miércoles, junio 30, 2010

Clarice Lispector: El viacrucis del cuerpo


Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposa.
Esa señora tenía el deseo irreprimible de vivir. El deseo se sustentaba cuando iba a pasar los días a una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Lisz se estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
Pues ocurrió con doña Cándida Raposa que el deseo de placer no había pasado.
Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó, avergonzada, con la cabeza baja:
-¿Cuándo se pasa esto?
-¿Pasa qué, señora?
-Esta cosa.
-¿Qué cosa?
-La cosa, repitió. El deseo de placer –dijo finalmente.
-Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
Lo miró sorprendida.
-¡Pero ya tengo ochenta y un años de edad!
-No importa, señora. Eso es hasta morir.
-Pero ¡esto es el infierno!
-Es la vida, señora Raposo.
Entonces, ¿la vida era eso? ¿Esa falta de vergüenza?
-¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere…
El médico la miró con piedad.
-No hay remedio, señora.
-¿Y si yo pagara?
-No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad?
-¿Y… si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
-Sí –dijo el médico-. Puede ser el remedio.
Salió del consultorio. La hija le esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
La muerte.
Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.

*Del volumen El viacrucis del cuerpo. Cuentos reunidos. Ed. Siruela, 2008. Traduc. Mario Morales.

martes, junio 29, 2010

Clarice Lispector: Es allí adonde voy

Más alla de la oreja existe un sonido, la extremidad de la mirada un aspecto, las puntas de los dedos un objeto: es allí a donde voy. La punta del lápiz el trazo. Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último suspiro de alegría otra alegría, en la punta de la espada la magia: es allí a donde voy. En la punta del pie el salto. Parece la historia de alguien que fue y no volvió: es allí a donde voy. ¿O no voy? Voy, sí. Y vuelvo para ver cómo están las cosas. Si continúan mágicas. ¿Realidad? Te espero. Es allí a donde voy. En la punta de la palabra está la palabra. Quiero usar la palabra "tertulia", y no sé dónde ni cuándo. Al lado de la tertulia está la familia. Al lado de la familia estoy yo. Al lado de mí estoy yo. Es hacia mí adonde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Dsepués de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con amor mi nombre. Es hacia mi pobre nombre adonde voy. Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor. El amor es rojo. Los celos son verdes. Mis ojos son verdes. Pero son verdes tan oscuros que en las fotografías salen negros. Mi secreto es tener ojos verdes y que nadie lo sepa. En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo. Yo, al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto. Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente. ¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.
*Clarice Lispector (del libro Silencio, Ed. Grijalbo Mondadori, 1988. Traduc. Cristina Peri Rossi).

lunes, junio 28, 2010

Juan Rulfo: Macario



Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...
*Narrador mexicano.

Poeta patagónica en Barcelona

El próximo día miércoles 7 de julio a las 20.30, la poeta y escritora de la Patagonia argentina, Liliana Campazzo, dará un recital poético en el Laboratorio de Escritura (c/Escorial 11). La presentación estará a cargo de la poeta española Concha García. La actividad es gratuita y es necesario confirmar la asistencia al teléfono 93-213-94-89 o al email info[arroba]laboratoriodeescritura.com. Aforo limitado.

sábado, junio 26, 2010

Los sueños del agua en ADNCultura


Leemos, en la página 17 --sección Microcríticas, del suplemento ADNCultura, diario La Nación-- el siguiente fragmento de la reseña del libro Los sueños del agua (poemas para chicos de María del Carmen Colombo con ilustraciones de Cristian Turdera), nota que firma Graciela Melgarejo:

"Esta reciente entrega de la colección Incluso los Grandes de Pequeño Editor logra un exquisito milagro editorial: que las palabras de Colombo y las delicadísimas ilustraciones en tonos pastel de Turdera se combinen para reproducir el ciclo del agua como pocas veces se lo ha visto, desde la mirada de los chicos y con el acompañamiento de toda la naturaleza. Con poesía y misterio."

viernes, junio 25, 2010

El miedo, una huida ante la huida

Gracias a la escritora Ana Arzoumanian podemos compartir con ustedes este fragmento de Mil mesetas, de Gilles Deleuze y Félix Guatarri:

"Constantemente tememos perder. La seguridad, la gran organización molar que nos sostiene, las arborescencias a las que nos aferramos, las máquinas binarias que nos proporcionan un estatuto bien definido, las resonancias en las que entramos, el sistema de sobrecodificación que nos domina, todo eso deseamos: "los valores, las morales, las patrias, las relgiones, las convicciones íntimas que nuestra propia vanidad y nuestra propia complacencia nos conceden generosamente, son otras tantas moradas que el mundo prepara para los que así piensan mantenerse, de pie y en reposo, entre las cosas estables, no pueden imaginar hacia qué terrible fracaso se encaminan... huida ante la huida."

Dos eventos imperdibles

Sábado, 26 de junio de 2010, a las 20, en Extensión Universitaria, Pescadores 280, Villa Mercedes, prov. de San Luis
Ciclo de lecturas organizado por el Taller Literario de la FICES. Leen en esta ocasión Juan Luna y Miguel Becerra (Taller Literario); Natalia González (Villa Mercedes) y de Paraná los poetas Andrea González y Rudy Astudilla. El Ciclo no es otra cosa que un PRETEXTO para compartir distintas experiencias creativas en torno a la escritura.

Martes 29 de junio, a las 19.30, en Casa de la Lectura, Lavalleja 924 –Villa Crespo.
Se presentará el libro Eva Perón, de la poeta y narradora Libertad Demitrópulos (Ediciones del Dock). Sobre la autora hablará su hija, Moira Giannuzzi. Lucía Adúriz leerá fragmentos del libro. Además: Cristina Banegas interpretará Eva Perón en la hoguera, de L. Lamborghini y María Inés Aldaburu leerá poemas sobre Evita de Néstor Perlongher, María Elena Walsh y un fragmento narrativo de "Esa mujer", de Rodolfo Walsh. Se proyectarán videos.






Felisberto Hernández*: Mur**


Hace muchos años, al principio de un verano, yo fui a una pequeña ciudad para dar una conferencia. Como la llevaba escrita y no tenía preocupaciones, me propuse ser feliz. Allí había una feria ganadera y los hoteles estaban llenos; me tocó dormir con paisanos que conversaban a oscuras. Hablaban de los campos que convenían a sus animales, y me dormí cansado de imaginar vacas pastando en lugares distintos. Al otro día, después de la conferencia, un amigo me dijo:
—Mañana me voy para Montevideo, pero ya te conseguí una pieza de hotel donde dormirás con un muchacho que no habla ni de noche ni de día.
Y señalando a un joven que fumaba frente a un vidrio biselado —sólo al otro día me di cuenta de que él echaba el humo sobre el vidrio— mi amigo le gritó:
—Che, Mur...
Mientras el joven venía hacia nosotros, yo dije:
—¡Qué nombre!... ¡Mur!
—No se llama Mur. Primero le decíamos “Murciélago”, y después, Mur.
No tuve tiempo de preguntarle por qué le llamaban así. Mur venía trayendo la cabeza levantada y una gran nariz violácea que parecía decir: “¿Y?”
Después de las primeras palabras mi amigo tomó por una punta la pequeña moña de la corbata de Mur y con un suave tirón se la deshizo. El otro soportó la broma con una sonrisa simpática y se fue hasta un espejo para hacerse la moña. No recuerdo si en esa ocasión echó el humo del cigarrillo contra el espejo. Al poco rato mi amigo se fue para su casa y Mur y yo empezamos a caminar —más bien lentamente— hacia el hotel. Después de haber andado algunas cuadras, él me dijo:
—Usted no tiene que acomodar sus pasos al compás de los míos, soy yo quien debe seguir el ritmo de los suyos.
—Esta es mi manera de caminar —le contesté.
Pero él hizo una sonrisa y nada más. Yo sentí necesidad de complacerlo y empecé a dar pasos largos y a balancearme hacia los costados. Al llegar al hotel tenía un poco de malestar en los riñones. El cuarto de él era grande y ya nos esperaban dos camitas vestidas de celeste. En un gran lavatorio antiguo de madera negra, había una palangana de porcelana blanca. Veía salir el agua del labio grueso de la parra y el asa fresca me llenaba toda la mano. Después de lavarme vi a Mur sentado a una gran mesa redonda y fumando con los ojos bajos. Primero yo sentí necesidad de romper el silencio con alguna palabra; pero después pensé en esa costumbre mía como en una debilidad y decidí callarme la boca. De pronto Mur miró hacia un lado de la mesa y echó humo al pie de un retrato; en él había una mujer que miraba el cielo; y cuando el humo subía, los ojos de ella parecían ventanas de una casa en un principio de incendio. Entonces Mur me dijo:
—Le presento a mi novia.
Yo hice una cortesía un poco en broma y al levantar la cabeza vi, colgando en la pared, un fuelle; estuve luchando con la curiosidad de preguntarle para qué lo utilizaba; pero en un momento Mur arrastró la silla con violencia y empezó a decir:
—Nos van a dejar sin cena...
Y los dos salimos de la habitación casi atropellándonos.
Esa noche en la mesa él no pidió vino. Comía silenciosamente y de pronto me dijo:
—Estuvo bien su conferencia...
—¡Ah! Me alegro...
—Espéreme un momento; no he terminado de hablar. Usted dijo una cosa que no es de mi gusto.
—¿Cuál?
—Lo de un poeta que citó.
—“¿Es más interesante el más miserable de los hombres que el más maravilloso de los árboles?”
—Eso mismo, a mí me gusta mucho más una plantita que muchos hombres.
—Está bien.
Y al rato me preguntó:
—¿Usted sabe quién soy?
Puse cara de no saber.
—El portero del banco —me dijo—. Yo antes era auxiliar; pero un día les pedí el puesto de portero. Entonces me dijeron que eso era un mal ejemplo; y después me mandaron a campaña, donde nadie sabe que fui auxiliar. Le estoy dando los datos porque si usted escribe ese cuento sobre mí...
Yo lo miré estupefacto.
—Cómo, ¿usted no le dijo a Rafael que iba a escribir...?
Empecé a negar con la cabeza.
—¡Pero! —dijo él, riéndose—. ¡Este Rafael!
Y al rato insistió:
—Mire, yo sé por qué se lo digo; usted podría hacer un cuento conmigo.
Yo no sabía como esquivarlo.
—No sé si realmente podría escribirlo. Además usted tiene novia; y generalmente a ellas nos les gusta todo lo que se dice de su enamorado.
Por esa noche no insistió. Yo me fui a leer a la cama. Él se sentó en la mesa redonda y empezó a escribir y a echar humo sobre el papel. Antes de dormirme pensé en el apodo de Murciélago. Me despertó, al rato, el ruido del fuelle. Mur había abierto apenas la ventana y con el fuelle corría el humo hacia la rendija. Entonces me vino a la memoria algo que decía mi abuela: “Fumaba como un murciélago” y creí comprender el sobrenombre de Mur. Pero pronto hice otras conjeturas. Vi en los hombros desnudos de él dos mechones de vello tan abultados que parecían charreteras, la parte de la espalda que dejaba ver la camisilla de verano la tenía cubierta por una capa de pelo bastante espesa. Y yo pensé: “Los murciélagos tienen todo el cuerpo lleno de pelo”. Esto ocurría un viernes de noche. Al otro día se levantó temprano para ir al banco y al acercarse al espejo para arreglarse la corbata echó el humo en el vidrio y recién entonces comprendí que el día anterior había echado humo en la puerta de cristales biselados. Esa mañana, por decirle algo, le pregunté:
—¿Así que usted prefirió ser portero?
—¡Ah! —dijo él—. Si se decide a escribir el cuento, ya sabrá por qué.
Después que se fue pensé en el gran deseo de Mur; pero todavía yo no estaba decidido. Él llegó a la una, del banco, y al sentarse en la mesa pidió una botella de vino. Yo pedí otra, pero no la tomé toda. Él sí. Y mientras tanto yo pensaba: “A los murciélagos les gusta chupar la sangre”. Cuando fuimos a la habitación, él encontró sobre su cama un ramo de flores y una cartita. Tomó el ramo, le echó una bocanada de humo y después hundió aquella enorme nariz violácea entre las flores y el humo. Cuando estaba leyendo la cartita vino una criada y le dijo:
—Hoy puede ir a la pieza 8.
Entonces yo me comedí:
—Si quiere utilizar esta pieza, yo...
—No, me interrumpió él, no tiene nada que ver.
Había arrugado las cejas; no sé si por mi pregunta o por lo que diría la cartita. En el momento en que yo salía me volvió a repetir que él no necesitaba pieza. Yo salí para arreglar otra conferencia en otro club. A la hora de cenar no lo vi; después fui al cine y cuando volví era más de media noche y él estaba dormido. A las dos de la madrugada me desperté por el ruido de una corneta de carnaval. Era él, había encendido la luz, se sonaba las narices con fuerza y me miraba por entre las ondas del pañuelo. Después empezó a leer, a fumar, y yo me di vuelta para el otro lado. Al rato me volvió a despertar el ruido del fuelle. Al otro día él fue a un paseo campestre desde temprano. En la tarde yo recorrí los suburbios de la ciudad y fui a tomar vino a una taberna que quedaba cerca del cementerio. Salí de noche. Me sorprendió un auto que cruzó la vereda, de tierra, y entró en un terreno lleno de arbustos que había al lado del cementerio. Yo me quedé parado porque había oído gritar: “¡Mur!” El auto se detuvo a poca distancia, pero sólo bajó una mujer gorda y un hombre que no era Mur. Esa noche él no vino a cenar. Llegó tarde y yo le dije:
—Hoy creí haber oído su nombre dentro de un auto que pasó al lado del cementerio.
—No oyó mal —dijo él—, riéndose.
— Pero sólo bajó...
Él me interrumpió:
—Yo me quedé en el auto con mi muchacha; pero el otro domingo nosotros bajaremos a conversar entre los yuyos y la otra pareja quedará en el auto.
—¿Y a las muchachas no les hace mala impresión ese lugar?
—No; lo malo de la muerte no alcanza a llegar hasta el cementerio.
Entonces yo me dije definitivamente: “Ya sé por qué le dicen Murciélago”.
El lunes se reunió la comisión del club que decidiría mi conferencia; yo estaba nervioso y no me fijé en Mur. El martes él no vino a cenar; después lo encontré en la calle:
—Vamos a un café; tengo que hablarle.
Pidió una bebida cara. Yo pensé que tendría algo más que el sueldo de portero. Y de pronto me dijo:
—Se ha sabido lo del cementerio y acabo de pelearme con mi novia. ¿Sabe lo qué significa eso?
—Caramba, comprendo. Pero todo pasará...
—No, no, no, eso significa que usted puede escribir el cuento; ahora, a ella, no se le importará nada.
Yo me reí, le miré la cara y se me desvaneció todo el sentido tenebroso que me sugería su apodo. Entonces le dije:
—Me alegro de que usted sea una persona tan clara.
—No sé lo que quiere decir —me contestó—, pero si deseo que escriba algo sobre mi vida es porque a mí me gusta ver las cosas turbias. ¿Usted tiene tiempo, ahora?
—Sí.
Y me acomodé recostándome en la pared y disimulando un suspiro. Él se detuvo antes de empezar; se preparó como para un hecho histórico y se emocionó. Yo también me conmoví inesperadamente y me dispuse a recibir su confesión. Viendo que transcurría demasiado tiempo traté de ayudarlo.
—¿En qué sentido le gustan las cosas turbias?
—Yo le dije ver las cosas turbias; es en el sentido de la vista. A veces pienso que me correspondería mejor un pintor.
—No crea —le dije para animarlo—, a todos los artistas nos gustan las cosas turbias.
—Escuche —dijo él sin haberme oído—, si yo miro esta botella de cerca con la luz del día y los ojos bien abiertos, la botella se vuelve demasiado material y pensaría en cómo la fabricaron y cómo es su contenido de una manera indiferente y hasta desagradable. Pero si la botella está en la mesa redonda de mi cuarto y yo la miro con luz escasa y un poco antes de dormirme, usted comprenderá que se trata de una botella muy distinta.
En ese instante me pareció que yo había recibido un mensaje inesperado y me empecé a preparar para hablar; pero él no me dejó y siguió diciendo:
—Bueno, una noche yo estaba muy aburrido y después de haber tomado una botella de vino vi la vida con luz difusa y desde la otra distancia; entonces sentí ternura por las casas, las mesas, los árboles y muchas otras cosas.
—¿Por personas también? —le interrumpí yo.
—De ninguna manera; esa noche yo separé para siempre las personas de las cosas.
—¿Y los animales?
—Mejor que las personas, pero ellos son cosas que se mueven, una casa y un árbol se quedan en el lugar donde uno los deja y sus sorpresas son más suaves. El otro día descubrí que siempre había mirado las calles de cerca y a medida que necesitaba pasar por ellas; pero nunca había visto el fondo de las calles; ni los pisos intermedios de las casas altas; entonces me encontré con una ciudad nueva y con ventanas que nadie había mirado. Al principio tropecé muchas veces con la gente y estuvieron a punto de pisarme muchos autos; pero después me acostumbré a agarrarme de un árbol para ver las calles y a detenerme largo rato antes de bajar una vereda y esperar que yo pudiera poner atención en los vehículos. El primer día llegué tarde al banco y creyeron que yo estaba enfermo. Y ya esa misma noche comprendí que el banco me comía la cabeza, que yo me obstinaba en meterme números en ella, como si se llenara de seres que debía hacer mover y proliferarse.
Después de un intervalo bajó los ojos como si estuviera avergonzado y agregó:
—Por eso quise ser portero.
Esperé un rato y entonces le dije:
—Yo no creo que usted se haya separado tanto de las personas; ya ve, está hablando conmigo...
—¡Ah! —me dijo él—, cuando usted daba la conferencia parecía una higuera que se arrancara, ella misma, los higos. Y además, usted siempre se queda en el mismo lugar.
Después se distrajo, echó una bocanada contra la botella y el humo también me envolvió a mí.
—Dígame, ¿por qué echa el humo sobre las cosas? ¿será para verlas turbias?
—No; es costumbre...
Al poco rato fuimos a la pieza. Allí seguimos charlando y fumando hasta que llenamos la habitación de humo. Mur se arriesgó a abrir un poco más la ventana; pero cuando se dirigía hacia la pared donde estaba colgado el fuelle, entró por la ventana un poco de viento y empezó a llevarse el humo, como si un fantasma lo manoteara.
En todas las otras noches él me siguió contando su vida y yo me propuse escribirla. Me quedé en aquella ciudad hasta el domingo. Pero el sábado a medio día entró en la pieza la criada y le dijo a Mur:
—Hoy puede ir a la pieza 14.
Yo volví al hotel al oscurecer; la dueña estaba hablando con unos recién llegados y me dijo:
—¿Quiere decirle a su compañero que me deje libre la pieza 14?
—¿Cómo no? Y él, ¿dónde está?
—¡Pero muchacho! ¡En la pieza 14!
Estaba cerrada y a oscuras. Apenas abrí la puerta se me vino encima una espesa nube de humo. Primero vi las colchas blancas, y después a Mur; estaba sentado a una mesa frente a dos botellas vacías. Lo llevé a su cama con dificultad. Él se reía tapándose los ojos y yo le decía:
—¡El vino es un elemento, para ver turbio, de primer orden!
Al otro día nos despedimos como grandes amigos. Yo vine a Montevideo, busqué a Rafael y le pregunté por qué le decían “murciélago” a mi compañero de pieza.
—¡Ah! ¿no sabés? Les tiene terror a los murciélagos y cree que entrarán por la ventana.

*Narrador uruguayo (1902-1964).
**Cuento originalmente publicado en la revista Escritura, 1948.

jueves, junio 24, 2010

Felisberto Hernández: El cocodrilo


En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios. Desde hacia algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacia el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más animo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.

miércoles, junio 23, 2010

Ediciones Último Reino

Ediciones Último Reino inaugura su sitio en la red:
Como será un sitio en permanente construcción, Víctor Redondo, director editorial, solicita a los autores hagan llegar a ultimoreino@pobox.com la actualización de su currículum, fotos y todo dato que consideren de interés.

Poesía en Junio


Miércoles 23 de junio a las 20: Miércoles para Mangieri. En La libre.Bolívar 646, San Telmo, Buenos Aires (011) 4343-5328. lalibrearteylibros@gmail.com
Lunes 28 de junio, a las 20: Poesía en Quilmes: Norma Etcheverry, María Marta Stanganello y Daniel Oronó. Entrada libre y gratuita. Organizan: Araca la poesía y El ojo de la ballena. Casa de la Cultura, Rivadavia y Sarmiento.
Lunes, 28 de junio, Combo poético en la ciudad. A las 19, en el Centro Cultural Ross (Córdoba 1347) se presentará el libro "Las linternas Flotantes" de Mercedes Roffé, acompaña el escritor y periodista Osvaldo Aguirre. A las 21. 30, en Tercer Mundo (Rioja 1089): lecturas del ciclo "Poetas del tercer mundo", con: Ivana Simeoni, Manuel Hasan, Francisco Alberto Roldán y Manuela Suarez.

martes, junio 22, 2010

Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, Novena Edición

Nos envía desde Cuba la poeta argentina Basilia Papastamatíu, coordinadora general de este premio, el texto de la convocatoria y las bases del mismo que queremos compartir con todos ustedes:

"El Instituto Cubano del Libro, la Casa de las Américas y la Fundación ALIA convocan a la novena edición del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, creado por la prestigiosa escritora y traductora Ugnè Karvelis, con el objetivo de estimular a los narradores de Iberoamérica. El premio, que tiene una frecuencia anual, fue concebido además como un homenaje al gran escritor argentino, uno de los mayores de nuestra lengua.

Los concursantes deberán regirse por las siguientes BASES:

. Podrán participar todos los autores iberoamericanos. Los interesados deben presentar un cuento inédito, en español, de tema libre, que no esté comprometido con ningún otro concurso ni se encuentre en proceso editorial.

. Los autores enviarán tres copias del cuento, cuya extensión máxima no debe sobrepasar las 20 cuartillas mecanografiadas a dos espacios y foliadas.

. Los relatos estarán firmados por sus autores, quienes incluirán sus datos de localización. Es admisible el seudónimo literario, pero en tal caso será indispensable que lo acompañe de su identificación personal.

Las obras deberán ser enviadas, antes del 15 de julio de 2010 a:

Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, Centro Cultural Dulce María Loynaz
19 y E, Vedado, Plaza, Ciudad de La Habana, Cuba.

O a: Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar , Casa de las Américas, 3ra, esquina a G, Vedado, Plaza, Ciudad de La Habana, Cuba.

. El jurado estará integrado por destacados narradores y críticos. Se conocerá su decisión en agosto de 2010.

. Se otorgará un premio único e indivisible que consistirá en: 1.500.00 euros, la publicación del cuento premiado en la revista literaria La Letra del Escriba, tanto en su versión impresa como electrónica, así como su publicación en forma de libro junto con los relatos que obtengan menciones, volumen que se presentará en la Feria Internacional del Libro de La Habana de 2011.

. La premiación se realizará en La Habana el 26 de agosto de 2010, aniversario del natalicio de Julio Cortázar.

. No se devolverán los originales concursantes.

jueves, junio 17, 2010

Marcel Proust: La pálida madrépora*


"Indudablemente, en esos años pasados no sólo era la visión total del grupo la que carecía de perfecta nitidez, como noté yo el día antes, sino el grupo mismo. Entonces esas niñas eran aún muy jovencitas y se hallaban en ese grado elemental de formación en que la personalidad no puso aún a cada rostro su sello. Estaban todas apretadas unas contra otras, como esos organismos primitivos en los que el individuo no existe por sí mismo y está constituido antes por el polípero que por cada uno de los pólipos que entran en su composición. A veces una de las niñas empujaba a la que tenía al lado y la hacía caerse al suelo, y entonces una risa alocada, que parecía la sola manifestación de su vida personal, las agitaba a todas simultáneamente, borrando y confundiendo aquellos rostros indecisos y parleros en la masa de un racimo único, tembloroso y chispeante. En un retrato viejo que luego, andando el tiempo, me dieron ellas, y que he conservado, su tropa infantil constaba ya del mismo número de figurantas que la .procesión femenina que habían de constituir más adelante; y se da uno cuenta de que ya entonces debían de formar las chiquillas en la playa un manchón particular que atraería la atención; pero, en dicho retrato sólo se las puede distinguir individualmente por medio del razonamiento, dejando campo libre a todas las transformaciones posibles durante la juventud, hasta ese límite en que las formas reconstituidas invaden ya otra personalidad que es menester diferenciar asimismo, personalidad cuyo lindo rostro tiene probabilidades, gracias a la concomitancia de una buena estatura y un pelo rizado, de haber sido antaño esa bolita gesticulante y avellanada que nos presenta el retrato viejo; y como la distancia recorrida en poco tiempo por los caracteres físicos de cada muchacha privaba de un criterio seguro para distinguirlos, y además como ya entonces estaba muy marcado en ellas aquello que de común y colectivo tenían, solía ocurrir a sus mejores amigas que en ese retrato las confundían unas con otras, hasta el punto que para decidir las dudas había que recurrir a un detalle de indumento que según alguna de ellas era exclusivamente suyo. Desde aquel tiempo, tan diferente del día en que me las encontré yo en el paseo, tan diferente, pero no muy distante, acostumbraban entregarse a la risa, como pude ver la anterior mañana; pero esa risa no era ya aquella intermitente y casi espasmódica de la infancia, aquella risa en la que antes se hundían a cada momento sus cabecitas para volver a surgir después, al modo de los bloques de pececillos del Vivonne, que se dispersaban y desaparecían por un instante y se juntaban en seguida; ahora sus fisonomías eran ya dueñas de sí; los ojos se clavaban en el blanco que perseguían, y el día antes fue lo indeciso y tembloroso de mi percepción primera lo que confundió indistintamente –como hacía la hilaridad de antaño y la fotografía descolorida– las esporas, ahora individualizadas y desunidas, de la pálida madrépora. "


*Fragmento extractado de: "A la sombra de las muchachas en flor", En busca del tiempo perdido. Galerna. Traducc.: Pedro Salinas.

miércoles, junio 16, 2010

Anton Chéjov: el proceso y los resultados


"(...) Cualquiera que fuese la cosa que yo deseara en mi infancia, a cualquier juego que me entregara, me importaba más que todo, el resultado, me importaba el fin, me importaba un remate de efecto. Yo lo hacía todo precipitadamente, de prisa, avanzando con emoción hacia el resultado prefijado. Casi no experimentaba placer en el proceso del juego, apresurándome a rematarlo. (…) Ahora, en cambio, al ejecutar algún trabajo, casi siempre llego a un estado de ánimo inverso. Todo mi interés se dirige hacia el proceso del trabajo mismo, mientras que sus resultados constituyen para mí una sorpresa, y yo los dejo existir objetivamente, por así decir, separados de mí, no considerándolos mi propiedad y sin encariñarme con ellos tanto (…). Y gracias a este nuevo modo de tratar los resultados de mi actividad , eché de ver dos nuevos momentos en mi vida. Reparé en que los resultados de los más diversos hechos míos se combinan, diría, automáticamente en un cuadro armónico, en un armónico mosaico, donde cada piedrecita, en consonancia con otras, da una imagen íntegra y razonada de un enorme cuadro. Y reparé también en una cosa más: de la esfera de mi vida desapareció el fastidio abrumador y la vaciedad que me tocaba experimentar antes, en lo instantes en que los resultados estaban alcanzados y yo, que los había anhelado tanto, los recibía en propiedad y no sabía qué hacer con ellos. Me eran innecesarios y me torturaban, devastándome el alma y originando aburrimiento, nostalgia y apatía."

*Dramaturgo y autor de relatos ruso (1860-1904).
**Fragmento extractado de Autobiografía, Ediciones Índice, Buenos Aires, 1959.

martes, junio 15, 2010

Paulina Movsichoff**: Pájaro con el ala quebrada*


Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que esté a mi lado y el remoto me ignoren, me olviden, me posterguen, me desamen. ROSARIO CASTELLANOS


El espejo le devolvió una cara estragada por el insomnio. Los ojos apagados, el cutis sin su habitual lozanía. Algo había dormido, sin embargo. Recordó que, a eso de las cuatro, encendió la lámpara pues quería mirar la hora. Humberto estaba a su lado, envuelto en el sueño como en un cápsula opaca. Permaneció unos segundos escuchando la respiración pausada, aquel mundo quieto y sin embargo tan vivo en su misterio. De pronto se sintió lejana, expulsada definitivamente de esa vida. Seguramente el sueño la ganó después. Ahora estaba cansada, sin fuerzas para empezar el día. A lo mejor un baño, pensó. Súbitamente recordó las camisas de Humberto, las medias de los chicos, las sábanas, las toallas. Se agachó para destapar el canasto. Convenía no dejar nada para un después incierto. La ropa se oreaba mejor al sol de la mañana. Sacó una a una las prendas y fue colocándolas en la sábana, extendida sobre las baldosas. Apartó las de color con el propósito de lavarlas después, a mano. Envolvió todo en la sábana y caminó con el bulto hasta el lavarropa. Contó cuidadosamente las cucharadas de jabón en polvo, no fuera que se le inundara la cocina, como la última vez. Luego de conectar la máquina miró por la ventana. En la calle, los castaños, ya sin hojas, parecían estremecerse al soplo helado del viento. No obstante, la mañana era luminosa. Se acordó su propósito de realizar largas caminatas ese invierno. Pero lo fue postergando, como todo lo que se propusiera últimamente. Allí estaba, inconcluso, el cuento que comenzara semanas atrás. Y el libro sobre la mesa de luz le sacaba la lengua por las noches, cuando se derrumbaba en la cama demasiado agotada para leer aunque fuera una página. Se sorprendió pensando en aquellas mañanas de estudiante, en la biblioteca de la facultad. Las luces de los pupitres sumidas en la penumbra general aumentaban aquella sensación de penetrar en un templo. Siempre que entraba a las bibliotecas sentía eso. Desde niña, cuando se quedaba horas en el escritorio de su padre, mientras sus hermanos jugaban en el patio. Allí había descubierto los libros y con ellos el mundo, la posibilidad de volar a otras épocas, de viajar a todos los países. La literatura se convirtió en su pasión: Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo. Escritora, se decía a sí misma, quiero ser escritora. Pero luego se arrepentía como si cometiese una audacia imperdonable. ¿Quién era ella, cómo se le ocurría ponerse a la par de esos gigantes? Sus amigos se le reirían en la cara si supieran que ése era su mayor anhelo. Tal vez por eso, cuando se recibió, decidió seguir abogacía. Sin embargo, encerrada con los libracos en su habitación, no podía resistir la cercanía de la biblioteca y se sumergía entonces en los cuentos de Horacio Quiroga, en alguna novela de Tolstoi. Ahora esos momentos brillaban en su mente con la diafanidad de una piedra preciosa. Al contrario de lo que sucedía con la mayor parte de sus amistades, el amor ocupaba para ella un lugar secundario. Cuando Humberto le pidió que se casaran aquella tarde en que salían del cine, no quiso negarse a una experiencia que le pareció importante. Además, debía confesarse que se había enamorado. Los chicos llegaron pronto y el título quedó arrumbado en un cajón del escritorio. Cuando crezcan, se consolaba. Los años habían pasado y, con ellos, las ganas. Entró al dormitorio de los varones y abrió la ventana. El aire penetró con una fuerza inusitada y la puerta se cerró de un golpe. Permaneció allí, en el centro del caos, sin saber por dónde empezar. Se agachó para alzar el perrito de peluche y, al enderezarse, el canto de la ventana le golpeó la cabeza. Con el perro sobre la falda se sentó al borde de la silla, masajeándose suavemente y a punto de soltar el llanto. La foto de la mesa de luz la distrajo de su dolor. Javier, el más grande de sus hijos, se la despegó un día del álbum y la puso en el portarretratos. La había tomado Humberto, dos días después de conocerse. El recuerdo de aquel verano la hirió, como un mediodía enceguecedor. Fue una amiga en común quien los puso en contacto. Las palabras habituales, los inevitables gestos de los que acaban de descubrirse y el tiempo parece temblar, en la pureza de su inminencia. Siguió contemplando la foto, absorta en sus pensamientos. En esa época era hermosa. Miró su pelo largo, que el viento desordenaba, la sonrisa apenas esbozada en sus labios entreabiertos. Ahora sus labios estaban pálidos y de ellos no salían canciones. Tampoco poemas: "Fui ladrón de caminos tal vez, no me arrepiento. Un minuto profundo, un magnolia rota por mis diente y la luz de la luna celestina". Está bien, se dijo, basta de chiquilinadas. Así se le iba a pasar la mañana y los chicos llegarían famélicos de la escuela sin que el almuerzo estuviese listo. Mientras sacudía la sábana, las palabras de Neruda seguían dando vueltas en su cabeza: La soledad mantuvo su red entretejida de fríos jazmineros. ¿Eran del mismo poema? “Me gustas”, le susurró Augusto cuando se lo oyó decir. Estaban junto a la pileta, en la quinta de Joaquín. En ese tiempo ella decía versos sin importarle si la escuchaban o no. Era como una forma de tenerse, de saberse. La poesía. Recodarse con nostalgia es como despedirse de nuevo. ¿Quién había dicho eso? Cuántos años, musitó. Augusto. Sus cuerpos entrelazados en el hotel aquella primera vez. Y luego todo lo otro, Las tardes de pasión y bronca, de despedidas y reencuentros. Estás muy divertida, hoy, rió para sí. Caminó hasta el living con el propósito de poner un disco. Dudó entre Soledad Bravo y Nana Mouskouri. Se decidió por Soledad. La voz subió lenta, consoladora. Una especie de convalecencia le cosquilleó en la piel. El sol penetraba a raudales por la ventana y las cosas se volvieron dulces, sin aristas casi. Se arrellanó en el sillón, dispuesta a seguir escuchando. Miró los crisantemos encima de la mesa ratona, las plantas distribuidas en todos los rincones y su muda presencia la reconfortó. Un ruido en la cocina la obligó a levantarse. La manguera había resbalado afuera de la pileta y el agua brotaba ahora despreocupadamente sobre el piso. Contempló es desastre con desaliento. Mientras estrujaba el trapo, descalza sobe el agua, pensó en el sueño de la noche anterior. El tren corría por una llanura y ella iba sentada al lado de un hombre joven, que nunca había visto. Cuando él se inclinó a su oído a decirle algo, ella echó la cabeza hacia atrás y sonrió, al tiempo que contemplaba cómo una bandada de tordos tomaba el impulso para volar. Enseguida el tren había entrado en un largo túnel. Despertó justo en el momento en que él le tomaba la mano. Le hubiera gustado saber qué pasaba luego. A veces le sucedía que los personajes de un sueño la visitaban en otro y la historia continuaba, como una novela por entregas. ¿Continuaría ésta? ¿Adónde iría ese tren? Las once, se asustó. Aún no he acomodado mi pieza. A esta horas él estará… El teléfono interrumpió su divagación.
—¿Cecilia?
La voz de Humberto sonó como siempe, despreocupada y jovial.
—Sí. ¿Cómo estás?
-Enloquecido. Debo almorzar con un cliente que acaba de llegar de Madrid. No me esperen a comer.
—Está bien — dijo Cecilia, tratando de no parecer ansiosa —. Acordate que hace dos días que no ves a los chicos despiertos.
— Bueno. Este fin de semana saldremos todos juntos.
Siempre dice lo mismo, pensó mientras cortaba. Y luego los sábados se va con el pretexto de que tiene que terminar un trabajo y los domingos duerme todo el día. Se lo imaginó hablando, proyectando, abriéndose paso por el mundo, olvidado de su pequeña vida. Siguió pensando en el sueño. ¿Y si lo escribía? Tal vez él era de otra ciudad. De golpe recordó algunas de sus palabras. No podía precisarlas exactamente, pero se referían a un pájaro. Él le dijo eso y ella sacudió la cabeza y se rió. Fue antes de que entraran al túnel. Ahora, mientras regaba las plantas, trataba de recomponer sus facciones: el pelo rubio, sí. Los hombros anchos y macizos. El cuello tal vez un poco grueso. Volvió a pensar en Humberto. Lo vio sentado en un bar, tomando whisky con la otra. Porque existía otra, De eso estaba casi segura. Pero ahora la certeza no la angustiaba tanto como en ocasiones anteriores. Ni siquiera se prometió espiarlo a la salida de la empresa. Cada vez que se lo proponía surgía algún impedimento: el dentista de Miguelito, el traumatólogo de Pablo. Al final llegó a preguntarse si valía la pena. Humberto no quiso nunca que ella trabajara. Al principio, Cecilia lo aceptó. Podría escribir tranquila mientras los chicos estuvieran en la escuela. Sólo que no había contado con aquella soledad, con la falta absoluta de ayuda. Las cosas no iban muy bien últimamente y ella tuvo que despedir a la mucama.
Pensó en trabajar, pero era difícil integrarse a algo después de tanto tiempo. Y luego esa ausencia de estímulos, de aventuras. ¿Qué podía contar? Se encogió de hombros y se fue a extender la ropa. Le dolía la cintura. Tendría que hacerse un chequeo de una buena vez. Parada a un costado de la cama, miaba sin ver las colchas en desorden, la ropa esparcida de cualquier manera. Súbitamente recordó: “Parecés un pájaro con el ala quebrada”. Ésas habían sido exactamente las palabras del desconocido. Caminó hasta la ventana abierta y descubrió a dos palomas, a punto de levantar el vuelo.

*Una mujer silenciosa- Torres Agüero Editor.

**Nació en la prov. de Córdoba, creció en la prov. de San Luis y reside actualmente en Buenos Aires. Profesora de Letras (UBA). Poeta y narradora (cuento, novela y literatura infantil. Publicó, entre otros, los siguientes libros de poesía: Donde habite la luz, Adentro hacia los nombres, Onírisis, Todo aire es danzable. Y las siguientes novelas: Fuegos encontrados (Premio "Juan Rulfo" en México), Las fábulas del viento (Segundo premio municipal de novela), Todas íbamos a ser reinas, La orilla del mundo, Juan Crisóstomo Lafinur. La sensualidad de la filosofía. En cuento: Extraño de ojos grises y Una mujer silenciosa. Preparó además diversas antologías de canciones y juegos tradicionales infantiles, y adaptaciones de cuentos maravillosos argentinos para niños.

lunes, junio 14, 2010

Vincent Van Gogh: La vela Amor

Agradecemos a la poeta María Cristina Carrizo por habernos enviado este texto:

"Etten, 12 de noviembre de 1881

Pero precisamente porque el amor es tan fuerte, nosotros –en cambio– no somos generalmente lo bastante fuertes en nuestra juventud (17, 18, 10 años) como para poder mantener derecho el timón. Y ya ves, las pasiones son las velas del barquichuelo.
Y el que tiene veinte años se abandona completamente a su sentimiento, recibe demasiado viento en las velas y su barco hace agua – y zozobra – a menos que se eleve.
Aquel que, por el contrario, iza en su mástil la vela de la Ambición y navega recto a través de la vida sin accidentes, sin sobresaltos, lo hace hasta que –precisamente– llegan ciertas circunstancias frente a las que él observa: yo no tengo suficiente velamen; y entonces, dice: daría todo lo que tengo por un metro de vela más y no lo tengo. Está desesperado.
Ah! Pero desde entonces cambia de parecer y piensa que puede utilizar otra fuerza; piensa en la vela hasta allí menospreciada que había dejado en la cala desde el principio. Y es esta vela la que lo salva. La vela Amor debe salvarlo, y si no la iza no llegará nunca."

Presentación del libro Tigre


La cita es el martes 15 de junio, a las 19, en el Honorable Concejo Deliberante de Tigre, Paseo Victorica 902, de esa localidad.
Se presentará el libro Tigre, de los poetas Javier Cófreces y Alberto Muñoz, libro declarado de interés cultural.

sábado, junio 12, 2010

Dolores Etchecopar*: El alumno


a pocos pasos del pupitre
mares sin fondo
miradas impías
del desamor
mares sin fondo
antes de empezar puso la Muerte un Alba
puso el Alba un Reino
el alumno se sentaba con los ojos perdidos
en el aula de lejanas tierras
lejanos convictos
tachados del Paraíso
del cuaderno que sube y baja
por el Reino sin consuelo
por el muro del mundo
el alumno escribe hunde un alma
en castellano en ruso
en su lengua atacada
aguardiente avemaría
aliento de corceles desterrados de sí
ovejas-niñas
cuidad! cuidad!
Aquí afuera de Aquí
la tierra perdida

Dolores Etchecopar (Buenos Aires, 1956). Poeta y pintora. Publicó:
Su voz en la mía (1982), La Tañedora (1984), El atavío (1986),
Notas salvajes (1989), Canción del precipicio (1994).
Tiene un libro inédito de próxima aparición.

viernes, junio 11, 2010

Noni Benegas*: La melancolía


Si soy feliz, ¿por qué yo no me entero?
¿por qué el matiz entre mejor y apenas
no alcanza a desligarme de mis penas
y estando bien también me desespero?
Si tengo mucho, ¿qué otra cosa espero?
y si poco, ¿por qué busco sirenas,
y bailo atada a un mástil con cadenas
al son de falsas letras que no creo?
¿Por qué no hago una playa de este piso
si tanto quiero arena, sol y luna
y mágica adivino tras la duna
la noche con sabor a paraíso?
Ese vaivén del alma es porque añora
el recuerdo de un algo que ella ignora.


*Noni Benegas, nació en Buenos Aires, vive desde 1977 en España. En 1982 obtiene en Ginebra (Suiza) el Premio Platero de la ONU por Argonáutica, (Laertes, 1984, prólogo de José María Valverde). En 1986 gana el Nacional Miguel Hernández con La Balsa de la Medusa, (C.A.M., 1986). En 1991 publica Cartografía ardiente (Verbum 1995) En 2002 aparece Las entretelas sedosas (Casa del Inca, Montilla). En 2004 obtiene el XXIV Premio Esquío con Fragmentos de un diario desconocido (Caixa Galicia 2004). El Beso, libro de arte, se publica en edición numerada del Centro de Arte Moderno, Madrid 2007. Burning Cartography, antología bilingüe aparece en 2007 (Host, Austin, TX).

Anton Chéjov: Pequeñeces


Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Pertersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya de noche, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo, y las que las seguían no ofrecían nada nuevo ni interesante.
Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.
-¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una voz infantil-. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.
Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Roca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.
-¡Buenas noches, amigo! -contestó Beliayev-. No te había visto. ¿Mamá está bien?
Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.
-Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...
Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar la cara del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier mueble insignificante.
Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y sus ojos negros recordábanle a la Olga Ivanovna del principio de la novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.
-¡Ven aquí, bicho! -le dijo-. Déjame verte más de cerca.
El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.
-Bueno -comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro.- ¿Cómo te va?
-Le diré a usted... Antes me iba mejor.
-¿Y eso?
-Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?
-Sí, hace unos días.
-¡Ya lo veo! Tiene usted la barbita más corta. ¿Me deja usted tocársela…? ¿No le duele…?
--No, no me duele.
-¿Por qué cuando se tira de un solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?
El chiquillo empezó a jugar con la cadena del reloj de su interlocutor y prosiguió:
-Cuando yo sea colegial, mamá me comprará un reloj. Y le diré que también me compre una cadena como esta. ¡Oh, qué medallón! Como el de papá... Papá lleva en el dije un retratito de mamá... La cadena es mucho más larga que la de usted...
-¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a tu papá?
-¿Yo?... No... Yo...
Alecha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.
Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:
-Ves a papá..., ¿verdad?
-No, no... Yo...
-Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad. No seas taimado. Lo ves, no lo niegues... Háblame como a un amigo.
Alecha pensó un rato.
-¿Y usted no se lo dirá a mamá?
-¡Claro que no! No tengas cuidado.
-¿Palabra de honor?
-¡Palabra de honor!
-¡Júramelo!
-¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?
Alecha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:
-Pero, ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se entera, yo, Sonia y Pelagia, la criada, nos la ganaremos. Pues bien, oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes. Cuando Pelagia nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito hay una mesa de mármol y encima un cenicero que con forma de ganso.
-¿Y qué hacéis allí?
-Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida café y a pasteles. A Sonia le gustan los pastelitos de carne, pero yo los detesto. Prefiero los de repollo y huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos ganas. Sin embargo, cenamos, para que mamá no sospeche, nada.
-¿De qué habláis con papá?
-De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere; pero yo sí. Claro que me aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le dice que se venga a casa y no quiere ni que le veamos. Siempre nos pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se tomó la cabeza con las dos manos..., así..., y empezó a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá... Diga usted: ¿es verdad que somos desgraciados?
-¿Por qué?
-No sé; papá lo dice: «Sois unos desgraciados, nos dice, y mamá, la pobre, también, y yo; todos nosotros». Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.
Alecha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.
-¿Conque sí? -dijo, al cabo, Beliayev-. ¿Conque celebráis reuniones en las confiterías? ¡Tiene gracia! ¿Y mamá no sabe nada?
-¿Cómo lo va a saber? Pelagia no se lo dirá por nada... ¡Ayer nos dio papá unas peras…! Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos...
-Y dime..., ¿papá no habla de mí?
-¿De usted? Mire, en realidad…
El chiquillo examinó atentamente la cara de Beliayev, y se encogió de hombros.:
-No dice nada especial.
-Pero, ¿por qué no me lo cuentas?
-¿No se ofenderá usted?
-¡No, tonto! ¿Habla mal?
-No; pero... está enojado con usted. Dice que mamá es desgraciada por su culpa; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme, balancea la cabeza.
-¿Conque afirma que yo he sido la perdición...?
-Sí. ¡Pero no se enfade usted, Nicolás Ilich!
Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.
-¡Es absurdo y ridículo! -balbuceaba, encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga-. Él es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es irritante!
Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:
-¿Así que te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?
-Sí; pero... usted me ha prometido no enfadarse.
-¡Déjame en paz!... Qué cosa más ridícula: caí atrapado en una jaula, y todavía resulta que soy culpable.
Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.
Beliayev saludó con la cabeza y siguió paseándose.
-¡Claro! -murmuraba-. ¡El culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!
-¿Qué hablas? -preguntó Olga Ivanovna.
-¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos sois unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!
-No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?
-Pregúntale a este caballerito -dijo Beliayev, señalando a Alecha.
El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su rostro un gran espanto.
-¡Nicolás Ilich!-balbuceó-, le suplico...
Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.
-¡Pregúntale!-prosiguió-. La imbécil de Pelagia lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho vuestra felicidad...
-¡Nicolás Ilich! -gimió Alecha-, usted me había dado su palabra de honor...
-¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!
-Pero dime -preguntó Olga, con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo-: ¿ves a tu padre? No comprendo...
Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.
-¡No es posible! -exclama su madre-. Voy a preguntarle a Pelagia.
Y salió.
-¡Usted me había dado su palabra de honor...! -dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.
Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin más preocupación que la de su amor propio herido.
Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó cómo había sido engañado. Lo hacía temblando, tartamudeando, llorando. Por primera vez en su vida tropezaba, cara a cara, con la mentira; no sabía antes que, aparte de las peras dulces, pastelitos y relojes caros, existen en el mundo muchas otras cosas que no tienen nombre en el lenguaje infantil.