que todo el mundo está obligado a morir? –preguntó Kezia.
--¡Todo el mundo!
--¿También yo?
En la voz de Kezia había un acento de terrible incredulidad.
--Algún día, querida.
--Pero, abuela…
Kezia agitó su pierna izquierda y movió los dedos de sus pies. Sentía arena en ellos.
--¿Y si yo no quiero?
La anciana suspiró de nuevo y sacó un largo hilo de la pelota.
--No se nos consulta, Kezia –dijo tristemente--. Eso nos ocurre a todos, tarde o temprano.
Kezia permaneció inmóvil, reflexionando sobre esas cosas. No tenía ganas de morir. Morir significaba que sería preciso marcharse de squí, abandonarlo todo siempre, abandonar… Abandonar a su abuela. Vivamente giró sobre sí misma.
--Abuela –dijo con voz asombrada y conmovida.
--Qué, gatita mía?
--Tú no tienes que morir.
Kezia hablaba resueltamente.
--¡Ah, Kezia –la abuela levantó los ojos, sonrió, meneó la cabeza, no hablemos de eso!
--Pero no puede ser. No podrías abandonarme. No podrías dejar de estar aquí…
Aquello era terrible.
--Prométeme que no harás eso nunca, abuela –rogó Kezia.
La anciana siguió su labor de punto.
--¡Prométemelo! Di nunca!
Pero su abuela no salía de su mudez.
Kezia se dejó deslizar hacia debajo de la cama: era incapaz de aguantar aquello más tiempo; ligera, saltó sobre las rodillas de su abuela, anudó sus manos alrededor del cuello de la anciana y se puso a besarla debajo de la barbilla, detrás de la oreja y a soplarle el cuello.
--Di nunca…,di nunca
Ella jadeaba entre los besos. Luego empezó muy suavemente, ligeramente, a hacer cosquillas a su abuela.
--¡Kezia!
La anciana dejó caer la labor. Se echó atrás, balanceándose en la mecedora. Se puso a hacer cosquillas a Kezia.
--Di nunca, di nunca, di nunca –susurraba Kezia, mientras descansaban allí, riendo, una en brazos de otra.
--¡Ea, basta, ardilla mía! ¡Basta, caballito salvaje! –dijo la anciana señora Fairfield, enderezándose la cofia--. Recoge mi labor.
Ya las dos habían olvidado a qué se refería este nunca."

*Fragmento extractado del libro En la bahía, Editorial Losada, Buenos Aires, 1938. Pp., 49,50, 51 y 52. Traducción del inglés: Leonor Acevedo.
**Katherine Mansfield es el seudónimo de Kathleen Beauchamp (Nueva Zelanda, 1888- 1923), narradora y poeta.

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