Reflexiones sobre la poesía de María del Carmen Colombo*
Por Jimena Néspolo**
Se ha dicho que la intensidad es esencial a un poema. Poco o nada se ha comentado, sin embargo, de la furia. De la fuerza reprimida que exhiben las palabras cuando a costa de cercenar y cercenar lo que sobra, lo que adorna, lo que une, amalgama y hace absolutamente cotidiano al lenguaje, el poema se convierte en un trozo de metal brilloso que ostenta filosos laterales y enconadas aristas. Cada silencio entre verso y palabra de Blues del amasijo (1) de María del Carmen Colombo tiene la mortal virtud de recordar cuánto siente el mutilado el miembro ausente. Y es así como esta ausencia se suele manifestar, estos poemas hacen doler, tiritar, y hasta crepitar a sus silencios: “ toda respiración hace un silencio/ fino el hilo del cuerpo/ un pez un pelo/ cuelga sus escamas tu lenguaje /en el anzuelo del aire/ese silencio toda respiración”.
En un tiempo en que la frivolidad ha copado todos los espacios, incluso las irreductibles aguas de la “sagrada” poesía, los versos de Colombo batallan con lo dicho y con lo no, a fin de alzar la singularidad de su voz. Publicados en el 85, pero escritos varios años antes, la economía y el rigor formal en la construcción de versos tales como los de la trilogía “To See” sorprenden hoy y sorprenderán mañana puesto que sin duda pertenecen a esa selecta región de “elegidos” que la continua lectura no logra aprender. Algo de eso ha percibido Alicia Genovese en La doble voz: poetas argentinas contemporáneas (2) que, en rigor, es la primera lectura crítica hecha sobre la obra de Colombo.
Genovese denota en la producción de esta poeta (igual que en la de Irene Gruss, Diana Bellessi, Tamara Kamenszain y Mirta Rosemberg) la existencia de una “segunda voz” que “se hace transparente en el momento en el que enfrenta el obstáculo impuesto por la circulación del discurso masculino, sea como enunciado social o literario”. Dice Genovese: “Leer literatura escrita por mujeres requiere leer una articulación doble, esto implica considerar textos literarios con sus especificidades poéticas y, al mismo tiempo, una producción diferenciada, irradiada por su filiación de género”. Sobre esta petición de principio o acto de fe poco se puede decir que no sea un elogio a su abierta franqueza. Sorprende, sin embargo que la crítica acuda a dos metáforas (una que toma de Nancy Miller y otra de Elaine Showalter) para graficar el concepto de “doble voz” y ratificar así la existencia de un sujeto de enunciación femenino: la primera homologa a la escritora con la araña “que genera el hilo del texto con su cuerpo, es una fuerza viviente, una tejedora que no puede entenderse prescindiendo de su biología”; la segunda marca la escisión entre un “yo domesticado” definido por la cultura masculina, y un “yo salvaje”, desconocido, punteado en la “segunda” voz. Aun contando con todo el beneplácito del lector, cierto es que esta serie aracnológica mujer araña-viuda negra/ animal domesticado-animal salvaje, pareciera atentar contra sus mismas bases: por un lado, porque no puede prescindir de la presencia de lo “masculino”(léase: el Falo, el Poder, la Autoridad) al definir a este sujeto dado en llamar “mujer”; por el otro, porque los condena con previsible irreversibilidad a asumir aquellos rasgos que excluyentemente definirían su existencia.
El problema con este tipo de estudios (Harold Bloom mediante) es que operan concediendo valor estético aun a priori al abordaje mismo del texto, el solo hecho de que el sujeto de enunciación se defina como femenino –lo que popularmente se traduce en mucho rimel y pocas nueces– ya de por sí los salva, los redime por sobre sus minusvalías formales. Es así como hoy padecemos en el mundillo literario a una región de nuevas barbies, con sin par astucia parapetadas bajo el infantilismo y la supuesta “belleza y felicidad” que desde esa óptica incumbiría al universo femenino. Todo lo que no se cuadre en esas coordenadas será tildado de masculino (y Dios nos guarde de semejante agravio).
Si esto es así, la voz de Colombo es definitivamente masculina. Es cierto que la escritura de esta poeta tiene un plus, un exceso que la hace por demás interesante. Pero explicarlo solo por su filiación de género implica condenarlo a unos límites que de por sí no le cuadran. El esfuerzo de apropiación y rearticulación de un espacio literario de interés común, por el cual Colombo disputa nada menos que con Leónidas Lamborghini y Juan Gelman –como bien lo ha notado Genovese--, es solo el punto de partida desde el cual se articula su poética. Leemos en La muda encarnación (3) “un modo de montar/ cuando fundo la palabra/ confundo caballo con/ jinete: una sola cosa”.
Lo conversacional y lo lírico se cruzan en la poesía de María del Carmen Colombo marcando un camino singular por donde transitar y zanjar las distancias. La presencia de vocablos lunfardos como “chamuyo”, “aguantadero”, “gilada”, y la de figuras míticas provenientes de un acervo popular de la más variada índole (desde Marilyn Monroe a Gardel, o la Virgen), tanto en Blues... como en La muda encarnación, son presa de un lirismo que los excede y resignifica hasta el hastío (lirismo que a su vez ya había definido las páginas de La edad necesaria (4), su primera publicación). El contrapunto entre lirismo y la presencia bastarda de las “pálidas rameras” de Blues del amasijo es lo que desacomoda, lo que ofusca e ilumina al poema: “de silenciosa nueva York/ las pálidas rameras se consumen/ (...)/ ¿qué haremos con las sobras de tanta/ hembra mimada/ cuando el amanecer resbale? / un gran pezon?/ algún suspiro?/acaso/ una película?”...
Una fuerza irreductible escande las palabras y los silencios de estos versos. Este “yo poético” que en su “vacar va cavando la tara de su tierra dura”, en La familia china (5), el último libro publicado de Colombo, sufre una transformación primordial. Los silencios se transmutan, ahora, en un lenguaje poético definido como el espacio por excelencia del exilio que tienta a través de la prueba y el error la representación de distintas escenas de familia. A veces con humor, otras con ironía, Colombo logra aludir sin caer en meros panfletismos a la historia político-cultural argentina de las ultimas décadas. No sé de muchos poetas que lo hagan con igual maestría.
Alfonsina (Storni) y Alejandra (Pizarnik) eran en el comienzo..., insinúa Genovese en la genealogía que diseña. Y mientras suenan en sordina los versos que la pitonisa Olga Orozco le dedicara a esta última: “Pero otra vez te digo/ ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto:/ en el fondo de todo hay un jardín”, la escritura de Colombo pareciera recordar que en el fondo, en el fondo de todo jardín está la furia. Esa que nos exilia. Es cierto, la furia es femenina. Pero, ¿quien se atrevería a decir que tiene género?
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En un tiempo en que la frivolidad ha copado todos los espacios, incluso las irreductibles aguas de la “sagrada” poesía, los versos de Colombo batallan con lo dicho y con lo no, a fin de alzar la singularidad de su voz. Publicados en el 85, pero escritos varios años antes, la economía y el rigor formal en la construcción de versos tales como los de la trilogía “To See” sorprenden hoy y sorprenderán mañana puesto que sin duda pertenecen a esa selecta región de “elegidos” que la continua lectura no logra aprender. Algo de eso ha percibido Alicia Genovese en La doble voz: poetas argentinas contemporáneas (2) que, en rigor, es la primera lectura crítica hecha sobre la obra de Colombo.
Genovese denota en la producción de esta poeta (igual que en la de Irene Gruss, Diana Bellessi, Tamara Kamenszain y Mirta Rosemberg) la existencia de una “segunda voz” que “se hace transparente en el momento en el que enfrenta el obstáculo impuesto por la circulación del discurso masculino, sea como enunciado social o literario”. Dice Genovese: “Leer literatura escrita por mujeres requiere leer una articulación doble, esto implica considerar textos literarios con sus especificidades poéticas y, al mismo tiempo, una producción diferenciada, irradiada por su filiación de género”. Sobre esta petición de principio o acto de fe poco se puede decir que no sea un elogio a su abierta franqueza. Sorprende, sin embargo que la crítica acuda a dos metáforas (una que toma de Nancy Miller y otra de Elaine Showalter) para graficar el concepto de “doble voz” y ratificar así la existencia de un sujeto de enunciación femenino: la primera homologa a la escritora con la araña “que genera el hilo del texto con su cuerpo, es una fuerza viviente, una tejedora que no puede entenderse prescindiendo de su biología”; la segunda marca la escisión entre un “yo domesticado” definido por la cultura masculina, y un “yo salvaje”, desconocido, punteado en la “segunda” voz. Aun contando con todo el beneplácito del lector, cierto es que esta serie aracnológica mujer araña-viuda negra/ animal domesticado-animal salvaje, pareciera atentar contra sus mismas bases: por un lado, porque no puede prescindir de la presencia de lo “masculino”(léase: el Falo, el Poder, la Autoridad) al definir a este sujeto dado en llamar “mujer”; por el otro, porque los condena con previsible irreversibilidad a asumir aquellos rasgos que excluyentemente definirían su existencia.
El problema con este tipo de estudios (Harold Bloom mediante) es que operan concediendo valor estético aun a priori al abordaje mismo del texto, el solo hecho de que el sujeto de enunciación se defina como femenino –lo que popularmente se traduce en mucho rimel y pocas nueces– ya de por sí los salva, los redime por sobre sus minusvalías formales. Es así como hoy padecemos en el mundillo literario a una región de nuevas barbies, con sin par astucia parapetadas bajo el infantilismo y la supuesta “belleza y felicidad” que desde esa óptica incumbiría al universo femenino. Todo lo que no se cuadre en esas coordenadas será tildado de masculino (y Dios nos guarde de semejante agravio).
Si esto es así, la voz de Colombo es definitivamente masculina. Es cierto que la escritura de esta poeta tiene un plus, un exceso que la hace por demás interesante. Pero explicarlo solo por su filiación de género implica condenarlo a unos límites que de por sí no le cuadran. El esfuerzo de apropiación y rearticulación de un espacio literario de interés común, por el cual Colombo disputa nada menos que con Leónidas Lamborghini y Juan Gelman –como bien lo ha notado Genovese--, es solo el punto de partida desde el cual se articula su poética. Leemos en La muda encarnación (3) “un modo de montar/ cuando fundo la palabra/ confundo caballo con/ jinete: una sola cosa”.
Lo conversacional y lo lírico se cruzan en la poesía de María del Carmen Colombo marcando un camino singular por donde transitar y zanjar las distancias. La presencia de vocablos lunfardos como “chamuyo”, “aguantadero”, “gilada”, y la de figuras míticas provenientes de un acervo popular de la más variada índole (desde Marilyn Monroe a Gardel, o la Virgen), tanto en Blues... como en La muda encarnación, son presa de un lirismo que los excede y resignifica hasta el hastío (lirismo que a su vez ya había definido las páginas de La edad necesaria (4), su primera publicación). El contrapunto entre lirismo y la presencia bastarda de las “pálidas rameras” de Blues del amasijo es lo que desacomoda, lo que ofusca e ilumina al poema: “de silenciosa nueva York/ las pálidas rameras se consumen/ (...)/ ¿qué haremos con las sobras de tanta/ hembra mimada/ cuando el amanecer resbale? / un gran pezon?/ algún suspiro?/acaso/ una película?”...
Una fuerza irreductible escande las palabras y los silencios de estos versos. Este “yo poético” que en su “vacar va cavando la tara de su tierra dura”, en La familia china (5), el último libro publicado de Colombo, sufre una transformación primordial. Los silencios se transmutan, ahora, en un lenguaje poético definido como el espacio por excelencia del exilio que tienta a través de la prueba y el error la representación de distintas escenas de familia. A veces con humor, otras con ironía, Colombo logra aludir sin caer en meros panfletismos a la historia político-cultural argentina de las ultimas décadas. No sé de muchos poetas que lo hagan con igual maestría.
Alfonsina (Storni) y Alejandra (Pizarnik) eran en el comienzo..., insinúa Genovese en la genealogía que diseña. Y mientras suenan en sordina los versos que la pitonisa Olga Orozco le dedicara a esta última: “Pero otra vez te digo/ ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto:/ en el fondo de todo hay un jardín”, la escritura de Colombo pareciera recordar que en el fondo, en el fondo de todo jardín está la furia. Esa que nos exilia. Es cierto, la furia es femenina. Pero, ¿quien se atrevería a decir que tiene género?
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*Artículo publicado en la Revista Boca de Sapo, Buenos Aires 2001, pp. 40, 41, 42.
**Jimena Néspolo (Buenos Aires, 1973). Es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Entre los años 1999 y 2001 dirigió la revista de literatura y artes gráficas Boca de Sapo. Publicó dos libros de poesía, incertezas (Simurg, Buenos Aires, 1999) y Papeles cautivos (Simurg, Buenos Aires, 2002). Ha colaborado, también, con artículos de crítica literaria en diversos medios periodísticos y revistas especializadas. En el año 2002 su ensayo Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di Benedetto (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004) recibió el Segundo Premio del Fondo Nacional de las Artes.
(1) Colombo, María del Carmen, Blues del amasijo y otros poemas, Alicia Gallegos Editora, Buenos Aires, 1998, 3era. Edición.
(2) Genovese, Alicia, La doble voz: poetas argentinas contemporáneas, Biblos, Buenos Aires, 1998.
(3) Colombo, María del Carmen, La muda encarnación, Último Reino, Buenos Aires, 1993.
(4) María del Carmen, La edad necesaria, Ed. Sur, Buenos Aires, 1979.
(5) Colombo, María del Carmen, La familia china, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1999.
(5) Colombo, María del Carmen, La familia china, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1999.
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