Poemas de Tatiana Oroño*
Tejidos
Alguien me enseñó a tejer con bolillos y aprendí. En un patio con glorieta, fuente de azulejos moriscos y tuberías rotas. La labor consistía en ir siguiendo el dibujo del modelo en papel pinchado sobre una almohadilla alargada con varios hilos en cuyas puntas, atados, los bolillos sonaban, al chocar entre sí, con minúsculo zapateo. La almohadilla estaba acostada sobre una especie de cama de muñecas. No era una cama, se llamaba escalerilla. Con ella en la falda aprendí a pasar de un lado a otro los trémulos garrotes que al irse entrecruzando iban trabando un tejido arborescente. Mi instructora lo remató. La labor calada sin gancho de aguja era fruto de un juego al aire libre, resultado de un baile de pequeños zuecos de boj.
Alguien me enseñó a tejer con bolillos y aprendí. En un patio con glorieta, fuente de azulejos moriscos y tuberías rotas. La labor consistía en ir siguiendo el dibujo del modelo en papel pinchado sobre una almohadilla alargada con varios hilos en cuyas puntas, atados, los bolillos sonaban, al chocar entre sí, con minúsculo zapateo. La almohadilla estaba acostada sobre una especie de cama de muñecas. No era una cama, se llamaba escalerilla. Con ella en la falda aprendí a pasar de un lado a otro los trémulos garrotes que al irse entrecruzando iban trabando un tejido arborescente. Mi instructora lo remató. La labor calada sin gancho de aguja era fruto de un juego al aire libre, resultado de un baile de pequeños zuecos de boj.
Encaje de Brujas
En mi familia éramos laicos, gente sin fiestas de comunión ni bautismos, ni esa ilusión de vestidos blancos que compartían los demás. Pero a los 7 años sentí el llamado de la fe. Con la punta de los dedos eché mano a un panadero a la deriva. Porque sabía que si arrancaba la semilla, un pan diminuto invaginado en el pompón ingrávido, podría pedir un deseo. Pedí que mi padre volviera y riera ella, porque una madre sin risa es algo complicado. Lo dejé en el aire y ahí quedó, en suspenso, indeciso. Soplé para que se llevara el pedido a destino. Que no podía ser otro que la buena voluntad de Dios. Quien tenía que estar de mi parte.
Años después escribí un nombre de varón en un vidrio empañado. El vidrio era casi tan alto y ancho como la pared. Afuera, de noche. En la superficie condensada de frío desnudé letras que desquitaban del impredecible futuro calando en el cielo la escritura bordada por la punta del dedo. Estoy segura que los poderes puestos en obra por aquel conjuro eran de naturaleza inviolable. Puse al cielo en función indeleble de papel de calco. Así se golpea, comprendí, a las puertas del corazón de la misericordia. Desde adentro de esta casa triste y con un solo dedo grabar un nombre en la memoria del cielo es caer de rodillas sin doblarlas.
Años después el hijo la llamaba por teléfono desde el exilio en México. Ella me dijo por qué mantenía durante todos esos años el jardín con tanta pulcritud de podas, injertos y trasplantes, el año entero con la espalda doblada. Cuando me confió que trabajaba para que el día que él llegase lo encontrara todo lindo, como siempre, entendí.
También actúo así. Parecido. No vendrá nadie en Navidad. Pero estrené el mantel amarillo. Tapé el pan dulce con la servilleta bordada en España. Tampoco fue usada nunca.
Dos piezas labradas con el arte del encaje de Brujas.
En mi familia éramos laicos, gente sin fiestas de comunión ni bautismos, ni esa ilusión de vestidos blancos que compartían los demás. Pero a los 7 años sentí el llamado de la fe. Con la punta de los dedos eché mano a un panadero a la deriva. Porque sabía que si arrancaba la semilla, un pan diminuto invaginado en el pompón ingrávido, podría pedir un deseo. Pedí que mi padre volviera y riera ella, porque una madre sin risa es algo complicado. Lo dejé en el aire y ahí quedó, en suspenso, indeciso. Soplé para que se llevara el pedido a destino. Que no podía ser otro que la buena voluntad de Dios. Quien tenía que estar de mi parte.
Años después escribí un nombre de varón en un vidrio empañado. El vidrio era casi tan alto y ancho como la pared. Afuera, de noche. En la superficie condensada de frío desnudé letras que desquitaban del impredecible futuro calando en el cielo la escritura bordada por la punta del dedo. Estoy segura que los poderes puestos en obra por aquel conjuro eran de naturaleza inviolable. Puse al cielo en función indeleble de papel de calco. Así se golpea, comprendí, a las puertas del corazón de la misericordia. Desde adentro de esta casa triste y con un solo dedo grabar un nombre en la memoria del cielo es caer de rodillas sin doblarlas.
Años después el hijo la llamaba por teléfono desde el exilio en México. Ella me dijo por qué mantenía durante todos esos años el jardín con tanta pulcritud de podas, injertos y trasplantes, el año entero con la espalda doblada. Cuando me confió que trabajaba para que el día que él llegase lo encontrara todo lindo, como siempre, entendí.
También actúo así. Parecido. No vendrá nadie en Navidad. Pero estrené el mantel amarillo. Tapé el pan dulce con la servilleta bordada en España. Tampoco fue usada nunca.
Dos piezas labradas con el arte del encaje de Brujas.
*Tatiana Oroño nació en San José, Uruguay, en 1947. Publicó diversos libros.
**Los textos que se transcriben están incluidos en La piedra nada sabe, publicado recientemente.
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