martes, septiembre 16, 2008

Recomendaciones: Revista El Interpretador

El siguiente artículo que transcribimos a continuación está incluido en el excelente número 34 de la Revista El Interpretador, dedicada enteramente al tema del trabajo. Para leerla, podés entrar a : http://www.elinterpretador.net


Preferiría no hacerlo (Para una épica de la fobia al trabajo)
Por Ricardo Straface
Por los mismos años en los que Roberto Arlt declamaba “el futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo”, Macedonio Fernández le escribía a Borges: “Querido Jorge: Iré esta tarde y me quedaré a cenar si hay inconveniente y estamos con ganas de trabajar (Advertirás que las ganas de cenar las tengo aun con inconveniente y sólo falta asegurarme las otras)”.
Más hedonista que nadie, el autor de Museo de la novela de la Eterna propugnó el anarquismo y la abolición del trabajo. Sin embargo, ejerció como abogado durante diez años (su bufete estaba instalado en la calle Otamendi 622, barrio de Caballito) y, más tarde, fue fiscal federal en Posadas, Misiones. Una melancólica anotación manuscrita que luce en su ejemplar del Código Civil (Pedro Igón y Compañía Editores, Buenos Aires, 1897) ilustra esta escisión. Junto al artículo 3002 del Código, donde este precepto se refiere a “los bienes que se encuentran fuera del comercio”, Macedonio acotó: “Las nubes, el mar, las personas, etc.”. Como se ve, Macedonio mezclaba su trabajo de abogado o fiscal con ocios de poeta.
Otra mixtura semejante, pero, de alguna manera, inversa cultivaba Saer, que solía referirse a su práctica con palabras que fatigan de solo leerlas. “El limonero real me llevó nueve años. El entenado, dos y medio. Glosa, cuatro”, decía. “Me ha solido ocurrir —cargaba la mano— que, para ciertas páginas de mis libros, para ciertos párrafos incluso, la lectura de tres o cuatro volúmenes fuera necesaria”.
Esta especie de ars burocrática abortó tempranamente la carrera de novelista de Oscar Masotta. Sus cuitas al respecto nos eximen de comentarios: “Durante ese año rumiaba también una novela que al año siguiente escribí, y que resultó perfectamente mala. [...] Quería ser escritor y cuando intentaba hacerlo encontraba que no conocía los nombres de las cosas. Que no conocía ninguna palabra, por ejemplo, que sirviera para distinguir el estilo al que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un edificio. Si el personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba la mano mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la ‘baranda’ o en la ‘barandilla’? Y si el personaje miraba a través de un balcón, ¿cómo nombrar a los ‘travesaños’ del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez ‘barrotes’ Pero me perdía entonces en el sonido material de las palabras y me parecía grotesco y desmesurado llamar, por ejemplo, ‘barrotes’ a esos ‘travesaños’. Y si me decidía por la palabra ‘travesaños’ me parecía de pronto pobremente descriptiva para contentarme con ella. Si mi personaje debía caminar por la calle, y creía imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un determinado momento del día, había que decir ‘que caminaba bajo los árboles’. ¿Pero qué árboles? ¿‘Pitas’ o ‘cipreses’? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir”.
“Paciencia, culo y terror”, bufaría —o bufarraría— el Marqués de Sebregondi ante esta poética de galeotes, y Osvaldo Lamborghini, su compadre, tal vez citaría un chiste viejo: “Darwin: ¿Por qué no trabaja? Paisano (asombrado): Porque soy demasiado pobre, señor”.
En la misma carta a Paula Wajsman donde le recordaba a su amiga esta boutade, Lamborghini creía haber encontrado el nudo gordiano del asunto: “Mirando la televisión: ¡revelación! Una frase dicha y escuchada millones de veces: ‘Mira, Joe, tienes que limitarte a hacer tu trabajo ¿de acuerdo? Nada más que tu trabajo’. Fue una verdadera epifanía, tal vez por lo de ‘yo(e)’. Me lo estaban diciendo a mí. Temblé. ¡38 años equivocado, trabajando para no ‘trabajar’! Ahora se acabó. ¡Mis crapulescos manejos con los empleos! ¿Por qué no habré tirado la chancleta de entrada? ¡Qué boludo! ¡Cómo si ‘Joe’ no tuviera trabajo! Pilas de manuscritos, pilas de bibliotecas para leer, pilas de cosas que enseñar...”.
En cualquier caso, Lamborghini, tuvo diversas ocupaciones laborales (camarógrafo de Canal 9, periodista, psicoanalista, redactor publicitario). En esta última especialidad lo sufrió Fogwill que, a comienzos de 1979, lo empleó en su agencia. Lamborghini lo contó así: “Heme aquí —le escribió a César Aira— (¡heme!) trabajando en una agencia de publicidad, tres horas por día, cien millones de sueldo, haciendo una especie de especie. No te escribí antes porque estaba en pleno caos: ahora, en cambio, vengo aquí y, por ejemplo, Tomo Asiento, y tengo una máquina de escribir y chicas secretarias que tratan de solucionar todas mis dificultades, tales como hablar por teléfono por mí (pero esta carta la escribo yo, ojito) puesto que el dueño de la agencia así, rigurosamente, se los ha ordenado. A Die Verneinung le debo la gracia, o desgracia, de esta nueva situación. El éxito del poema es fabuloso”.
El desempeño laboral de Lamborghini, sin embargo, pudo más que toda la admiración que podía tener Fogwill por sus poemas. Sentado en su escritorio, dejaba pasar las horas sin escribir una sola línea o aportar alguna idea mientras cuestionaba todas y cada una de las de los demás (“Nunca estoy de acuerdo con lo que allí se dice. Ronroneo para mis adentros: —Yo lo pensaría de otra manera. Pero, ¿de qué manera? ¡Misterio! Lo único que se me ocurre es que en sí mismo el aislamiento es ya otra manera de pensar”, le escribió en febrero de 1979 a su amigo Aira), cuando no hacía largas excursiones a los bares aledaños para “reponerse” de un trabajo que le resultaba agotador. A menos de un mes de su ingreso, y merced a una generosa indemnización que seguramente excedía toda pauta legal, patrono y empleado acordaron un “despido” que concluyó los días de Lamborghini en el mundo de la publicidad.
Un texto que quedó en fragmento, fechado en 1981, parece inspirado en algunas de las vivencias de estos días: “Mis cosas andaban bien: y mal. Andaba por el último grado de mi alcoholismo crónico: una botella y media de whisky por día, acompañada o reforzada por diez comprimidos diarios de codeína (ligeramente opiáceos), amén de una buena cantidad de ansiolíticos. Cero de comida. Esto me trajo buenos resultados. Mi estado perpetuo de intoxicación motivó que me despidieran de una empresa que pretendía utilizar mis conocimientos para investigar el mercado publicitario. Pero no me dejaban ver los avisos, después del primero que me mostraron. Yo no iba nunca. Y cuando iba eructaba cuasi exánime: y me iba. Como me echaron, me indemnizaron; maravilloso: me encontré con un buen toco en la mano; podía comprar de golpe whisky y más whisky, más y más codeína, tranquilizantes (solución final), pagar y pagar el hotel sin arrebatos ni plañidos”. (“(pou)” en Tuché 1).
Años después, en Barcelona, tendría su último “empleo” que, de alguna manera, realizaba el programa de “La novia del gendarme” (“Yo quisiera ser obrera textil, pero para llegar —primero— a delegada de sección, mujer, luego de fábrica, y luego, más luego, ¡en un momento dado!, a secretaria mujer del sindicato, el futuro, y si lo logro —eso— será —eso— el des-tajo”). Preocupado por una eventual deportación, se ocupó de conseguir “trabajo” y, en ese designio, el 8 de febrero de 1983 firmó un contrato de trabajo en el que revistaba, a cambio de un salario de 6000 pesetas semanales, como “empleado de hogar”. Formalmente, el documento era inatacable pero tenía el defecto de que su empleador era... Hanna Muck, su compañera de esos días. No había llegado a ser obrera textil, es cierto, pero al menos había devenido “muchacha con cama adentro”.