viernes, octubre 12, 2007

Lucio V. Mansilla: "Horror al vacío"*

Al señor doctor don José Miguel Olmedo

Me imagino que a la mayor parte de ustedes les pasa lo que a mí, que prefieren las grandes ciudades a las pequeñas, y que no gustan de las ficciones. Pero como yo soy el que habla, no ustedes, es a mí, no a ustedes, a quien le corresponde decir el "porqué". Empezaré por el principio.
Me gustan más las grandes ciudades que las pequeñas, porque en estas últimas está uno menos solo que en las otras, y porque en las grandes ciudades hay menos calumnia que en las pequeñas. ¡Vaya una paradoja! es posible que ya esté pensando el lector: ¡Vaya una de las muchas de Lucio Mansilla! Y, ¿cómo puede ser que donde hay más gente esté uno menos acompañado y que haya al mismo tiempo menos calumnia? Es muy sencillo: en la aldea todo el mundo lo conoce a uno; no hay cómo sustraerse a la curiosidad del vecino; toda cuestión personal o de barrio, se vuelve cuestión social, hasta cuando se trata de si la señora del juez de Paz se viste o no con más o menos elegancia y chic que la señora del Intendente municipal.
Un escritor inglés dice que en las pequeñas ciudades, donde durante largos años las mismas familias habitan las mismas casas, la maledicencia procede por genealogía, y que las faltas de cada generación se cuentan en línea ascendente. Agrega que en una de esas pequeñas ciudades, él supo, a los pocos días de haber llegado, el origen de la fortuna de todo el mundo, y que si hubiera creído en todo cuanto sobre el particular le referían, habría llegado a la conclusión de que nadie poseía legítimamente lo que tenía. Otro escritor, norteamericano, cuenta en un libro muy mal escrito, pero bien documentado por la observación, que en los Estados Unidos las disidencias políticas tienen generalmente su origen en las discordancias de las familias de los hombres que se disputan la supremacía en los pequeños centros de población.
De modo que, a más de la posibilidad de aislarse que uno tiene en esos grandes centros, que llamaremos populosos desiertos , las grandes ciudades tienen otra inmensa ventaja. A ver si estamos de acuerdo. En ellas podemos olvidar a la gente que aborrecemos, porque es fácil evitarla. La gente que aborrecemos, he dicho, y aquí a alguno se le ocurrirá, que yo estoy repleto de odios. Siento, pues, la invencible necesidad de declarar en alto que, efectivamente, aborrezco cordialmente a los tontos y a los indiscretos.
Por la filosofía, o por la moral, como ustedes quieran, que de este comienzo se desprende, París, París de Francia, como suelen decir algunos para que no quepa duda, es para mí la ciudad ideal. Así es que cuando alguien me dice que no le gusta París, yo me digo interiormente: "será porque no te alcanza tu renta para vivir allí". París es realmente la ciudad donde vive mayor número de solitarios, y donde, en medio de aquel estrépito incesante, se comprende que es más fácil renunciar al mundo que al amor. Bueno, pues, vamos adelante y ya explicaré lo que parece que se me queda en el tintero, no se me queda nada, lo de las ficciones -que empecé por admitir, que es cosa que ustedes detestan, tanto como yo, es decir, que son un recurso que no admito sino en casos en extremo apurados; por ejemplo, cuando necesito optar entre hacer acto de cinismo, o disimular.
Caminaba yo pensativo por el boulevard de la Magdalena, cuando un caballero, por su aspecto, que debió cruzar la calle para venir hacia mí, me detuvo, diciéndome con una cara amenísima y estirándome la mano: "¿Cómo está usted, general?". Yo, sin responder al ademán de déme usted esos cinco , lo miré con fingida extrañeza y poniendo un gesto de los más raros, y tratando de identificarme con el franchute más incapaz de transformación, le contesté, siguiendo imperturbablemente mi camino: "Monsieur, je n'ai pas l'honneur de vous connaître". Ficción... lo conocía perfectamente: era un prójimo de acá de Buenos Aires, que Dios sabe qué viento lo había llevado al otro hemisferio, que yo conocía desde que él comenzó a decir ajó; que en su vida me había saludado; que jamás había tenido conmigo la más mínima cortesía, y que nada más que porque estábamos en el extranjero, ya se imaginaba que debíamos de tratarnos de tú y vos. Ustedes ven la escena; mi hombre debió quedarse diciendo: "¡pero qué francés tan parecido al general Mansilla!". Y sin duda, que en el hotel donde vivía o en el café que frecuentaba, les contó a sus conocidos la aventura, que, por otra parte, nada tenía de particular. En Italia, en Roma, no una vez, sino varias, yendo en carruaje descubierto, me hicieron ovaciones, confundiéndome con el general Cialdini . En cuanto a mí, tuve que hacer un esfuerzo para no reírme, y no tardé en encontrarme con persona de mi intimidad a quien le dijera: "me acabo de topar con uno de Buenos Aires, que allí ni me miraba, que ha pretendido presentarse por sí mismo, y lo he mistificado, haciéndole creer que yo no soy yo, sino un francés".
Había olvidado completamente mi encuentro con el susodicho habitante de Buenos Aires, cuando hete aquí que otro día me vuelve a detener en el boulevard de Montmartre poniendo una cara que, a todas luces, decía: "lo que es esta vez, éste no me dirá que no es el general Mansilla". Pero, ¿cuál no sería su sorpresa cuando yo, sin responder a sus insinuaciones, gesticuladas y habladas, le dije, en francés, siguiendo mi camino sin detenerme: "Señor, es la segunda vez que usted me cierra el paso, y me confunde con otro, ¿se burla usted acaso de mí?". Yo no vi la cara que él puso; pero la que había puesto al saludarme era de tan profunda convicción de que yo era yo, que cuando lo dejé atrás, pensé: "éste va a referir, y esta vez lo hará con perjuicio mío, lo sucedido, porque, esta vez, no habrá nadie que le quite de la cabeza que la persona que él ha detenido en el boulevard Montmartre no es el general Mansilla". Así sucedió en efecto; pues no tardaron en llegar a mis oídos comentarios en esta forma: que yo era muy orgulloso y que negaba el saludo a mis paisanos. Me justifiqué de la imputación de orgullo, que reservo para otros casos, diciendo: pero hombre, yo comprendo que un hombre que no me conoce sino de vista, que no me ha sido nunca presentado, que no me ha tratado, me detenga en Buenos Aires, en París, en Londres o en San Petersburgo, pero sin apartarse de las reglas de la cultura; reglas que, aun admitiendo que no haya diferencias de posición, de jerarquía, de reputación, exigen que el que no es conocido, no se dé los aires de tal, sino que empiece por decir: "¿Me permite usted?". Pero esos modos estirando la mano -¿cómo está usted?-, que implican "nosotros nos conocemos", ni son verdad, ni son corteses, ¿qué digo?, en ciertos casos, pueden ser una impertinencia, un compromiso y hasta una explotación. ¡Cuántas veces no lo juzgan a uno por aquel con quien lo ven conversando, siquiera sea de paso! Ustedes me dirán que ésa es mucha susceptibilidad, que debemos ser indulgentes, que no hay que confundir un movimiento espontáneo, natural, inocente, con actos deliberados que son como una especie de globo de exploración, o de sonda, respecto de ciertas entidades. Contesto: en tesis general, sí. Mas en el caso presente, es necesario que ustedes se expliquen el fenómeno. Ese hombre, que me ha detenido dos veces, en París, habiéndome visto antes millares de veces en mi tierra, yo lo conozco de vista, nada más, no sé si es hijo del país o no -esto poco importa-; ese hombre no se decide a hablarme por un impulso de simpatía; y aquí estriba precisamente el quid de la dificultad, mejor dicho, y aquí voy a explicar cómo es que, si debemos ser deferentes con el que no nos conoce, o sea, con el que no conocemos, no debemos serlo con el que se encuentra en opuesta situación. A ver, lector -¿lector qué? amable, carísimo, inteligente, amigo-, Beaurmarchais, en su Lettre modérée sur la chute et critique du Barbier de Séville , se encontró en el mismo embarazo mío, y se escapó por la tangente, diciendo a secas: "A ver... Ustedes saben, y cómo no han de saber, lo que es la teoría de las formas sustanciales o accidentales".
Por si alguno no lo sabe, diré que de esa teoría se ha burlado Molière, y con razón, porque ella inducía a errores que alejaban el espíritu humano de la investigación ilustrada, de las verdaderas causas. Por ejemplo, esa teoría decía más o menos: como entre los cuerpos, los unos caen hacia la Tierra y los otros se elevan en el aire, la forma sustancial de los unos es la gravedad, y la forma sustancial de los otros es la ligereza. Por consiguiente, distinguía los cuerpos en graves y en ligeros, o sea en dos clases de cuerpos, cada uno de ellos con propiedades esencialmente diferentes. ¿Qué resultaba de ahí? Que no se trataba de investigar si esos fenómenos, diversos en apariencia, no provenían de la misma causa, y no obedecían a la misma ley. De modo que viendo el agua subir en un tubo vacío, en lugar de averiguar a qué hecho más general podía referirse el fenómeno, se imaginaba una virtud , una cualidad oculta , el horror al vacío , todo lo cual no sólo ocultaba la ignorancia mediante una palabra, vacía a su vez de sentido, sino que hacía a la ciencia imposible; porque, como dice el moderno filósofo, tomaba una metáfora por una explicación. Bien, está ya probado y demostrado que los cuerpos puramente físicos no tienen tal horror al vacío, y yo afirmo, en virtud de mi experiencia personal, que no es la de Matusalén, pero que es la de un hombre que sabe, porque ha visto mucho, que hay más cosas en el cielo y en la Tierra que las que se han imaginado ciertos filósofos; yo afirmo, repito, que los que tienen horror al vacío, a la soledad, al aislamiento, son los hombres. Así es que, cuando reflexiono sobre la eficacia de la pena de muerte, me afirmo en pensar que la prisión celular es más horrible, siempre que sea completa. La muerte es una solución. La prisión celular, no: no suprime la vida, engendra la desesperación o la demencia. Ahora, y para concluir, porque es necesario que toda conversación tenga un fin, si no yo estaría hablando hasta la consumación de los siglos (no es labia lo que me falta), supongo que ya habrán ustedes caído en cuenta del por qué el caballero ése que me detuvo dos veces en los boulevares de París, no procedió allí como lo habría hecho aquí si me hubiera encontrado en la calle de la Florida. ¡Clarito! Andaba en París como bola sin manija, se encontraba solo, tenía horror al vacío, me vio a mí, quiso apechugarme, le salió el tiro por la culata. Pues no faltaba más sino que todavía en otro mundo, en el viejo, yo había de tener que ser refugium peccatorum de gente que, como dicen aquí, en las provincias, no me cae en cuenta. ¡Ah!, señores, convénzanse ustedes de que Dios castiga sin palo ni piedra. Y si no me he explicado bien, si no he sido claro, me explicaré todavía para concluir, y no para agravar las cosas, sino al contrario. ¿Han visto ustedes, y cómo no han de haber visto, que un señor muy respetable no los saluda? Pues bien, dentro de treinta años, si ese señor vive, ya los saludará; porque a medida que se vaya sintiendo aislado, su horror al vacío aumentará, y entonces tendrá muchísimo gusto en sonreírse con ustedes, siendo las únicas caras conocidas que encuentra en su camino... que le vayan quedando. Por manera que yo daría este consejo: ¿Quieren ustedes tener muchas simpatías? Artículo primero: Asistan ustedes a todos los entierros. Artículo segundo: No falten ustedes a ningún funeral. Artículo tercero: Saluden ustedes a todo el mundo. Artículo adicional: No hay que apurarse en llegar a los entierros funerales; basta estar a tiempo, para ser visto por la concurrencia a salir. Con esto y una gran dosis de egoísmo, que consistirá en no sacar nunca jamás a un burro de un pantano, ustedes pasarán por personas muy estimables en la sociedad. Yo, en cuanto a mí me interese, prefiero, sin embargo, no tener el gusto de conocerlos a ustedes, contentándome con que asistan a mi entierro o a mis funerales...

*Entre-nos, 1889, Causeries del jueves. Libro III (1831-1913). Primera edición. Casa editora de Juan A Alsina, 1889.